Tardes de calor y Tour. Llegué a ellas cuando Indurain, “el extraterrestre”, ganaba el último de sus cinco rondas galas. Me contaban, entonces, como mi abuelo pasaba siestas estivales animando, envuelto por el sofoco malagueño, a hombres que hoy me suenan a leyendas.
Transité por arcenes, de tresillos sudorosos, dormitando por las etapas llanas, soñando por las montañas pirenaicas y alpinas. Aprendí de la mano de maestros, como el gran Perico Delgado, “el loco de los Pirineos”, términos extraños como; “pájara”, “abanico”, “repecho”, o el bonito verbo “serpentear”.
Contemplé extasiado, como si viera a Homero recitarme la Iliada, inmensas batallas épicas entre dioses todopoderosos e inmortales y héroes que dejaban su último suspiro en cada pedalada e, inconscientemente, volvían, ataque tras ataque, montaña tras montaña, ha confirmar el destino trágico de todo héroe desde la antigua hélade ; el destino de morir en la lucha, derrotado solo cuando el cuerpo no soporta la fuerza del corazón, dejando en las retinas, de los que somos simples hombres, lecciones de coraje que dignifican la siempre triste condición de ser humano.
Uno de estos héroes era Claudio Chiapucci. No tuvo que ser el mejor, le bastó con ser el más valiente, el más épico, el más heroico. Poco le importaba saber que Indurain acabaría derrotándolo en la clasificación general, lo más importante era atacar en cualquier ocasión, en cuanto el alquitrán decorado de tizas empezara a despuntar hacia el cielo. Sabía que la grandeza de este deporte radica en desafiar a los adversarios, a la naturaleza, y a tu propio cuerpo, con las únicas armas del valor, del coraje y del ansia de gloria. Y así conquistó el corazón de los aficionados; luchando, atacando hasta la extenuación, aún cuando esto constituyera su muerte, deportiva se entiende.
Otros héroes griegos del presente si alcanzaron la verdadera muerte. A unos los mató el destino y la mala suerte en tristes carreras prescindibles, a otros los mataron frías máquinas infernales que no entienden de honor ni de gloria y que no soportan que podamos vivir sin sus elevalunas eléctricos.
Otros fueron los que murieron por el vil metal, caballero poderoso, cáncer del deporte, que convierte lo irrepetible en cotidiano, lo grande en lodo y, a los deportistas, en politoxicómanos.