Que la Iglesia, perdón, que determinados miembros, más o menos destacados, de la Iglesia estén pasando por una crisis de fe o de identidad con los principios de la Iglesia, es un hecho desgraciadamente palpable.
La Iglesia es de Jesucristo y es inmaculada. Son los hombres, determinados hombres, los que ensombrecen su imagen, imagen que perdura desde hace dos mil años intangible pese a los numerosos y violentos ataques sufridos.
¿Qué intereses mueven a estas determinadas personas? ¿Dios? No, desde luego. Les mueven sus propios intereses. Intereses simplemente de “ego”: Querer ser agradables y complacientes con peculiares situaciones o pensamientos terrenales de moda o meramente circunstanciales. Quieren adaptar su pensamiento y el de la Iglesia al transcurrir mundano de la sociedad y han aparcado el principio de que es la sociedad la que debe ser elevada y reconducida, de sus erróneas y erráticas ideas, hacia Dios.
Nos dice la Sagrada Escritura: “Bienaventurado el varón que tiene en la ley del Señor su complacencia”. Cualquier otro camino que no sea éste, el de la plena fidelidad a Jesucristo, es plantearse serias dudas de fe, cuando no abandonar de pleno la fe en Dios. Querer vivir tensando de manera continua la cuerda es exponerse a que se rompa de manera irreparable. Es tiempo de fidelidad, es tiempo de permanente, rendida y humilde oración, es tiempo de vivir cara a Dios y cara a los hombres para exhortarlos a que pongan su mirada en Jesucristo. A la Iglesia le importa más la calidad que la cantidad. Y aquí calidad significa Santidad.
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