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Antonio Carrasco, Valladolid

De vuelta al geocentrismo

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En este mundo de triunfo contrastado y verificable de las sensaciones, los sentimientos, la emotividad, las intuiciones y la sensiblería, donde la realidad se confunde con el deseo y la verdad con la voluntad, la racionalidad —antaño bastión y principio de la civilización— ha quedado relegada a una especie de vestigio mortecino propio de gentes pasadas de moda (cuando no de vueltas), de mamotretos humanos desfasados. Ahora, vivir es sentir y, en cambio, pensar, según dicta la modernidad, es morir. Así, no es de extrañar esa tendencia cada vez más acusada de entregarse a la búsqueda de nuevas sensaciones, crecientemente más separadas del intelecto y más próximas a satisfacer los instintos primarios.


Parece que los procesos intelectuales hubieran sido sustituidos por impulsos pasionales e ideológicos —que por más que el adjetivo esté emparentado etimológicamente con “idea” (procede de esta), prescinde de ella en cuanto a significado, reemplazándola por “prejuicio” fanático y doctrinario—, con lo que se imponen los histrionismos, el desprecio, la desconsideración, la imposición de verdades incontestables —es decir, de voluntades totalitarias, autosuficientes y autodeterminadas revestidas de libertad—. De ahí, en buena medida, los enfrentamientos, la violencia, el malestar social generalizado, la polarización…, fundamentalmente en Occidente: la vitalidad precaria, en definitiva, resignada y pastoreada.


La irracionalidad conduce, inevitablemente, al despojo de lo que es inequívocamente humano, la razón, y, consecuentemente, a la destrucción de sociedades libres, que, ante el caos intencionadamente buscado por aquellos que promueven la aniquilación de la discrepancia (los dirigentes desconocidos o conocidos, electos o no), reaccionan de un modo acomodaticio, siendo así que encuentran una solución tolerable en los abusos y los atropellos de los liberticidas, un mal menor al que asirse frente a la anarquía y el desconcierto: un desorden estructurado. De manera tal que naturalizamos el absurdo, la insensatez, el disparate organizado de orden incoherente, lo que, a menudo, nos vuelve estúpidos, ridículos y grotescos: cretinos acríticos ideológicamente alineados con el poder.


Si no, no se explica, por ejemplo, que el campo haya tardado tanto en estar en pie de guerra. ¿A quién se le ocurrió que la naturaleza podía preservarse al margen de los que viven en ella, los más interesados en su conservación, quienes tienen un conocimiento profundo, ancestral, de lo que presuntuosamente ha venido en llamarse el medio natural? ¿Quién determinó que el ser humano es el enemigo de la naturaleza —como si fuéramos una especie extraña al planeta— y que, por tanto, ha de inmolarse por los pecados cometidos, erradicando cualquier rastro de civilización en el campo, fomentando el “asilvestramiento”, cuando no el enriquecimiento hipócrita y desvergonzado de grandes corporaciones de la energía verde?


¿Cómo puede entenderse, si no, entre otras cosas, a quien apoya al que dice algo y hace sistemáticamente lo contrario, al que aduce cambios de opinión o de criterio,

primero, a aquel que califica la indignidad de virtud luego y, finalmente, impone, a modo de medalla, la amnesia al pueblo sobre la violación descarnada de sus derechos y sus leyes por el bien de la convivencia? ¿Acaso es racional redactar una ley de impunidad sometiéndose al dictado de la brutalidad intelectual, verbal y corporal de los que se benefician con ella? Porque el perdón es, probablemente la manifestación más noble de la justicia. ¿Pero hay justicia en humillarse frente a la violencia y el desprecio de quienes no nos reconocen como iguales? Algunos dicen que esto es un acto de corrupción. Yo, ciertamente, no estoy de acuerdo: la corrupción es un concepto ligado inexorablemente a la moralidad y, consecuentemente, a la inmoralidad; pero no puede concebir la corrupción quien se conduce por la amoralidad, pues, para este, solo hay beneficio o daño.


A propósito, Santidad, ¿llevar las de perder justifica la indignidad de rendirse voluntariamente a un invasor? ¿Es paz claudicar ante quien nos oprime? ¿La vida material es el bien supremo? ¿Acaso, Jesús, como hombre, negoció con sus asesinos? ¿O quizá es que la nueva espiritualidad aconseja pensar solo como hombres, como pecadores intrascendentes?


Pero es posible, incluso probable, que yo esté equivocado (desde luego, no sería la primera vez). Quizá, la tierra sea el centro del universo, el sol y las estrellas giren alrededor de ella, Copérnico y Galileo fueran unos excéntricos sin sentimientos ni credos y la razón estuviera de parte de la Santa Inquisición, como la tienen, sin duda, los ecoanimalistas de la inmaculada madre Gaia: fitosanitarios, no; homoplaguicidas, sí.

