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Los del Vaticano, tampoco son milagreros

Con la suavidad de una rosa

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Cualquiera que lea en el libro de tres tomos de Andrés Vázquez de Prada sobre la biografía del fundador del Opus Dei el episodio de la rosa de Rialp y no sea milagrero, como yo tampoco lo soy, entenderá lo que voy a exponer en estas líneas.

El referido episodio consistió en que durante la guerra civil española, como todo el mundo sabe, en el lado republicano se mataba a los sacerdotes por el mero hecho de serlo, de modo que, además de por salvar el pellejo, si algún sacerdote quería ejercer su sacerdocio con un mínimo de libertad y la guerra le había pillado en zona republicana, lo que tenía que hacer era pasarse como pudiera a la zona nacional.

Eso es exactamente lo que le sucedía a San Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei, a quien la guerra había pillado en Madrid. Por eso es por lo que, junto con otros miembros del Opus Dei, planificaron huir a Andorra atravesando los Pirineos.

A San Josemaría se le planteaba un problema de conciencia que no dejó de martirizarle desde el primer momento de la escapada, ya que su madre viuda y sus hermanos se quedaban en Madrid mal atendidos si él, que era el cabeza de familia, huía a la otra España, vía Andorra.

Durante toda la escapada, que fue una odisea, San Josemaría estaba interiormente dividido porque le atenazaba la sospecha de que no estaba haciendo bien, aunque por otra parte, en el otro lado iba a poder hacer mucho bien, con su sacerdocio, a tanta gente.

La duda de conciencia llegó hasta los montes de Rialp, en pleno Pirineo, una de las noches de acampada en medio de marchas interminables y agotadoras. En aquel lugar, fue tal la zozobra que San Josemaría hubo un momento en que se echó a llorar desconsoladamente.

A la mañana siguiente, abandonó el grupo para dar un breve paseo por los alrededores. Al cabo de un rato volvió con una rosa de madera estofada y una sonrisa de oreja a oreja que dejó perplejos a los demás compañeros. Nadie supo exactamente qué había pasado. San Josemaría, sin desvelarlo, siempre sostuvo que aquello fue una caricia de la Virgen al verle acongojado. A partir de aquel episodio, San Josemaría no tuvo más ningún remordimiento de conciencia por dejar a su madre y hermanos en Madrid, siempre confió que no les pasaría nada, como de hecho así fue.

Nos trasladamos ahora a Córdoba, en uno de estos últimos años. El marido de una amiga mía muere en verano. Pasan unos meses y, ya en diciembre, un día sale mi amiga por la mañana al jardín de la casa y ve…una enorme rosa que ha crecido precisamente ese día y no el anterior ni el siguiente, en un tallo que el día anterior no apuntaba ningún capullo. Ese día era…el cumpleaños de su marido difunto, el primer cumpleaños que no estaba con ella.

Mi amiga me preguntó mi opinión sobre esto.

Ya he dicho que no soy milagrero. Me sobra con los milagros que narra el Evangelio, y si acaso, añado que también acepto los correspondientes a las causas de canonización porque me consta que quienes los estudian, es decir, los del Vaticano, tampoco son milagreros.

Por tanto, pienso que ni lo de la rosa de Rialp ni lo de mi amiga son milagros.

Pero sí señales.

No ser milagrero no quiere decir no ser profundamente sobrenatural. Soy, o al menos quiero ser, hombre de fe, y entiendo perfectamente estos signos, estas señales. Es Dios, que en medio de esta vida que muchas veces es rutinaria y plana, y a veces sórdida, nos dice: “¡Eh, que estoy aquí, que hay Cielo, que te espero, que te esperamos, que existe la vida eterna, la felicidad eterna, levanta el corazón, ten esperanza!”.

A mí cosas de estas me han pasado varias tras las muertes de mis padres, que me dejaron sumido en unas profundas tristezas. Estas señales son unos toques de Dios que de alguna manera nos viene a decir que nuestros seres queridos disfrutan ya con Él para siempre y que nos esperan. Y eso nos ayuda a sobrellevar la soledad, la vida. No ser milagrero no quiere decir sostener que Dios nos abandone a nuestra suerte.

Evidentemente, habrá quien en todas estas cosas no vea sino puras casualidades sin sentido. Tengo que reconocer que no puedo hacer nada por convencerles de mi postura ni por evitar que me vean como un iluso. ¡Qué le voy a hacer!

