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La Secretaría Antidrogas de Paraguay acabó convertida en un organismo represor, y su lucha selectiva contra el narco en arma política

Una guerra falsa y perdida

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Desde tiempos del escándalo Irán Contras, es conocido que para la DEA norteamericana la guerra contra el narcotráfico ha servido, más que para desarrollar métodos de combate al flagelo de la droga, para elaborar formas diversas de espionaje y ataque político.

Un ex agente de la DEA asignado a la región latinoamericana, Michael Levine, escribió hace más de una década el famoso ligro “La Guerra Falsa”, que causó un gran impacto en Bolivia, al punto que el presidente Evo Morales lo citó como fuente para expulsar de su país a la DEA.

Levine llama a la guerra contra las drogas de falsa, pero aunque fuera verdadera, es cuando menos una guerra que está perdida. Está perdida porque hay oferta y demanda, algo que impone el venerado Dios mercado, que sin embargo en este caso es olvidado por sus máximos devotos.

Debemos legalizarla, opinan desde su Parnaso varios Premios Nóbel como Milton Friedman o Mario Vargas Llosa, pero los gobiernos y “expertos” prefieren escuchar la voz de iletrados uniformados que obtienen beneficios de la guerra falsa, y que obviamente, opinan de acuerdo a sus intereses.

En Paraguay, la SENAD ha demostrado su impotencia para impedir la instalación de la mafia procedente del Brasil, pero ha sido eficaz para iniciar una lucha selectiva contra adversarios políticos. Por si todo ello fuera poco, el último fin de semana desató la furia ciudadana abatiendo a una niña de tres años durante un descabellado procedimiento en la propiedad de una familia honorable. Un juez y un fiscal no se habían atrevido a contradecir a los sicarios investidos de autoridad, según fuentes parlamentarias bien informadas, para no contrariar a la embajada norteamericana de Asunción.

La guerra contra el narcotráfico es, en definitiva, sólo una reafirmación de la fe norteamericana en el aforismo que alguna vez plasmara con pluma maestra F. Scott Fitzgerald en “The Crack Up”: “La prueba de una inteligencia de primera clase es la capacidad de sostener al mismo tiempo dos ideas contrarias en la mente”.

Richard Nixon, recordado ícono de la sucia política norteamericana, había prometido destruir la amenaza a las drogas allá por junio de 1971. Ese mismo año fueron arrestados un diplomático filipino, el hijo del embajador de Panamá ante Taiwán, un general laosiano y el embajador de Laos ante el gobierno francés por traficar una suma de 220 kilos de heroína. Todos eran activistas anticomunistas financiados por la administración Nixon.

El diplomático laosiano, el príncipe Sopsaisana, era la cabeza de la Liga anticomunista asiática y asesor político del jefe de la CIA en Laos. La heroína había sido refinada a partir del opio en el cuartel general de la CIA en Long Tieng y transportada desde allí por el general M. Secord, de la Fuerza Aérea de Estados Unidos. Las tropas laosianas del general Vang Pao pudieron así combatir a los comunistas de Vietnam del Norte gracias a los dividendos que obtenían traficando heroína, del mismo modo que los chinos nacionalistas habían podido hacer lo mismo ante las fuerzas maoístas merced a la heroína del ocupado “Triángulo Dorado” de Birmania.

Mucho agua ha pasado bajo el puente desde entonces, pero el nivel de hipocresía ha variado muy poco desde entonces. No ha habido éxito ni progreso en la lucha desde entonces, excepto el crecimiento y fortalecimiento de las mafias y el aumento de la violencia. Los gobiernos corruptos y entreguistas de Latinoamérica se reconocen por solicitar mayor “cooperación” a los EEUU (eufemismo para pedir más intervención imperialista) y, por otra parte, recibir con esa coartada fondos para reforzar los aparatos de represión de estos Estados.

A pesar de la antigüedad de los argumentos, éstos siguen siendo valederos para clases políticas de países anclados en el pasado como Paraguay, donde la Secretaría Antidrogas acabó convertida definitivamente en un organismo represor, y su lucha selectiva contra el narco en arma política.

La guerra contra las drogas no solo sirve para que un gobierno persiga a sus adversarios, o como punta de lanza para intervenciones imperialistas. También por ser la excusa con la cual gobiernos corruptos de la derecha latinoamericana fortalecen su aparato represivo con ayuda norteamericana.

Los últimos acontecimientos en Paraguay, han terminado de demostrarlo.