De vuelta al geocentrismo

Antonio Carrasco, Valladolid
Lectores
miércoles, 13 de marzo de 2024, 08:52 h (CET)

En este mundo de triunfo contrastado y verificable de las sensaciones, los sentimientos, la emotividad, las intuiciones y la sensiblería, donde la realidad se confunde con el deseo y la verdad con la voluntad, la racionalidad —antaño bastión y principio de la civilización— ha quedado relegada a una especie de vestigio mortecino propio de gentes pasadas de moda (cuando no de vueltas), de mamotretos humanos desfasados. Ahora, vivir es sentir y, en cambio, pensar, según dicta la modernidad, es morir. Así, no es de extrañar esa tendencia cada vez más acusada de entregarse a la búsqueda de nuevas sensaciones, crecientemente más separadas del intelecto y más próximas a satisfacer los instintos primarios.


Parece que los procesos intelectuales hubieran sido sustituidos por impulsos pasionales e ideológicos —que por más que el adjetivo esté emparentado etimológicamente con “idea” (procede de esta), prescinde de ella en cuanto a significado, reemplazándola por “prejuicio” fanático y doctrinario—, con lo que se imponen los histrionismos, el desprecio, la desconsideración, la imposición de verdades incontestables —es decir, de voluntades totalitarias, autosuficientes y autodeterminadas revestidas de libertad—. De ahí, en buena medida, los enfrentamientos, la violencia, el malestar social generalizado, la polarización…, fundamentalmente en Occidente: la vitalidad precaria, en definitiva, resignada y pastoreada.


La irracionalidad conduce, inevitablemente, al despojo de lo que es inequívocamente humano, la razón, y, consecuentemente, a la destrucción de sociedades libres, que, ante el caos intencionadamente buscado por aquellos que promueven la aniquilación de la discrepancia (los dirigentes desconocidos o conocidos, electos o no), reaccionan de un modo acomodaticio, siendo así que encuentran una solución tolerable en los abusos y los atropellos de los liberticidas, un mal menor al que asirse frente a la anarquía y el desconcierto: un desorden estructurado. De manera tal que naturalizamos el absurdo, la insensatez, el disparate organizado de orden incoherente, lo que, a menudo, nos vuelve estúpidos, ridículos y grotescos: cretinos acríticos ideológicamente alineados con el poder.


Si no, no se explica, por ejemplo, que el campo haya tardado tanto en estar en pie de guerra. ¿A quién se le ocurrió que la naturaleza podía preservarse al margen de los que viven en ella, los más interesados en su conservación, quienes tienen un conocimiento profundo, ancestral, de lo que presuntuosamente ha venido en llamarse el medio natural? ¿Quién determinó que el ser humano es el enemigo de la naturaleza —como si fuéramos una especie extraña al planeta— y que, por tanto, ha de inmolarse por los pecados cometidos, erradicando cualquier rastro de civilización en el campo, fomentando el “asilvestramiento”, cuando no el enriquecimiento hipócrita y desvergonzado de grandes corporaciones de la energía verde?


¿Cómo puede entenderse, si no, entre otras cosas, a quien apoya al que dice algo y hace sistemáticamente lo contrario, al que aduce cambios de opinión o de criterio,

primero, a aquel que califica la indignidad de virtud luego y, finalmente, impone, a modo de medalla, la amnesia al pueblo sobre la violación descarnada de sus derechos y sus leyes por el bien de la convivencia? ¿Acaso es racional redactar una ley de impunidad sometiéndose al dictado de la brutalidad intelectual, verbal y corporal de los que se benefician con ella? Porque el perdón es, probablemente la manifestación más noble de la justicia. ¿Pero hay justicia en humillarse frente a la violencia y el desprecio de quienes no nos reconocen como iguales? Algunos dicen que esto es un acto de corrupción. Yo, ciertamente, no estoy de acuerdo: la corrupción es un concepto ligado inexorablemente a la moralidad y, consecuentemente, a la inmoralidad; pero no puede concebir la corrupción quien se conduce por la amoralidad, pues, para este, solo hay beneficio o daño.


A propósito, Santidad, ¿llevar las de perder justifica la indignidad de rendirse voluntariamente a un invasor? ¿Es paz claudicar ante quien nos oprime? ¿La vida material es el bien supremo? ¿Acaso, Jesús, como hombre, negoció con sus asesinos? ¿O quizá es que la nueva espiritualidad aconseja pensar solo como hombres, como pecadores intrascendentes?


Pero es posible, incluso probable, que yo esté equivocado (desde luego, no sería la primera vez). Quizá, la tierra sea el centro del universo, el sol y las estrellas giren alrededor de ella, Copérnico y Galileo fueran unos excéntricos sin sentimientos ni credos y la razón estuviera de parte de la Santa Inquisición, como la tienen, sin duda, los ecoanimalistas de la inmaculada madre Gaia: fitosanitarios, no; homoplaguicidas, sí.

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