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Ezequiel, ángel profético, hereditario

Ángel Sáez
Ángel Sáez
viernes, 24 de agosto de 2007, 06:24 h (CET)
“Siempre creí que íbamos a ser inseparables, pero la vida debe de saber algo que nosotros no sabemos”. Carlos Ruiz Zafón

Siendo una niña de corta edad, la actual y núbil princesa heredera, Lisomar, vivió durante algún tiempo creyendo, a pies juntillas, que el cosmos terminaba a las puertas de la corte; que, allende los ríos Orbe y Urbe, que venían a aislar prácticamente el reino de Duelta, el mundo, inmundo, se deshacía ora en oscuridades, ora en lenguas de fuego. La princesa había colegido, destilado o extraído dicha verdad (provisional, menos mal; con el transcurso implacable del tiempo, convenientemente refutada y superada) de un sueño falsamente profético que tuvo, precisamente, el mismo día que cumplió seis años.

En sus excursiones oníricas, Lisomar veía el pasado a la izquierda y el futuro a la derecha de la panorámica. El ser asiduo por antonomasia en sus sueños se llamaba Ezequiel. Era un ángel extraordinario, pues solía ir siempre vestido, cubierto, calzado y alado de negro, y se hacía acompañar de Pegasus, un corcel de idéntico color al de su jinete y asimismo alado, que acostumbraba a bufar, en lugar de los resoplidos normales, rayos y centellas. Ezequiel, a quien en todo momento identifiqué con el sobrenombre o apodo pintiparado de “El Zorro” (nunca aduje o formulé la razón incontrovertible e incuestionable de todo lo referido o tocante a ello, porque quienquiera que se acercó al asunto y/o allega al caso de marras reconoció y acepta sin ambages que el alias no sólo le cuadraba, sino que todavía le va que ni pintado, como alianza al anular), tenía la virtud divina de la omnisciencia. Y, así, le había predicho con tino el día y la hora en la que tendría su primera menstruación y la fecha concreta, exacta, en la que el hijo, Bufón, de un saltimbanqui, Burlón, quienes habitualmente andaban en comandita de sendos monos tití al hombro, le rasgó el himen a la titi, quiero decir, la desvirgó.

También, durante otro sueño, Ezequiel le reveló el sitio insospechado, lugar jamás imaginado por ella, donde su señora y señera madre, la reina Solimar, escondía y guardaba las epístolas que, desde hacía un par de décadas, por lo menos, le remitía cada mes su ardiente enamorado, el mismísimo rey Gelán, quien, con ocasión de los esponsales de la reina con el rey Idom, habiendo sido invitado a los tales y tras coger una cogorza como una seo el contrayente, le abrió de par en par las puertas y las ventanas del paraíso a Solimar.

Ezequiel tuvo a bien anunciarle con antelación a la princesa Lisomar lo mismo que, años atrás, juzgó oportuno adelantarle, por idéntico procedimiento, otro sueño, a su madre, que sólo conocería el verdadero Amor en los exclusivos brazos de un hombre casi siempre alejado, ausente, ergo, que no sería en los de su esposo; y que dicha fatalidad le produciría una desazón crónica, que las misivas mensuales de su amado sólo lograrían atenuar o mitigar en parte.

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No se refiere la expresión “terruño” solo a lo que el término denota, en su acepción como espacio físico que nos vio nacer o crecer, sino, asimismo, yendo más allá, al “gueto” metafórico que muchas veces vamos construyendo en nuestra mente como amparo frente la fragilidad, reconocida o no, que nos caracteriza.

Aunque a veces nos encontramos acoquinados por las estrecheces, en las andanzas diarias registramos un sinfín de impresiones con curiosas repercusiones sobre aquello que entendemos de la vida; como es natural, se trata de experiencias individuales intransferibles.

Una cosa es la vida y cosa distinta la existencia, y cualquiera de nosotros sabe que lo primero es algo objetivo, como neutral. Lo segundo un atrevimiento, lo subjetivo, es decir, un querer lanzarse escalera abajo pero con contención y bajando dignamente, como explicaba don Torcuato Luca de Tena en 1958 en su libro “Edad prohibida”.

 
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