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Desde mi más tierna infancia me encanta este tipo de transporte

El tren

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A lo largo de mi ya extensa vida he podido disfrutar de todas las clases de viajes en tren. Mis recuerdos comienzan con aquellos periplos desde mi Jaén natal a la tierra de mi madre Málaga, para disfrutar de unos maravillosos veranos a la orilla del mar. Eran unas auténticas odiseas a bordo de unos trenes viejos, con asientos de madera, con laboriosos trasbordos en Puente Genil, media hora a través de los túneles del Chorro, con los vagones llenos de humo y carbonilla pese a los esfuerzos de los viajeros por cerrar aquellas ventanillas de tijera que se negaban a encajar.

     

Eran largos viajes de agua calentorra, portaviandas con tortillas y filetes empanados. Vendedores de todo tipo en las estaciones: dulces, gaseosas de bolillas, rifas varias, carne de membrillo, etc. Una vez en Málaga traslado al tren de humo que, finalmente y tras más de doce horas de viaje, nos dejaba en el Rincón.

    

Aquel otro tren, primero el correo que llegaba hasta Ventas de Zafarralla, y después, la “Cochinita”, que salían a las 13 horas de Málaga y nos avisaba que teníamos que volver a la casa a comer. Pasaba por delante de las casas con tal lentitud, que mi padre, y otros muchos viajeros, bajaban en marcha al pasar por la puerta de su casa.

     

Después cuando fui más mayor descubrí lo que era ir en el Correo a Málaga o a Barcelona, en aquel catalán en el que dormíamos en el techo del pasillo. Los trenes iban llenos de viajeros locuaces y que compartían las vituallas desde el momento en que arrancaba el tren.

    

He viajado en expediciones militares desde Granada hasta Montejaque para incorporarnos al campamento de Milicias. Otro día a bordo de trenes renqueantes que paraban en todas las estaciones. O en aquella expedición en que tuvimos que llevar unos carros de combate desde Alcalá de Henares a Araca, en Guipuzcoa. Acompañé a mi padre, viajante, cargado de maletas, a Ronda o a Antequera, con trasbordos y ayuda de los mozos de estación.

   

Después se puso de moda el avión, que arrumbó a los trenes y los coches de buena calidad, que te permitían hacer miles de kilómetros sin problemas. Toda suerte de avances que dejaron a la Renfe un tanto demodé.

    

El AVE ha sido en este caso un AVE Fénix. Cientos de trenes velocísimos circulan por toda España cargados de viajeros de todo tipo que llevan impresa en la cara una mueca de velocidad. Nada de aquellos pacientes viajes de largas horas. Todo el mundo va deprisa y, sobre todo, se han olvidado de la educación. No te dan ni los buenos días.

    

Este fin de semana he viajado a Madrid para celebrar un precioso acto con uno de mis nietos. Todo empezó con una suerte de pandemónium en la estación de Málaga. Estuvo cerrado el acceso al tren hasta cuatro minutos antes de la salida oficial. Broncas, carreras, insultos, retraso en la salida… Por fin salimos cada uno en su sitio y agradecidos por haberlo conseguido.

    

Se acabó la tranquilidad. Una señora, que viajaba en el asiento de delante, decidió contarle a la persona que le había acompañado a la estación, todo lo que había vivido y comido a lo largo de su visita, el tratamiento que le había puesto un médico y el estado de todos sus parientes y amigos. Todo a voz en grito y a lo largo de media hora. Terminada esta descripción, decidió repetir la jugada con aquella otra que le esperaba. Otra media hora. Detrás una chicas jóvenes en busca de la noche madrileña me patearon la espalda y me arrojaron involuntariamente una bolsa (con una especie de llave inglesa dentro) en la cabeza. Por fin llegamos a Atocha, todo bien.

     

A la vuelta, 41 grados en Madrid, un vestíbulo lleno de viajeros tirados por los suelos entre papeles, latas y demás detritus orgánicos e inorgánicos. Media docena de perros viajeros acompañados por sus amos y ni un solo sitio donde sentarse.

     

El viaje fue mejor. Amenizado por un señor que llevaba una tarta para la familia y que temía por su integridad y la de la tarta. También lo gritó a los vientos. Un grupo de cincuentones volvían de una despedida de solteros en Madrid. Lo bueno es que se tiraron todo el viaje yendo y viniendo al bar.

     

Cual es la “buena noticia”. Que a pesar de todo, los señores ferroviarios gestionan bastante bien esta locura. No pierden la serenidad por nada y son lo suficientemente amables para seguir sonriendo en medio de las adversidades.


Otra buena noticia es que te quitas de las siete u ocho horas de coche. Despeñaperros y el desierto manchego a más de cuarenta grados. Con suerte en tres horitas te encuentras con el paraíso malacitano y 29 grados. No sé de qué me quejo.

