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Roberto Segura y Rigoberto Picaporte, solterón de mucho porte: en el sobrenombre va la pena

Herme Cerezo
Herme Cerezo
lunes, 23 de febrero de 2009, 09:58 h (CET)
Fue el amigo Nacho Marín, quien en la tarde de ayer, durante una sobremesa musical y ruidosa, me lo comento: "hace pocos días murió el dibujante de Rigoberto Picaporte". Una mala noticia, como siempre que se muere alguien, sobre todo si procede de tu pasado más querido y cada vez más remoto. El fallecido, al que se refería Nacho, no era otro que Roberto Segura (Badalona, 1927-Premiá de Mar, 4-12-08) que anduvo pergeñando historietas (La panda; Lily y Gina; Maritina, chica de la oficina; Piluca, niña moderna; Marilú; Los señores de Alcorcón ... y el holgazán de Pepón; Laurita Bombón, secretaria de dirección; Rebóllez y Señora; Nicasso; El capitán Serafín y el grumete Diabolín; Pepe Barrena; Los Muchamarcha’s y Don Roge y doña Lisístrata que con sus hijos meten la pata) por la editorial Bruguera desde 1957.




Portada del cómic.


Para mí Bruguera fue la ventana al mundo. Durante mucho tiempo, y cuando digo tiempo me refiero a años, permanecí encamado. Unas veces por prescripción facultativa, otras por precaución desmedida de mis progenitores. Lo bien cierto es que yo me abrí a la vida a través de esos tebeos que, semana a semana, me compraba mi padre en un kiosco de la Gran Vía de Ramón y Cajal. Y en esos tebeos había personajes de papel y tintas de colores, a los que les ocurrían cosas. Y a esas criaturas les daban vida personas de carne y hueso, que imaginaba escondidas en las esquinas de cada página y que intuía dibujando sin cesar una viñeta tras otra. Autores a los que yo no conocía, pero que deseaba conocer (disfrutaba mucho, por ejemplo, cuando Josep Escobar, entonces Escobar a secas, aparecía en alguna de sus historietas). Deseos de niño, venerados, incumplidos. Todos ellos fueron personas, algunos todavía lo son, a los que estoy tremendamente agradecido, porque hicieron llevaderas aquellas largas y tediosas horas de convalecencias, unas reales y otras preventivas, como les dije antes, mis improbables.

De Roberto Segura recuerdo su estilo inconfundible. Habiendo leído algunas historietas suyas, yo detectaba con rapidez su presencia en otros dibujos que jamás había visto antes. Y es que había algo en las expresiones, bocas abiertas y agresivas en adultos y adultas; en el trazo, seguro y desenvuelto, y en las facciones de las muchachas, rostros redondeados y dulces con boquita de piñón, que los delataban y hacían fácilmente reconocibles para mí. La primera vez que vi una portada de la revista ‘Can Can’, en seguida pensé que aquella escena la había hecho Segura. Fijo que sí. Y acerté. Creo, además, que Segura en sus portadas, que por cierto hizo muchas, cobraba otra dimensión. Sobre su modo de componer, sobre su proceso creativo, el dibujante badalonés habló en una entrevista concedida en junio de 1951 a su compañero, el también dibujante Conti: "Lo primero que hago es captar una idea de cualquier escena callejera. Acto seguido, sobre una cuartilla, la desarrollo en forma de guión y, una vez realizada esta fase, tan sólo queda dibujar la historia a lápiz y pasarla a tinta finalmente" (Antoni Guiral, ‘Los tebeos de nuestra infancia. La escuela Bruguera (1964-1986)’).

Pero, sobre todo, retengo en mi memoria a pesar del paso del tiempo las historietas de ‘Rigoberto Picaporte, solterón de mucho porte’. Rigoberto no era un tipo fácil de olvidar, ni mucho menos. La figura del solterón, en la década de los sesenta, era más habitual de lo que uno se pueda imaginar. En la propia Bruguera los había a montones: Carioco, Gordito Relleno, Caramillo, Motadelo y Filemón, Rompetechos, Carpanta, Protasio, sin olvidar a Doña Urraca, Doña Lío Portapartes, Petra o las Hermanas Gilda en el género femenino.

Las características físicas y mentales, las de Picaporte, digo, se abrieron un hueco en mi imaginario infantil para convertirse en concepto: solterón igual a tipo, que busca matrimoniar con chica bien y de buen ver, pero que no lo va a conseguir fácilmente. Tan difícil le resultó, que no pudo casarse nunca. Claro que, en su rima "Solterón de mucho porte", Rigoberto Picaporte llevaba incluida la pena. Sus características físicas tampoco le acompañaban para huir de su destino: cuatro pelos en guerrilla, mal contados, circundando una calva cubierta por un canotier demodé; bigotito ridículo y horizontal; aspecto maduro – bastante mayor que su pretendida Curruquita – y mirar confiado. Por si faltaba poco, una espantosa pajarita remataba el cuello, al estilo de la que los cantantes líricos suelen lucir cuando van de galas, porque Rigoberto, en un principio andaba metido en artes canoras y, posiblemente, su nombre no esté lejos de alguna contracción entre el operístico Rigo(letto) y el nombre de su propio creador: (Ro)berto.

A Picaporte, en sus afanes de desposorio, todo se le desbarataba. Cuando no le timaban por alguna "ganga", las aguas no circulaban como estaba previsto. Y eso ocasionaba la ira de su futura suegra, la "mamuchi de Curru", que, si no recuerdo mal, tuvo varios nombres: doña Fulgencia, doña Lutgarda y doña Abelarda, con este último se consagraría finalmente para honra y prez de la historieta. Doña Fulgencia, doña Lutgarda o doña Abelarda, tres en una, era una suegra de armas tomar. Generalmente lo son todas, pero ésta más, porque ¿muchos de ustedes, mis improbables, tienen una suegra que fume puros, incluso a pares y que cuando habla no habla sino que arroja palabras sobre su interlocutor? ¿Se han parado a pensar alguna vez quién ganaría en un hipotético combate de boxeo entre suegra y yerno? En resumen, que el amigo Rigoberto, cantor en origen y oficinista real, futuro heredero de su tío Enriqueto al que en sus primeras historietas sableaba sin miramiento, lo tenia mal para casarse, muy mal, tanto que pasó la vida sin lograrlo, ni eso ni su pretendido ascenso social, ya que Curruquita pertenecía a la acreditada ganadería, perdón familia, de los Cencérrez, burgueses supuestamente bien acomodados.

Y ahora, muerto su creador, ¿qué será de Curruquita? ¿Todavía pensará en su amado Rigo? ¿Continuará siendo inmolada víctima de su madre o, quizá, hastiada de los fallidos intentos conyugales de su novio eterno, haya ingresado en un convento de religiosas? Segura, por desgracia, se ha llevado la respuesta a la tumba. Pero los que deseen revivir a Rigoberto y las otras criaturas que vieron la luz gracias al dibujante badalonés, pueden hacerlo a través del álbum de la colección Superhumor, volumen 4, titulado ‘Rigoberto Picaporte y compañía’. Será la mejor manera de recordar a Roberto Segura y darle las gracias por tantos buenos momentos como nos hizo pasar. Descanse en paz.

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Col. Super Humor nº 4: ‘Rigoberto Picaporte y compañía’. Roberto Segura. Ediciones B. Tapa dura, color, 192 páginas y 15 euros.

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