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Película-roca que arrastra hacia lo profundo, un fondo del mar en que se mueven certezas y palabras

Lost Boys

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Lost boys poster

Lost boys (Atlántida Film Fest, Filmin) empieza sin rodeos, directa al grano, o a la vena: una aguja entra en un brazo, la sangre sale, la droga entra. A lo largo del metraje lo veremos decenas de veces, los brazos de Jani y Antti son los paisajes de piel blanca y tatuajes que nos guiarán por esta historia de placer, angustia y muerte, que empieza y acaba en el cuerpo como portal entre realidades. ¿Se puede sentir el mundo de otra manera? ¿Cómo se huye hacia dentro? ¿Cómo se vive en el límite?


En el documental nos lleva de la mano Joonas: su cámara nos introduce en las habitaciones baratas que él y sus dos amigos alquilan en Bangkok, muy lejos de su gélida Finlandia natal, muy cerca en cambio del sueño templado del Sureste asiático, por el que circulan, mientras el dinero abunda, prostitutas jóvenes y narcóticos à volonté. No es la primera vez que Joonas filma a sus compañeros de viaje. En 2010 estrenaba, y era premiada en Locarno, Reindeerspotting, su ópera prima con los mismos personajes y temática: la relación de una generación joven en Finlandia con las drogas duras. Joonas nos permite mirar por una rendija que nos ha sido abierta desde dentro de la espiral: nos empapamos de la fascinación que nos trasmite por los rituales de Jani y Antti mientras contenemos nuestro miedo en algún recoveco de las tripas, parapetados tras nuestra pantalla en el hogar.


Joonas es un yonki y un voyeur. También lo somos nosotros, que consumimos la película como si de una raya de hora y media se tratara. No podemos dejar de mirar, no podemos dejar de abrir una puerta en nuestro interior para permitir que su sustancia nos intoxique y nos haga temblar. ¿Acaso el cine no es una forma de sentir de otra manera?¿De huir hacia dentro? ¿De vivir en el límite de una pantalla a través de los cuerpos de otros?


La trama se complica. Joonas vuelve a casa con el billete de regreso previsto pero Jani y Antti deciden seguir viajando hasta Camboya. Poco después, Joonas se entera de que han encontrado el cuerpo de Jani, oficialmente un suicidio, y que Antti ha desaparecido. Viaja de vuelta al lugar e inicia una investigación por los bajos fondos tailandeses y camboyanos, manteniendo la calma entre proxenetas y asesinos, ingeniándoselas para seguir grabando en condiciones donde una cámara podría detonar la pólvora que se huele en el ambiente, haciendo de muchas de las ficciones de violencia y drogas —como las que Gaspar Noé acostumbra a traernos envueltas en muy francesas campañas de márketing—, poco más que papel de aluminio para el chute de realidad que Lost boys nos inyecta.


Pero hay más que el testimonio, más que las imágenes de impacto, que el voltaje de las emociones de personajes fuera de control. Más que las etiquetas de neo-noir y cine de terror. Lost boys es una película de duelo que escarba en el dolor y en la culpa y no ceja hasta que encuentra una verdad que, aunque sombría, deviene, irónicamente, una forma cinematográfica de salir de la oscuridad.


Película-roca que arrastra hacia lo profundo, un fondo del mar en que se mueven certezas y palabras, ésas que el narrador de la voz en off, Pekka Stranga, susurra desde alguna celda metálica en el oído. Palabras que Joonas escribe desde la cárcel cuando es condenado por tráfico de drogas en mitad del proceso de hacer la película y que enlazan el viaje y la celda a través de las resonancias de la prisión interior, los vacíos de los que el frenesí de libertad y los espitosos viajes por el mundo no logran huir. El hundimiento, la asfixia y la redención, construyen el tempo de un montaje sólido (que firman el co-director Sadri Cetinkaya y Venla Varha), que logra la difícil tarea de reunir los materiales de Neuvonen con nuevos planos de ambiente en un solo flujo sin disrupciones, narrativamente poderoso y genuinamente devastador. Quizás unos de los momentos culminantes son las conversaciones con Thi y Lee Lee, dos prostitutas a las que Joonas pregunta sobre la muerte de Jani capaces de deslizarse de la extrema sinceridad al juego de disfraces, cautivando con sus verdades ahumadas por el cristal, el dolor y el dinero.


Esta película permanecerá dentro de mí en el tiempo. Sé que volveré a ella. Tardaré días en poder eliminarla de la sangre de mi cuerpo y visitarla no solo con las tripas . Creo que hay gente a quien ver esta película le hace sentir, una vez se termina, segura al amparo de su casa y de su vida fuera de las pulsiones brutales de Jani, Antti y Joonas. A mí me hace preguntarme cuánto riesgo hay que asumir para destilar eso de la vida que no se puede explicar. Qué manera hemos elegido para vivir y qué otras vidas pudimos vivir y no vivimos. Dónde y porqué hemos puesto los límites.

