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Javier Úbeda Ibáñez

El dilema antropológico

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La cuestión antropológica, siempre presente en la historia del pensamiento, constituye hoy un tema de creciente actualidad. ¿Quién es el hombre?, ¿qué es el hombre?: estas preguntas tantas veces formuladas a lo largo de los tiempos siguen siendo interrogantes abiertos y apasionantes, a las cuales se han dado y siguen dándose las respuestas más dispares. No sólo el pensador sino hasta el hombre de la calle siente a menudo la comezón de dar también su propia respuesta, impulsado por sus experiencias personales y el espectáculo que le ofrece la humanidad que le rodea.

¿Quién es el hombre?, ¿qué es el hombre? La respuesta a estos dos grandes interrogantes dista mucho de ser unánime. De ella dependen dos concepciones de la persona humana, que son la resultante a su vez de estas dos primeras y decisivas cuestiones previas: ¿es el hombre un ser espiritual y trascendente o tan sólo temporalidad y materia?; ¿es el hombre un ser creado -criatura- o tan sólo una partícula trivial y anónima del Cosmos?

Las consecuencias de la respuesta son inmensas. Un hombre que sea criatura se hallará necesariamente inserto en la obra de un Creador y en el orden de una Creación. En el origen del hombre-criatura se encontrará una inteligencia y una voluntad. Se trata de un ser que ha sido pensado y querido: pensado por la mente y querido por la voluntad de un Creador. Su existencia, obra del Autor de la vida, tendrá razón y sentido y se dirigirá hacia un fin. El hombre creado sabe, en definitiva, de dónde proviene y hacia dónde va.

Un hombre no creado sería fruto exclusivo del azar. Su existencia constituiría el resultado final de un interminable encadenamiento de casualidades, del cual habría que excluir a priori cualquier ordenación inteligente y voluntaria. Un hombre no creado sería un ser proyectado a la existencia por el antojo caprichoso de un destino ciego. La vida de este hombre carecería de razón y sentido: no sería hijo de nadie, pues nadie le habría concebido ni querido darle vida; procedería de la nada y a la nada se encaminaría, carente de fin. Su muerte -según la desoladora definición de Marx- no será sino una dura victoria de la especie sobre el individuo. Esta es la condición a la que ha de resignarse el hombre que rechaza la condición de criatura.

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Javier Úbeda Ibáñez es escritor.

El dilema antropológico

Javier Úbeda Ibáñez
Javier Úbeda
sábado, 26 de abril de 2008, 03:56 h (CET)
La cuestión antropológica, siempre presente en la historia del pensamiento, constituye hoy un tema de creciente actualidad. ¿Quién es el hombre?, ¿qué es el hombre?: estas preguntas tantas veces formuladas a lo largo de los tiempos siguen siendo interrogantes abiertos y apasionantes, a las cuales se han dado y siguen dándose las respuestas más dispares. No sólo el pensador sino hasta el hombre de la calle siente a menudo la comezón de dar también su propia respuesta, impulsado por sus experiencias personales y el espectáculo que le ofrece la humanidad que le rodea.

¿Quién es el hombre?, ¿qué es el hombre? La respuesta a estos dos grandes interrogantes dista mucho de ser unánime. De ella dependen dos concepciones de la persona humana, que son la resultante a su vez de estas dos primeras y decisivas cuestiones previas: ¿es el hombre un ser espiritual y trascendente o tan sólo temporalidad y materia?; ¿es el hombre un ser creado -criatura- o tan sólo una partícula trivial y anónima del Cosmos?

Las consecuencias de la respuesta son inmensas. Un hombre que sea criatura se hallará necesariamente inserto en la obra de un Creador y en el orden de una Creación. En el origen del hombre-criatura se encontrará una inteligencia y una voluntad. Se trata de un ser que ha sido pensado y querido: pensado por la mente y querido por la voluntad de un Creador. Su existencia, obra del Autor de la vida, tendrá razón y sentido y se dirigirá hacia un fin. El hombre creado sabe, en definitiva, de dónde proviene y hacia dónde va.

Un hombre no creado sería fruto exclusivo del azar. Su existencia constituiría el resultado final de un interminable encadenamiento de casualidades, del cual habría que excluir a priori cualquier ordenación inteligente y voluntaria. Un hombre no creado sería un ser proyectado a la existencia por el antojo caprichoso de un destino ciego. La vida de este hombre carecería de razón y sentido: no sería hijo de nadie, pues nadie le habría concebido ni querido darle vida; procedería de la nada y a la nada se encaminaría, carente de fin. Su muerte -según la desoladora definición de Marx- no será sino una dura victoria de la especie sobre el individuo. Esta es la condición a la que ha de resignarse el hombre que rechaza la condición de criatura.

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Javier Úbeda Ibáñez es escritor.

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Estamos fuertemente imbuidos, cada uno en lo suyo, de que somos algo consistente. Por eso alardeamos de un cuerpo, o al menos, lo notamos como propio. Al pensar, somos testigos de esa presencia particular e insustituible. Nos situamos como un estandarte expuesto a la vista de la comunidad y accesible a sus artefactos exploradores.

En medio de los afanes de la semana, me surge una breve reflexión sobre las sectas. Se advierte oscuro, aureolar que diría Gustavo Bueno, su concepto. Las define el DRAE como “comunidad cerrada, que promueve o aparenta promover fines de carácter espiritual, en la que los maestros ejercen un poder absoluto sobre los adeptos”. Se entienden también como desviación de una Iglesia, pero, en general, y por extensión, se aplica la noción a cualquier grupo con esos rasgos.

Acostumbrados a los adornos políticos, cuya finalidad no es otra que entregar a las gentes a las creencias, mientras grupos de intereses variados hacen sus particulares negocios, quizá no estaría de más desprender a la política de la apariencia que le sirve de compañía y colocarla ante esa realidad situada más allá de la verdad oficial. Lo que quiere decir lavar la cara al poder político para mostrarle sin maquillaje.

 
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