El amor no tiene nada que ver con el triunfo, con el jolgorio, con un empeño egoísta de disfrutar. Y tampoco es un empeño desesperado de tener descendencia. Es imprescindible la entrega, o sea generosidad, o sea pensar en el otro. Constantemente pensando en el otro. Por eso queda claro para un cristiano que es un camino de santidad. Por eso entendemos que hace falta humildad, que en el fondo es procurar que desaparezca el yo.
“Confiar es lo más difícil del mundo, mucho más que construir una pirámide. Difícil porque exige la confesión de nuestra impotencia, que admitamos que no tenemos el control de nada. Confía, me ha dicho el dentista. Y su voz, esas palabras triviales pero cargadas de ternura, era la misma vida invitándome a salir de mi acostumbrada cobardía. Acaso la realidad, como el dentista, hace con nosotros cosas incomprensibles, pero necesarias para curarnos”.
Confiar. Supone el reconocimiento de nuestra impotencia. Yo no lo puedo hacer todo. La maravillosa empresa que es el matrimonio supone ese convencimiento de que es tarea de dos. Sí, debo dejarme ayudar. Igual que hay que confiar en el dentista, yo debo confiar ciegamente en mi mujer, en mi marido. Pedir ayuda, y hablar de los planes y calcular entre los dos las opciones que tenemos para sacar adelante este asunto y este otro. Hablar.
“El susurro es propiedad de los que aman, mientras que el mal es un niño afónico, con la garganta irritada de tanto llamar la atención. Nadie dice te quiero con un alarido ni susurra durante el odio. El amor exige una voz tan educada como los guantes de un mayordomo”. Hablar despacito y con delicadeza. Con la ilusión de la auténtica unión. Hace falta humildad.
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