Lost Boys

Película-roca que arrastra hacia lo profundo, un fondo del mar en que se mueven certezas y palabras
Ana Rodríguez
martes, 17 de agosto de 2021, 14:25 h (CET)

Lost boys poster

Lost boys (Atlántida Film Fest, Filmin) empieza sin rodeos, directa al grano, o a la vena: una aguja entra en un brazo, la sangre sale, la droga entra. A lo largo del metraje lo veremos decenas de veces, los brazos de Jani y Antti son los paisajes de piel blanca y tatuajes que nos guiarán por esta historia de placer, angustia y muerte, que empieza y acaba en el cuerpo como portal entre realidades. ¿Se puede sentir el mundo de otra manera? ¿Cómo se huye hacia dentro? ¿Cómo se vive en el límite?


En el documental nos lleva de la mano Joonas: su cámara nos introduce en las habitaciones baratas que él y sus dos amigos alquilan en Bangkok, muy lejos de su gélida Finlandia natal, muy cerca en cambio del sueño templado del Sureste asiático, por el que circulan, mientras el dinero abunda, prostitutas jóvenes y narcóticos à volonté. No es la primera vez que Joonas filma a sus compañeros de viaje. En 2010 estrenaba, y era premiada en Locarno, Reindeerspotting, su ópera prima con los mismos personajes y temática: la relación de una generación joven en Finlandia con las drogas duras. Joonas nos permite mirar por una rendija que nos ha sido abierta desde dentro de la espiral: nos empapamos de la fascinación que nos trasmite por los rituales de Jani y Antti mientras contenemos nuestro miedo en algún recoveco de las tripas, parapetados tras nuestra pantalla en el hogar.


Joonas es un yonki y un voyeur. También lo somos nosotros, que consumimos la película como si de una raya de hora y media se tratara. No podemos dejar de mirar, no podemos dejar de abrir una puerta en nuestro interior para permitir que su sustancia nos intoxique y nos haga temblar. ¿Acaso el cine no es una forma de sentir de otra manera?¿De huir hacia dentro? ¿De vivir en el límite de una pantalla a través de los cuerpos de otros?


La trama se complica. Joonas vuelve a casa con el billete de regreso previsto pero Jani y Antti deciden seguir viajando hasta Camboya. Poco después, Joonas se entera de que han encontrado el cuerpo de Jani, oficialmente un suicidio, y que Antti ha desaparecido. Viaja de vuelta al lugar e inicia una investigación por los bajos fondos tailandeses y camboyanos, manteniendo la calma entre proxenetas y asesinos, ingeniándoselas para seguir grabando en condiciones donde una cámara podría detonar la pólvora que se huele en el ambiente, haciendo de muchas de las ficciones de violencia y drogas —como las que Gaspar Noé acostumbra a traernos envueltas en muy francesas campañas de márketing—, poco más que papel de aluminio para el chute de realidad que Lost boys nos inyecta.


Pero hay más que el testimonio, más que las imágenes de impacto, que el voltaje de las emociones de personajes fuera de control. Más que las etiquetas de neo-noir y cine de terror. Lost boys es una película de duelo que escarba en el dolor y en la culpa y no ceja hasta que encuentra una verdad que, aunque sombría, deviene, irónicamente, una forma cinematográfica de salir de la oscuridad.


Película-roca que arrastra hacia lo profundo, un fondo del mar en que se mueven certezas y palabras, ésas que el narrador de la voz en off, Pekka Stranga, susurra desde alguna celda metálica en el oído. Palabras que Joonas escribe desde la cárcel cuando es condenado por tráfico de drogas en mitad del proceso de hacer la película y que enlazan el viaje y la celda a través de las resonancias de la prisión interior, los vacíos de los que el frenesí de libertad y los espitosos viajes por el mundo no logran huir. El hundimiento, la asfixia y la redención, construyen el tempo de un montaje sólido (que firman el co-director Sadri Cetinkaya y Venla Varha), que logra la difícil tarea de reunir los materiales de Neuvonen con nuevos planos de ambiente en un solo flujo sin disrupciones, narrativamente poderoso y genuinamente devastador. Quizás unos de los momentos culminantes son las conversaciones con Thi y Lee Lee, dos prostitutas a las que Joonas pregunta sobre la muerte de Jani capaces de deslizarse de la extrema sinceridad al juego de disfraces, cautivando con sus verdades ahumadas por el cristal, el dolor y el dinero.


Esta película permanecerá dentro de mí en el tiempo. Sé que volveré a ella. Tardaré días en poder eliminarla de la sangre de mi cuerpo y visitarla no solo con las tripas . Creo que hay gente a quien ver esta película le hace sentir, una vez se termina, segura al amparo de su casa y de su vida fuera de las pulsiones brutales de Jani, Antti y Joonas. A mí me hace preguntarme cuánto riesgo hay que asumir para destilar eso de la vida que no se puede explicar. Qué manera hemos elegido para vivir y qué otras vidas pudimos vivir y no vivimos. Dónde y porqué hemos puesto los límites.

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