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Nos encerraron en nuestras casas durante semanas con sendos «estados de alarma» inconstitucionales. Nadie paga por ello. Nos impusieron el bozal permanente en espacios públicos a sanos y enfermos, contra el criterio de la OMS y de multitud de gobiernos a lo largo y ancho del planeta. Omiten explicaciones, y los más nos encogemos de hombros. Declaran también inconstitucional el «cierre del Congreso» al principio del show. Y aquí no pasa nada.
Una cantidad de conciudadanos ―aún no revelada― se quitó de en medio (que se suicidaron, vamos), sin que los mass media les hayan dedicado apenas tiempo, entregados como están a lo que mande la voz del amo. Estupendo. Inoculación a tropel con una sustancia a la que llaman vacuna, no siéndolo (diccionario en mano). Largas colas para recibir el pinchazo. Incoaron por cientos de millares expedientes sancionadores a quienes cumplían con celo la ley, mientras polis chulitos, macarras, o ambas cosas, extendían la papela con gesto entre mohíno y perverso. Cojonudo. Nos enemistaron entre vecinos, entre familiares, entre desconocidos ávidos de delatar a todo lo que se moviera sin mascarilla o con perro. Pero tranquilos, porque «de esta salimos más humanos». Sin comentarios.
¿Y ahora qué?
Pudiera parecer que esto se medio reconduce. O quizá ―hipótesis nada descartable― es que han decidido que el macroexperimento dio ya suficiente fruto como para aflojar la cuerda (menos PCR, y rebajamos el número de ciclos: objetivo cumplido), y visto que celebramos con algarabía juvenil el permiso para vernos de nuevo sonreír (o enseñar los colmillos, según la mala hostia del personal), sin expresar demasiadas reflexiones incómodas, pues ELLOS se permiten el lujo de darnos el pastelillo de colorines, para que cuando vuelva el pan mohoso nos sepa a gloria bendita. Y vendrá, si acaso no está ya aquí, cómodamente instalado entre nosotros, descojonándose de lo fácil que resulta doblegarnos con un cuento chino (la gracieta me salió sola). A partir de ahora, al menos ya sabemos que nos romperán las piernas sin motivo en un lúgubre callejón, y que saltaremos alborozados cuando nos subvencionen parte del coste de las muletas. ¡Ay!
Hemos aprendido multitud de nuevos términos: pandemia, reacción‑en‑cadena‑de‑la‑
Mucho me temo que salimos de esta igual de incultos, aunque infinitamente más aborregados. Unamos ambos parámetros, entendiendo la inevitable sinergia que ello conlleva, y obtendremos como resultado un panorama mitad desolador mitad deprimente… y acaso irreversible.
No les quepa duda: ahora ya pueden pasar ELLOS a la siguiente fase de SU plan, seguros de que si hemos tragado esta crisis social entre aplausos vespertinos, indolencia generalizada y encogimiento de hombros, mucho más no se puede esperar de una tribu que siempre llevó a gala su naturaleza «racional». ¿Se supone que la «racionalidad» era esto? Para una vez que la vida nos somete a examen general, este es el pírrico resultado. Bien, bien, bien…
¿Cuál es la siguiente fase de SU plan? Ni puta idea. Pero esto no pinta nada bien. Desde mi ateísmo moderado, rezo cada noche para que lo peor haya pasado. Y no me refiero a la «crisis sanitaria» (que nunca fue tal), al fin y al cabo mera excusa para acelerar proyectos poco o nada virtuosos.
Lo vamos viendo.
Al fin, el sistema educativo (aunque fundamentalmente lo es, o habría de serlo, de enseñanza-aprendizaje) está dentro de una dinámica social y en su transcurrir diario forja futuros ciudadanos con base en unos valores imperantes de los que es complicado sustraerse. Desde el XIX hasta nuestros días dichos valores han estado muy influenciados por la evolución de la ética económico-laboral, a la que Jorge Dioni López se refería afinadamente en un artículo.
Acaba de fallecer Joe Lieberman, con 82 años, senador estadounidense por Connecticut durante cuatro mandatos antes de ser compañero de Al Gore en el año 2000. Desde que se retiró en 2013 retomó su desempeño en la abogacía en American Enterprise Institute y se encontraba estrechamente vinculado al grupo político No Label (https://www.nolabels.org/ ) y que se ha destacado por impulsar políticas independientes y centristas.
Me he criado en una familia religiosa, sin llegar a ser beata, que ha vivido muy de cerca la festividad del Jueves Santo desde siempre. Mis padres se casaron en Santo Domingo, hemos vivido en el pasillo del mismo nombre, pusimos nuestro matrimonio a los pies de la Virgen de la Esperanza, de la que soy hermano, y he llevado su trono durante 25 años.
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