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Presentación del libro de Alfonso Guerra

Dos carcamales en el Ateneo de Madrid

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Mucha gente habrá pensado al ver y escuchar ayer a Felipe González y Alfonso Guerra en el Ateneo que se trataba de un acto ideado con inteligencia artificial. De hecho el primero parecía un sucedáneo de Felipón, personaje que actúa junto al denominado Aznarito en el programa El Intermedio de La Sexta. El muñeco prototipo, es decir, Felipón, se hizo dueño de lo que queda de la persona que hemos conocido y es el que mejor nos recuerda incluso al auténtico Felipe que es hoy, reconvertido en un fantoche trasnochado e irreverente.


El fantoche fue ayer al Ateneo y el abrazo protagonizado con Alfonso Guerra se reveló como el espectáculo más detestable e irreconocible para socialistas y simpatizantes.


Las palabras allí pronunciadas parecían de una película pagada por los contrarios al partido de la rosa y ni siquiera en los sueños más perversos se podrían imaginar treinta años atrás. No las podrían imaginar ni propios ni extraños porque causan dolor y vergüenza ajena.


La situación de Felipe González y Alfonso Guerra, que necesitó de un enemigo común para reencontrarse en su rencor, es digna de análisis por parte de psicólogos y sobre todo de gerontólogos.


Por pudor y respeto a las personas mayores, nos ahorramos adjetivos que bien merecidos los tienen estos octogenarios desorientados salidos de un túnel del tiempo. Pero es hora de hacer algo porque todos tenemos (o hemos tenido) padres necesitados de atención y afecto. Comprendemos y nos damos cuenta de que la celebración histórica del cuarenta aniversario de la mayoría absoluta de Felipe González en el otoño de 1982,  con el actor principal en escena, ya dio un aviso de que necesita más atención que la subir al escenario. Sus palabras ya no son más que el recuerdo de un discurso pronunciado en otros tiempos. 


Para el anciano, lo que queda en su memoria, es el fragor de los aplausos, no la razón de los aplausos. Esos aplausos hoy no hacen más que confundir al protagonista homenajeado. El anciano vuelve a la niñez y, como dijo el Gran Wyoming, en las dos etapas necesita pañales.

Dos carcamales en el Ateneo de Madrid

Presentación del libro de Alfonso Guerra
Áurea Sánchez Puente
viernes, 22 de septiembre de 2023, 09:25 h (CET)

Mucha gente habrá pensado al ver y escuchar ayer a Felipe González y Alfonso Guerra en el Ateneo que se trataba de un acto ideado con inteligencia artificial. De hecho el primero parecía un sucedáneo de Felipón, personaje que actúa junto al denominado Aznarito en el programa El Intermedio de La Sexta. El muñeco prototipo, es decir, Felipón, se hizo dueño de lo que queda de la persona que hemos conocido y es el que mejor nos recuerda incluso al auténtico Felipe que es hoy, reconvertido en un fantoche trasnochado e irreverente.


El fantoche fue ayer al Ateneo y el abrazo protagonizado con Alfonso Guerra se reveló como el espectáculo más detestable e irreconocible para socialistas y simpatizantes.


Las palabras allí pronunciadas parecían de una película pagada por los contrarios al partido de la rosa y ni siquiera en los sueños más perversos se podrían imaginar treinta años atrás. No las podrían imaginar ni propios ni extraños porque causan dolor y vergüenza ajena.


La situación de Felipe González y Alfonso Guerra, que necesitó de un enemigo común para reencontrarse en su rencor, es digna de análisis por parte de psicólogos y sobre todo de gerontólogos.


Por pudor y respeto a las personas mayores, nos ahorramos adjetivos que bien merecidos los tienen estos octogenarios desorientados salidos de un túnel del tiempo. Pero es hora de hacer algo porque todos tenemos (o hemos tenido) padres necesitados de atención y afecto. Comprendemos y nos damos cuenta de que la celebración histórica del cuarenta aniversario de la mayoría absoluta de Felipe González en el otoño de 1982,  con el actor principal en escena, ya dio un aviso de que necesita más atención que la subir al escenario. Sus palabras ya no son más que el recuerdo de un discurso pronunciado en otros tiempos. 


Para el anciano, lo que queda en su memoria, es el fragor de los aplausos, no la razón de los aplausos. Esos aplausos hoy no hacen más que confundir al protagonista homenajeado. El anciano vuelve a la niñez y, como dijo el Gran Wyoming, en las dos etapas necesita pañales.

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