Una guerra falsa y perdida

La Secretaría Antidrogas de Paraguay acabó convertida en un organismo represor, y su lucha selectiva contra el narco en arma política
Luis Agüero Wagner
viernes, 24 de junio de 2016, 08:44 h (CET)
Desde tiempos del escándalo Irán Contras, es conocido que para la DEA norteamericana la guerra contra el narcotráfico ha servido, más que para desarrollar métodos de combate al flagelo de la droga, para elaborar formas diversas de espionaje y ataque político.

Un ex agente de la DEA asignado a la región latinoamericana, Michael Levine, escribió hace más de una década el famoso ligro “La Guerra Falsa”, que causó un gran impacto en Bolivia, al punto que el presidente Evo Morales lo citó como fuente para expulsar de su país a la DEA.

Levine llama a la guerra contra las drogas de falsa, pero aunque fuera verdadera, es cuando menos una guerra que está perdida. Está perdida porque hay oferta y demanda, algo que impone el venerado Dios mercado, que sin embargo en este caso es olvidado por sus máximos devotos.

Debemos legalizarla, opinan desde su Parnaso varios Premios Nóbel como Milton Friedman o Mario Vargas Llosa, pero los gobiernos y “expertos” prefieren escuchar la voz de iletrados uniformados que obtienen beneficios de la guerra falsa, y que obviamente, opinan de acuerdo a sus intereses.

En Paraguay, la SENAD ha demostrado su impotencia para impedir la instalación de la mafia procedente del Brasil, pero ha sido eficaz para iniciar una lucha selectiva contra adversarios políticos. Por si todo ello fuera poco, el último fin de semana desató la furia ciudadana abatiendo a una niña de tres años durante un descabellado procedimiento en la propiedad de una familia honorable. Un juez y un fiscal no se habían atrevido a contradecir a los sicarios investidos de autoridad, según fuentes parlamentarias bien informadas, para no contrariar a la embajada norteamericana de Asunción.

La guerra contra el narcotráfico es, en definitiva, sólo una reafirmación de la fe norteamericana en el aforismo que alguna vez plasmara con pluma maestra F. Scott Fitzgerald en “The Crack Up”: “La prueba de una inteligencia de primera clase es la capacidad de sostener al mismo tiempo dos ideas contrarias en la mente”.

Richard Nixon, recordado ícono de la sucia política norteamericana, había prometido destruir la amenaza a las drogas allá por junio de 1971. Ese mismo año fueron arrestados un diplomático filipino, el hijo del embajador de Panamá ante Taiwán, un general laosiano y el embajador de Laos ante el gobierno francés por traficar una suma de 220 kilos de heroína. Todos eran activistas anticomunistas financiados por la administración Nixon.

El diplomático laosiano, el príncipe Sopsaisana, era la cabeza de la Liga anticomunista asiática y asesor político del jefe de la CIA en Laos. La heroína había sido refinada a partir del opio en el cuartel general de la CIA en Long Tieng y transportada desde allí por el general M. Secord, de la Fuerza Aérea de Estados Unidos. Las tropas laosianas del general Vang Pao pudieron así combatir a los comunistas de Vietnam del Norte gracias a los dividendos que obtenían traficando heroína, del mismo modo que los chinos nacionalistas habían podido hacer lo mismo ante las fuerzas maoístas merced a la heroína del ocupado “Triángulo Dorado” de Birmania.

Mucho agua ha pasado bajo el puente desde entonces, pero el nivel de hipocresía ha variado muy poco desde entonces. No ha habido éxito ni progreso en la lucha desde entonces, excepto el crecimiento y fortalecimiento de las mafias y el aumento de la violencia. Los gobiernos corruptos y entreguistas de Latinoamérica se reconocen por solicitar mayor “cooperación” a los EEUU (eufemismo para pedir más intervención imperialista) y, por otra parte, recibir con esa coartada fondos para reforzar los aparatos de represión de estos Estados.

A pesar de la antigüedad de los argumentos, éstos siguen siendo valederos para clases políticas de países anclados en el pasado como Paraguay, donde la Secretaría Antidrogas acabó convertida definitivamente en un organismo represor, y su lucha selectiva contra el narco en arma política.

La guerra contra las drogas no solo sirve para que un gobierno persiga a sus adversarios, o como punta de lanza para intervenciones imperialistas. También por ser la excusa con la cual gobiernos corruptos de la derecha latinoamericana fortalecen su aparato represivo con ayuda norteamericana.

Los últimos acontecimientos en Paraguay, han terminado de demostrarlo.

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