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Los celos tóxicos destruyen la buena convivencia conyugal

Celos mortales

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Los celos son un demonio, un dragón, una verdadera pesadilla, pero no solo para el celoso, también para la persona que los recibe, que termina viéndose examinada, oprimida, acorralada y finalmente herida. La persona celosa se convierte en un sabueso que todo el día busca evidencias y jamás llega a sentirse realmente relajada. Alguien muy celoso llega a creerse que la otra persona es propiedad suya. No es amor verdadero, sino encarnizadamente, obsesión, obstinación. Detrás se encuentra la inseguridad, el miedo, la falta de confianza en uno mismo, y en sus propios potenciales o recursos y, por la tanto una baja valoración”, (Ramiro Calle).


Las relaciones tóxicas están cimentadas en los celos enfermizos y se inician con una exaltación del ego que limita la privacidad del otro que quiere conseguir que se acomode a ser como el celoso quiere que sea. Si no se encuentran dos gotas de agua que sean iguales, tampoco se hallarán dos personas idénticas. El Creador nos ha hecho  distintos. Para que las relaciones sean positivas cada uno debe respetar la identidad del otro.


Los celos son un problema espiritual. La justicia puede atacar los efectos delictivos de la celosía, pero nada puede hacer con el corazón indómito que engendra los pensamientos venenosos que perturban las relaciones y, en el caso que comentamos en este escrito, las conyugales.


Inicialmente la relación hombre-mujer era una balsa de aceite. Nada adverso la perturbaba. Al no existir el pecado la relación Adán-Eva era de amor puro. La situación cambió tan pronto como Adán y Eva comieron el fruto del árbol prohibido.  Dios se dirige a Eva y le dice: “Tu deseo será para tu marido, y él se enseñoreará de ti” (Génesis 3: 16). Calvino, comentando este texto, escribe: “Así que la mujer con perversidad ha sobrepasado sus propios límites se ve forzada a volver a sus límites.


Anteriormente había estado sometida, pero esta era una sumisión liberal y amable. Ahora, en cambio se ha convertido en servil”. La mujer quiere liberarse por su cuenta de la consecuencia de su pecado y se inventa el eslogan: “Haz el amor y no la guerra”. El amor al que se refiere la frase es el “amor libre”. Sin limitaciones ni restricciones. Con mi cuerpo hago lo que me da la gana. El “amor libre” en vez de liberar hace que el yugo sea más pesado. Llegan los embarazos no deseados y con el propósito de deshacerse del fruto del pecado se acude a la solución del aborto, que por cierto enriquece a las clínicas que lo practican. La bola de nieve se hace más grande.


El pecado ha cambiado las reglas del juego. Antes de la desobediencia de Adán y Eva se ajustaban sin esfuerzo a la Ley de Dios. Eva se sometía voluntariamente y sin esfuerzo a la autoridad natural que era Adán, su esposo. Adán amaba a su esposa como a sí mismo. Ahora la situación no es la misma. La relación entre esposos es vírica. Esta es la razón por la que el Hijo de Dios se encarnó, murió en la cruz y resucitó: Hacer posible la restauración de la creación maldecida por Dios debido al pecado y, en concreto la relación conyugal convertida en dañina.


Ante un feminismo tan combativo que defiende ferozmente liberarse del patriarcado y se obstina en hacer con su cuerpo lo que mejor le parezca, tratar el tema bíblico de que el hombre es la cabeza de la mujer, es muy sensible. Pero si se desea resolver de una vez por todo el tema conflictivo de la relación hombre-mujer que no resuelven las reivindicaciones feministas, juntos hombres y mujeres tenemos que ir sin prejuicios a lo que dice la Biblia. Con ello se resuelve el machismo con lo que se cierra la brecha del enfrentamiento.


El principio de la autoridad reside en Dios porque Él es el Creador de todo. Al crear primero a Adán y de éste a Eva se establece el principio de la autoridad en la humanidad. Por creación Adán es la cabeza de Eva y por encima de ellos está Dios que delega en Adán la autoridad. La relación cabeza/subordinada se establece en el matrimonio que es la primera sociedad existente. Si impera la filosofía: cada uno con su opinión, se implanta la anarquía que equivale a desorden. ¿Qué es lo que prevalece en nuestros días: desorden por doquiera?


El apóstol Pablo con mucha delicadeza trata el tema de la autoridad en el matrimonio. Nos transporta al Edén antes de la presencia del pecado, diciendo: “Someteos unos a otros en el temor de Dios” (Efesios 5: 21). Desgraciadamente, hoy apenas despunta el temor de Dios. Por ello, el sometimiento mutuo de los esposos en el temor de Dios apenas puede darse. Sigue instruyendo el apóstol: “Esposas, someteos a vuestros maridos, como al Señor” (v. 22). El texto no enseña que la esposa tiene que someterse a la autoridad de cualquier hombre. La única cabeza a la que debe sujetarse es  la del marido.  Este texto desmantela el machismo. La cabeza de la mujer es el esposo que debe ejercer autoridad de la misma manera con que Cristo la ejerce en la iglesia: “Maridos amad a vuestras esposas, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó asimismo por ella” (v. 25). Las esposas cuyos maridos anhelan amarlas con el amor con que Cristo ama a su Iglesia jamás pretenderán emanciparse de unos maridos que quieren amarlas con amor indescriptible de Cristo. 