El tren

Desde mi más tierna infancia me encanta este tipo de transporte
Manuel Montes Cleries
martes, 27 de junio de 2023, 09:34 h (CET)

A lo largo de mi ya extensa vida he podido disfrutar de todas las clases de viajes en tren. Mis recuerdos comienzan con aquellos periplos desde mi Jaén natal a la tierra de mi madre Málaga, para disfrutar de unos maravillosos veranos a la orilla del mar. Eran unas auténticas odiseas a bordo de unos trenes viejos, con asientos de madera, con laboriosos trasbordos en Puente Genil, media hora a través de los túneles del Chorro, con los vagones llenos de humo y carbonilla pese a los esfuerzos de los viajeros por cerrar aquellas ventanillas de tijera que se negaban a encajar.

     

Eran largos viajes de agua calentorra, portaviandas con tortillas y filetes empanados. Vendedores de todo tipo en las estaciones: dulces, gaseosas de bolillas, rifas varias, carne de membrillo, etc. Una vez en Málaga traslado al tren de humo que, finalmente y tras más de doce horas de viaje, nos dejaba en el Rincón.

    

Aquel otro tren, primero el correo que llegaba hasta Ventas de Zafarralla, y después, la “Cochinita”, que salían a las 13 horas de Málaga y nos avisaba que teníamos que volver a la casa a comer. Pasaba por delante de las casas con tal lentitud, que mi padre, y otros muchos viajeros, bajaban en marcha al pasar por la puerta de su casa.

     

Después cuando fui más mayor descubrí lo que era ir en el Correo a Málaga o a Barcelona, en aquel catalán en el que dormíamos en el techo del pasillo. Los trenes iban llenos de viajeros locuaces y que compartían las vituallas desde el momento en que arrancaba el tren.

    

He viajado en expediciones militares desde Granada hasta Montejaque para incorporarnos al campamento de Milicias. Otro día a bordo de trenes renqueantes que paraban en todas las estaciones. O en aquella expedición en que tuvimos que llevar unos carros de combate desde Alcalá de Henares a Araca, en Guipuzcoa. Acompañé a mi padre, viajante, cargado de maletas, a Ronda o a Antequera, con trasbordos y ayuda de los mozos de estación.

   

Después se puso de moda el avión, que arrumbó a los trenes y los coches de buena calidad, que te permitían hacer miles de kilómetros sin problemas. Toda suerte de avances que dejaron a la Renfe un tanto demodé.

    

El AVE ha sido en este caso un AVE Fénix. Cientos de trenes velocísimos circulan por toda España cargados de viajeros de todo tipo que llevan impresa en la cara una mueca de velocidad. Nada de aquellos pacientes viajes de largas horas. Todo el mundo va deprisa y, sobre todo, se han olvidado de la educación. No te dan ni los buenos días.

    

Este fin de semana he viajado a Madrid para celebrar un precioso acto con uno de mis nietos. Todo empezó con una suerte de pandemónium en la estación de Málaga. Estuvo cerrado el acceso al tren hasta cuatro minutos antes de la salida oficial. Broncas, carreras, insultos, retraso en la salida… Por fin salimos cada uno en su sitio y agradecidos por haberlo conseguido.

    

Se acabó la tranquilidad. Una señora, que viajaba en el asiento de delante, decidió contarle a la persona que le había acompañado a la estación, todo lo que había vivido y comido a lo largo de su visita, el tratamiento que le había puesto un médico y el estado de todos sus parientes y amigos. Todo a voz en grito y a lo largo de media hora. Terminada esta descripción, decidió repetir la jugada con aquella otra que le esperaba. Otra media hora. Detrás una chicas jóvenes en busca de la noche madrileña me patearon la espalda y me arrojaron involuntariamente una bolsa (con una especie de llave inglesa dentro) en la cabeza. Por fin llegamos a Atocha, todo bien.

     

A la vuelta, 41 grados en Madrid, un vestíbulo lleno de viajeros tirados por los suelos entre papeles, latas y demás detritus orgánicos e inorgánicos. Media docena de perros viajeros acompañados por sus amos y ni un solo sitio donde sentarse.

     

El viaje fue mejor. Amenizado por un señor que llevaba una tarta para la familia y que temía por su integridad y la de la tarta. También lo gritó a los vientos. Un grupo de cincuentones volvían de una despedida de solteros en Madrid. Lo bueno es que se tiraron todo el viaje yendo y viniendo al bar.

     

Cual es la “buena noticia”. Que a pesar de todo, los señores ferroviarios gestionan bastante bien esta locura. No pierden la serenidad por nada y son lo suficientemente amables para seguir sonriendo en medio de las adversidades.


Otra buena noticia es que te quitas de las siete u ocho horas de coche. Despeñaperros y el desierto manchego a más de cuarenta grados. Con suerte en tres horitas te encuentras con el paraíso malacitano y 29 grados. No sé de qué me quejo.

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