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Óscar Arce Ruiz

Vértigo

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La necesidad de poder es una parte esencial de la vida social humana y es también una de las facetas que más tendencia tenemos a esconder. No deja de ser curioso que la ‘voluntad de poder’ que describió Nietzsche sea hoy políticamente incorrecta.

En cualquier caso, no sería difícil encontrar ejemplos para ilustrar lo primarios en cuanto al poder que pueden llegar a ser los seres humanos.

Si bien entiendo la política como un campo más extenso que el que se circunscribe meramente al ámbito de los partidos, es ésta una parada obligatoria. Cuesta creer que un candidato a la presidencia del gobierno tenga una vocación filantrópica tan desmesurada que le empuje a querer ser presidente para mejorar tal o cual aspecto de la gestión de los recursos sociales.

Es evidente que el aspecto económico ha de tener algo que ver en todo esto. Pero, a diferencia de las compañías privadas en las que los puestos de mando pueden llegar a percibir unos beneficios estratosféricos, los representantes políticos no son de los más retribuidos en comparación.

Podría aducirse que existen otros privilegios, como la prestación de servicios a cambio de una fotografía conjunta (un puesto de prestigio irradia prestigio a quienes están cerca).

A pesar de lo anterior, no ha de ser una existencia fácil la del representante electo. La constante necesidad de pactos, coaliciones y conspiraciones que un candidato se ve obligado a establecer, esperando el momento justo de debilidad del líder para saltar al primer puesto, no son sino las mismas estrategias que otros candidatos planearán contra aquél cuando sea ya presidente.

A la presión del propio partido hay que sumar la de los grupos aspirantes al poder y la de la sociedad civil. Una presión excesiva por parte de alguno de estos tres grupos provoca situaciones paranoicas en el dominador, que deberá esforzarse por alcanzar de nuevo la concordia. Cuanto más clara esté la jerarquía desde el principio, menos esfuerzo será necesario para mantenerla.

Entonces, si visto desde esta perspectiva existen aspectos lo suficientemente adversos como para hacer desestimar la posibilidad (o al menos plantearse el abandono) de llegar a ser presidente del gobierno, parece evidente que lo que encontramos aquí es algo que tiene valor intrínseco (un bien en sí mismo, dirían algunos). Y es que, por encima del dinero, los privilegios -digamos- sociales y los quebraderos de cabeza, hay algo en el solo hecho de ser presidente que es deseable en sí mismo.

Ese algo es, en efecto, mirar las cosas desde la cúspide y no desde la base, lo que se conoce como ‘poder’. El poder, aunque cubierto de explicaciones eufemísticas, es en el ser humano una situación preferible. Utilicé el ejemplo del poder institucionalmente político aunque, como insinué más arriba, la extrapolación es fácil a casi cualquier situación cotidiana.

Se puede sacar al mono de la selva, pero no a la selva del mono.

Vértigo

Óscar Arce Ruiz
Óscar Arce
domingo, 12 de octubre de 2008, 03:24 h (CET)
La necesidad de poder es una parte esencial de la vida social humana y es también una de las facetas que más tendencia tenemos a esconder. No deja de ser curioso que la ‘voluntad de poder’ que describió Nietzsche sea hoy políticamente incorrecta.

En cualquier caso, no sería difícil encontrar ejemplos para ilustrar lo primarios en cuanto al poder que pueden llegar a ser los seres humanos.

Si bien entiendo la política como un campo más extenso que el que se circunscribe meramente al ámbito de los partidos, es ésta una parada obligatoria. Cuesta creer que un candidato a la presidencia del gobierno tenga una vocación filantrópica tan desmesurada que le empuje a querer ser presidente para mejorar tal o cual aspecto de la gestión de los recursos sociales.

Es evidente que el aspecto económico ha de tener algo que ver en todo esto. Pero, a diferencia de las compañías privadas en las que los puestos de mando pueden llegar a percibir unos beneficios estratosféricos, los representantes políticos no son de los más retribuidos en comparación.

Podría aducirse que existen otros privilegios, como la prestación de servicios a cambio de una fotografía conjunta (un puesto de prestigio irradia prestigio a quienes están cerca).

A pesar de lo anterior, no ha de ser una existencia fácil la del representante electo. La constante necesidad de pactos, coaliciones y conspiraciones que un candidato se ve obligado a establecer, esperando el momento justo de debilidad del líder para saltar al primer puesto, no son sino las mismas estrategias que otros candidatos planearán contra aquél cuando sea ya presidente.

A la presión del propio partido hay que sumar la de los grupos aspirantes al poder y la de la sociedad civil. Una presión excesiva por parte de alguno de estos tres grupos provoca situaciones paranoicas en el dominador, que deberá esforzarse por alcanzar de nuevo la concordia. Cuanto más clara esté la jerarquía desde el principio, menos esfuerzo será necesario para mantenerla.

Entonces, si visto desde esta perspectiva existen aspectos lo suficientemente adversos como para hacer desestimar la posibilidad (o al menos plantearse el abandono) de llegar a ser presidente del gobierno, parece evidente que lo que encontramos aquí es algo que tiene valor intrínseco (un bien en sí mismo, dirían algunos). Y es que, por encima del dinero, los privilegios -digamos- sociales y los quebraderos de cabeza, hay algo en el solo hecho de ser presidente que es deseable en sí mismo.

Ese algo es, en efecto, mirar las cosas desde la cúspide y no desde la base, lo que se conoce como ‘poder’. El poder, aunque cubierto de explicaciones eufemísticas, es en el ser humano una situación preferible. Utilicé el ejemplo del poder institucionalmente político aunque, como insinué más arriba, la extrapolación es fácil a casi cualquier situación cotidiana.

Se puede sacar al mono de la selva, pero no a la selva del mono.

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