La primera jornada del candidato en V cumplió sobradamente los objetivos de insuflar ánimos a la oposición (que es quien había diseñado la logística del viaje) y de captar toda la cuota de pantalla posible para revitalizar una precampaña de perfil bajo y desalentador. La inseguridad del entorno le otorgaba un aura de compromiso valiente que no podía sino dejar en mal lugar a sus rivales ideológicos. Sus asesores habían calculado que esa misma tarde el gobierno presidencialista de V proclamaría por todos sus canales mediáticos la inmediata expulsión del país del Ciudadano invasor. Esa misma noche asistió a un emotivo banquete celebrado en la embajada, donde pudo practicar un gran golpe de efecto ordenando que su cubierto fuera destinado a los parias y desabastecidos. Muchos le vitorearon, otros tantos le cosieron a peticiones. Prometió estudiarlas en la medida que su agenda lo permitiera.
Como nadie decidió expulsarle de inmediato, los siguientes días participó en más actos del partido opositor. Conoció más de cerca a los influyentes y a los muertos de hambre. Se sorprendía de la simpatía que despertaba en muchos, máxime cuando ya estaba acostumbrado a experimentarla. Desde su país le pidieron que regresara, que ya era tiempo. Rodeado de esa extraña mezcla de esperanza, adulación y desamparo decidió esperar un día, que fueron dos y luego siete. Al octavo surgieron las primeras voces para elegirlo candidato local de la agrupación. Intentó excusarse pero no se lo permitieron. Mientras iba dando largas a ambos lados del atlántico, el líder de la oposición apareció comprometido en un asunto muy feo. Los primeros apoyos a que el candidato lo sustituyera pasaron a ser legión. En el fondo él ya llevaba días deseándolo.