Tan acostumbrados estamos a ver nuestro planeta dibujado en el plano que es fácil acabar pensando que la representación es la realidad y el suelo firme sólo algo que se adapta a aquélla.
Así, el símbolo toma la identidad de la cosa representada, se apodera de sus adjetivos y de sus propiedades hasta conformarse como la única manera de comprenderla. Es así como la tierra cede su valor al papel.
El mapa y el plano reinterpretan la realidad de manera accesible a cualquiera, pero a esta situación contribuye principalmente la acción creadora del hombre. Creadora no solamente porque elabora un material nuevo a partir de datos ajenos a él, sino también (y básicamente) porque plasma en su obra no la realidad sino su manera de verla y de hacerse con ella.
Por eso sería conveniente introducir una leyenda en los mapas que recordasen al usuario que eso que tiene entre las manos ‘no es’ la ciudad, la región o la porción de planeta que pretende ser. Algo parecido al famoso cuadro de la pipa de Magritte.
Porque si no, uno corre el riesgo de creer que un territorio es lo que sea que aparezca en el mapa, olvidando que la función del plano es simplificar por medio de la división. Al tomar la simplificación como modelo asumimos el esquema como realidad y esperamos que todo cuanto se abre ante nosotros cumpla la llana ruta de la tinta.
Lo que sucede, por el contrario, es que allí donde se supone que debería de haber una línea que separase dos países no hay nada que nos permita siquiera intuir en cuál de los dos estamos. Nada, quiero decir, que no haya sido tan creado por el hombre como el mapa que nos guía.
No está fuera de la acción humana el dividir la tierra y competir por su dominio. Pero tampoco es ajeno al hombre hacer pasar sus particiones como divinas o naturales, imponiendo el esquema a la desbordante realidad de la tierra continua.