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Mitos y leyendas del México prehispánico

Francisco Cano Carmona
miércoles, 26 de agosto de 2015, 22:00 h (CET)
México es una tierra que cautiva nuestros sentidos y nuestra imaginación por sus paisajes, sus recursos, su gente y su cultura. Desde hace siglos, diferentes mundos se han mezclado en una tierra que despierta entre los españoles todo tipo de ensoñaciones e imágenes, y que nos recuerda, en no pocas ocasiones, el esplendor del imperio perdido.

Pero mucho antes de que los españoles llegaran a México y lo sometieran, las culturas nativas desarrollaron, a la sombra de la religión dominante, una serie de mitos y cuentos que, con mayor o menor fortuna, han llegado hoy hasta nosotros. Estos son algunos de ellos.

El conejito de la luna
Los mitos nos explican por qué el mundo es como es y no de otro modo, además de enseñarnos el modo de vida que los humanos, inferiores a dioses y semidioses, debemos adoptar para contentar a los creadores. Este cuento tiene la primera finalidad.

Cuentan que tras la creación del mundo, el poderoso dios Quetzalcóatl descendió a la tierra y paseó durante días por ella. Descendió a los abismos, se embelesó con amaneceres y atardeceres, recorrió los desiertos y los amplios valles que bordean las altas montañas; y, tras mucho caminar, se encontró hambriento. Como no encontraba el alimento de los dioses, se sentó triste sobre una piedra hasta que un conejo que por allí pasaba, viéndolo tan triste y hambriento, le ofreció su carne como alimento. Dice la leyenda que el dios, conmovido y agradecido, elevó al animal a la luna, y de ahí que su sombra asemeje a la del roedor.

La paloma torcaz
En esta ocasión, una leyenda nos invita a conmovernos por el amor imposible entre dos jóvenes: un príncipe cazador y una joven del bosque.

Un apuesto y valiente príncipe guerrero fue una ocasión a cazar y halló a una joven tan bella como todos sus tesoros. Se enamoró perdidamente de ella y, durante muchos meses, estuvo yendo a las proximidades del lago donde la había encontrado; pero no había suerte. Así, desesperado, el joven acudió a una hechicera que le aseguró que la única forma de volver a ver a su amada era aceptando convertirse en paloma.

Éste aceptó y, tras recibir el encantamiento merced a una espina clavada en el cuello, voló raudo de nuevo al lago donde, finalmente, vio a la joven. La chica, al ver a la paloma con la espina clavada, quiso ayudarla y retirarle aquel trozo de metal, pero al retirarle la espina, provocó la muerte de la paloma. Entristecida por aquella muerte, la joven se clavó ella misma la espina y al punto se transformó en paloma, que sigue volando hoy mientras llora la muerte del joven guerrero.

La leyenda del maíz
En esta ocasión los hambrientos eran los seres humanos, que no hallaban en la tierra comida para saciar su hambre y calmar el llanto de los bebés.

Así, cuenta la historia que, tras implorar y llorar a los dioses, tras cientos de ofrendas y sacrificios, los dioses determinaron que debían separa las montañas que impedían a los hombres moverse por toda la creación en busca de alimento. Pero las grandes moles de roca y piedra eran demasiado pesadas incluso para los entes celestiales, por lo que el dios Quetzalcóatl, conmovido, bajó a la tierra a ayudar a la humanidad. Se transformó en hormiga negra y, con la ayuda de una hormiga roja, cruzó las altas cumbres heladas hasta los valles donde crecía el maíz, cuyo grano llevó a los hombres, que aprendieron a cultivarlo y ya nunca más volvieron a pasar hambre.

La leyenda del Sol y la Luna
Seguimos con otra explicación al mundo. Esta vez, las culturas prehispánicas explican así el nacimiento del Sol y de la Luna.

Cuenta la leyenda que, habiendo creado el universo, los dioses se reunieron para decidir quién iluminaría la Tierra. Tecuciztécatl, uno de los dioses presentes, afirmó con arrogancia que sería él quien lo iluminaría. Todos los presentes aceptaron de buen grado, pero se necesitaba a alguien que complementara tal tarea y al no ofrecerse alguien más, los dioses eligieron a Nanahuatzin, un dios modesto y callado. El día del sacrificio llegó y ambos debían arrojarse al fuego para completar el proceso. El orgulloso Tecuciztécatl dudó en arrojarse al fuego, lo intentó varias veces pero no se decidía, por lo que los demás dioses le pidieron a Nanahuatzin que lo intentase, éste caminó decidido hacia el fuego y, sin pensarlo, entregó su cuerpo. Tecuciztécatl, avergonzado por sentir miedo, se arrojó inmediatamente después de Nanahuatzin. Y así, en el mismo orden en que se arrojaron, aparecieron ambos dioses en el cielo, convertidos en el Sol y la Luna.

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