Con la suavidad de una rosa

Los del Vaticano, tampoco son milagreros
Antonio Moya Somolinos
viernes, 2 de octubre de 2015, 22:24 h (CET)
Cualquiera que lea en el libro de tres tomos de Andrés Vázquez de Prada sobre la biografía del fundador del Opus Dei el episodio de la rosa de Rialp y no sea milagrero, como yo tampoco lo soy, entenderá lo que voy a exponer en estas líneas.

El referido episodio consistió en que durante la guerra civil española, como todo el mundo sabe, en el lado republicano se mataba a los sacerdotes por el mero hecho de serlo, de modo que, además de por salvar el pellejo, si algún sacerdote quería ejercer su sacerdocio con un mínimo de libertad y la guerra le había pillado en zona republicana, lo que tenía que hacer era pasarse como pudiera a la zona nacional.

Eso es exactamente lo que le sucedía a San Josemaría Escrivá, fundador del Opus Dei, a quien la guerra había pillado en Madrid. Por eso es por lo que, junto con otros miembros del Opus Dei, planificaron huir a Andorra atravesando los Pirineos.

A San Josemaría se le planteaba un problema de conciencia que no dejó de martirizarle desde el primer momento de la escapada, ya que su madre viuda y sus hermanos se quedaban en Madrid mal atendidos si él, que era el cabeza de familia, huía a la otra España, vía Andorra.

Durante toda la escapada, que fue una odisea, San Josemaría estaba interiormente dividido porque le atenazaba la sospecha de que no estaba haciendo bien, aunque por otra parte, en el otro lado iba a poder hacer mucho bien, con su sacerdocio, a tanta gente.

La duda de conciencia llegó hasta los montes de Rialp, en pleno Pirineo, una de las noches de acampada en medio de marchas interminables y agotadoras. En aquel lugar, fue tal la zozobra que San Josemaría hubo un momento en que se echó a llorar desconsoladamente.

A la mañana siguiente, abandonó el grupo para dar un breve paseo por los alrededores. Al cabo de un rato volvió con una rosa de madera estofada y una sonrisa de oreja a oreja que dejó perplejos a los demás compañeros. Nadie supo exactamente qué había pasado. San Josemaría, sin desvelarlo, siempre sostuvo que aquello fue una caricia de la Virgen al verle acongojado. A partir de aquel episodio, San Josemaría no tuvo más ningún remordimiento de conciencia por dejar a su madre y hermanos en Madrid, siempre confió que no les pasaría nada, como de hecho así fue.

Nos trasladamos ahora a Córdoba, en uno de estos últimos años. El marido de una amiga mía muere en verano. Pasan unos meses y, ya en diciembre, un día sale mi amiga por la mañana al jardín de la casa y ve…una enorme rosa que ha crecido precisamente ese día y no el anterior ni el siguiente, en un tallo que el día anterior no apuntaba ningún capullo. Ese día era…el cumpleaños de su marido difunto, el primer cumpleaños que no estaba con ella.

Mi amiga me preguntó mi opinión sobre esto.

Ya he dicho que no soy milagrero. Me sobra con los milagros que narra el Evangelio, y si acaso, añado que también acepto los correspondientes a las causas de canonización porque me consta que quienes los estudian, es decir, los del Vaticano, tampoco son milagreros.

Por tanto, pienso que ni lo de la rosa de Rialp ni lo de mi amiga son milagros.

Pero sí señales.

No ser milagrero no quiere decir no ser profundamente sobrenatural. Soy, o al menos quiero ser, hombre de fe, y entiendo perfectamente estos signos, estas señales. Es Dios, que en medio de esta vida que muchas veces es rutinaria y plana, y a veces sórdida, nos dice: “¡Eh, que estoy aquí, que hay Cielo, que te espero, que te esperamos, que existe la vida eterna, la felicidad eterna, levanta el corazón, ten esperanza!”.

A mí cosas de estas me han pasado varias tras las muertes de mis padres, que me dejaron sumido en unas profundas tristezas. Estas señales son unos toques de Dios que de alguna manera nos viene a decir que nuestros seres queridos disfrutan ya con Él para siempre y que nos esperan. Y eso nos ayuda a sobrellevar la soledad, la vida. No ser milagrero no quiere decir sostener que Dios nos abandone a nuestra suerte.

Evidentemente, habrá quien en todas estas cosas no vea sino puras casualidades sin sentido. Tengo que reconocer que no puedo hacer nada por convencerles de mi postura ni por evitar que me vean como un iluso. ¡Qué le voy a hacer!

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