Celos mortales

Los celos tóxicos destruyen la buena convivencia conyugal
Octavi Pereña
lunes, 20 de junio de 2022, 09:21 h (CET)

Los celos son un demonio, un dragón, una verdadera pesadilla, pero no solo para el celoso, también para la persona que los recibe, que termina viéndose examinada, oprimida, acorralada y finalmente herida. La persona celosa se convierte en un sabueso que todo el día busca evidencias y jamás llega a sentirse realmente relajada. Alguien muy celoso llega a creerse que la otra persona es propiedad suya. No es amor verdadero, sino encarnizadamente, obsesión, obstinación. Detrás se encuentra la inseguridad, el miedo, la falta de confianza en uno mismo, y en sus propios potenciales o recursos y, por la tanto una baja valoración”, (Ramiro Calle).


Las relaciones tóxicas están cimentadas en los celos enfermizos y se inician con una exaltación del ego que limita la privacidad del otro que quiere conseguir que se acomode a ser como el celoso quiere que sea. Si no se encuentran dos gotas de agua que sean iguales, tampoco se hallarán dos personas idénticas. El Creador nos ha hecho  distintos. Para que las relaciones sean positivas cada uno debe respetar la identidad del otro.


Los celos son un problema espiritual. La justicia puede atacar los efectos delictivos de la celosía, pero nada puede hacer con el corazón indómito que engendra los pensamientos venenosos que perturban las relaciones y, en el caso que comentamos en este escrito, las conyugales.


Inicialmente la relación hombre-mujer era una balsa de aceite. Nada adverso la perturbaba. Al no existir el pecado la relación Adán-Eva era de amor puro. La situación cambió tan pronto como Adán y Eva comieron el fruto del árbol prohibido.  Dios se dirige a Eva y le dice: “Tu deseo será para tu marido, y él se enseñoreará de ti” (Génesis 3: 16). Calvino, comentando este texto, escribe: “Así que la mujer con perversidad ha sobrepasado sus propios límites se ve forzada a volver a sus límites.


Anteriormente había estado sometida, pero esta era una sumisión liberal y amable. Ahora, en cambio se ha convertido en servil”. La mujer quiere liberarse por su cuenta de la consecuencia de su pecado y se inventa el eslogan: “Haz el amor y no la guerra”. El amor al que se refiere la frase es el “amor libre”. Sin limitaciones ni restricciones. Con mi cuerpo hago lo que me da la gana. El “amor libre” en vez de liberar hace que el yugo sea más pesado. Llegan los embarazos no deseados y con el propósito de deshacerse del fruto del pecado se acude a la solución del aborto, que por cierto enriquece a las clínicas que lo practican. La bola de nieve se hace más grande.


El pecado ha cambiado las reglas del juego. Antes de la desobediencia de Adán y Eva se ajustaban sin esfuerzo a la Ley de Dios. Eva se sometía voluntariamente y sin esfuerzo a la autoridad natural que era Adán, su esposo. Adán amaba a su esposa como a sí mismo. Ahora la situación no es la misma. La relación entre esposos es vírica. Esta es la razón por la que el Hijo de Dios se encarnó, murió en la cruz y resucitó: Hacer posible la restauración de la creación maldecida por Dios debido al pecado y, en concreto la relación conyugal convertida en dañina.


Ante un feminismo tan combativo que defiende ferozmente liberarse del patriarcado y se obstina en hacer con su cuerpo lo que mejor le parezca, tratar el tema bíblico de que el hombre es la cabeza de la mujer, es muy sensible. Pero si se desea resolver de una vez por todo el tema conflictivo de la relación hombre-mujer que no resuelven las reivindicaciones feministas, juntos hombres y mujeres tenemos que ir sin prejuicios a lo que dice la Biblia. Con ello se resuelve el machismo con lo que se cierra la brecha del enfrentamiento.


El principio de la autoridad reside en Dios porque Él es el Creador de todo. Al crear primero a Adán y de éste a Eva se establece el principio de la autoridad en la humanidad. Por creación Adán es la cabeza de Eva y por encima de ellos está Dios que delega en Adán la autoridad. La relación cabeza/subordinada se establece en el matrimonio que es la primera sociedad existente. Si impera la filosofía: cada uno con su opinión, se implanta la anarquía que equivale a desorden. ¿Qué es lo que prevalece en nuestros días: desorden por doquiera?


El apóstol Pablo con mucha delicadeza trata el tema de la autoridad en el matrimonio. Nos transporta al Edén antes de la presencia del pecado, diciendo: “Someteos unos a otros en el temor de Dios” (Efesios 5: 21). Desgraciadamente, hoy apenas despunta el temor de Dios. Por ello, el sometimiento mutuo de los esposos en el temor de Dios apenas puede darse. Sigue instruyendo el apóstol: “Esposas, someteos a vuestros maridos, como al Señor” (v. 22). El texto no enseña que la esposa tiene que someterse a la autoridad de cualquier hombre. La única cabeza a la que debe sujetarse es  la del marido.  Este texto desmantela el machismo. La cabeza de la mujer es el esposo que debe ejercer autoridad de la misma manera con que Cristo la ejerce en la iglesia: “Maridos amad a vuestras esposas, así como Cristo amó a la iglesia, y se entregó asimismo por ella” (v. 25). Las esposas cuyos maridos anhelan amarlas con el amor con que Cristo ama a su Iglesia jamás pretenderán emanciparse de unos maridos que quieren amarlas con amor indescriptible de Cristo. 

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