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Se supone que se juega para divertirse. Ahora lo que prima es ganar o perder

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Los mayores gozamos de una gran oportunidad de dedicarnos a compartir juegos con los más pequeños de la casa. La variedad de los mismos ha ido creciendo a lo largo de los años y convirtiendo las actividades lúdicas en una especie de master en tecnología digital y en el manejo de la cibernética avanzada.


Sigo viviendo en el mismo espacio geográfico en el que se desarrolló mi infancia. Entonces no había apenas radio y ninguna televisión. Nuestros juegos consistían en hacernos carritos con los corchos de los copos. Cortar cañas de “palodú” y bañarnos en las albercas de las cercanas huertas. Por supuesto las cuatro o cinco horas de playa, las bicis por la tarde y algún partido de futbol al anochecer ¡en la carretera!


No se había disparado aun la lucha por ganar o por no perder. Se jugaba para divertirse, no para obtener medallas. El mandato olímpico de “más alto, más lejos, más rápido”, amén de más goles, se ha ido incrustando en los segmentos de población cada vez más jóvenes.


Esa ansia por ganar ha creado una cantidad de niños infelices porque no poseen las cualidades o la habilidad de otros. Se advierte una exacerbada competitividad en cuanto se juega a algo o colectivo. O una excesiva obsesión por el “paso de pantallas” en las dichosas tablets. El juego se ha convertido en una constante presencia ante las “maquinitas” y una búsqueda de nuevas sensaciones a través de la realidad virtual.


Tengo la oportunidad de compartir horas con mis nietos pequeños. Seguimos haciendo agujeros en la playa y construyendo castillos inverosímiles. Lanzando piedras planas para que boten en el agua o intentando adivinar el color de los coches que cruzan por delante de nuestra casa.


Los niños prefieren que juegues con ellos a que le compres juguetes. Cada vez que van al “chino” de la esquina se hacen de un nuevo cochecito que no se puede comparar al que les fabricas con una caja de cartón y una cuerda. Disfrutan más con una “cabaña” que le construya la abuela con dos sillas y una sábana, que con una tienda de campaña con aire acondicionado.


Los niños quieren ser felices. Cuando les incitamos a ser mejor que los otros les creamos un estrés innecesario. Me apunto a hacer castillos en la arena.

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Se supone que se juega para divertirse. Ahora lo que prima es ganar o perder
Manuel Montes Cleries
jueves, 19 de agosto de 2021, 14:00 h (CET)

Los mayores gozamos de una gran oportunidad de dedicarnos a compartir juegos con los más pequeños de la casa. La variedad de los mismos ha ido creciendo a lo largo de los años y convirtiendo las actividades lúdicas en una especie de master en tecnología digital y en el manejo de la cibernética avanzada.


Sigo viviendo en el mismo espacio geográfico en el que se desarrolló mi infancia. Entonces no había apenas radio y ninguna televisión. Nuestros juegos consistían en hacernos carritos con los corchos de los copos. Cortar cañas de “palodú” y bañarnos en las albercas de las cercanas huertas. Por supuesto las cuatro o cinco horas de playa, las bicis por la tarde y algún partido de futbol al anochecer ¡en la carretera!


No se había disparado aun la lucha por ganar o por no perder. Se jugaba para divertirse, no para obtener medallas. El mandato olímpico de “más alto, más lejos, más rápido”, amén de más goles, se ha ido incrustando en los segmentos de población cada vez más jóvenes.


Esa ansia por ganar ha creado una cantidad de niños infelices porque no poseen las cualidades o la habilidad de otros. Se advierte una exacerbada competitividad en cuanto se juega a algo o colectivo. O una excesiva obsesión por el “paso de pantallas” en las dichosas tablets. El juego se ha convertido en una constante presencia ante las “maquinitas” y una búsqueda de nuevas sensaciones a través de la realidad virtual.


Tengo la oportunidad de compartir horas con mis nietos pequeños. Seguimos haciendo agujeros en la playa y construyendo castillos inverosímiles. Lanzando piedras planas para que boten en el agua o intentando adivinar el color de los coches que cruzan por delante de nuestra casa.


Los niños prefieren que juegues con ellos a que le compres juguetes. Cada vez que van al “chino” de la esquina se hacen de un nuevo cochecito que no se puede comparar al que les fabricas con una caja de cartón y una cuerda. Disfrutan más con una “cabaña” que le construya la abuela con dos sillas y una sábana, que con una tienda de campaña con aire acondicionado.


Los niños quieren ser felices. Cuando les incitamos a ser mejor que los otros les creamos un estrés innecesario. Me apunto a hacer castillos en la arena.

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