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Ángel Antonio Herrera viene elevando la crónica social a estadios de alta literatura

​Colorín literaturizado, este cuento no ha acabado

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Tiene un libro de epístolas Herrera, “Cartas de ajuste” (Belacqva, 2003), en el que remite misivas a distintas gentes del famoseo patrio (patrimoniales y allegadas) siguiendo una alfabético-onomástica lógica, esto es, los sitúa en el índice en el orden alfabético a que los aboca la inicial de sus respectivos nombres de pila o apelativos. He de reconocer que lo adquirí en una librería de viejo el otro día no habiendo acudido expresamente a por él, ya que lo vi de soslayo y, ya siendo rendido admirador tanto de la poesía como del articulismo de Herrera, cabía en mi intención seguir contribuyendo a engrosar el catálogo propio con volúmenes de la autoría del susodicho.

Le pega duro al género epistolar nuestro escritor, pese a reconocer que no ha sido precisamente tal formato en el que más se ha desempeñado, no obstante lo que hace en puridad es lo mismo que en otros de sus artículos (o en sus textos por él mismo leídos en el programa del gran Arús) solo que aquí orienta sus filosas consideraciones directamente hacia el tú a quien van dirigidas en cada caso.

Me recuerda no poco este libro, brotado en principio para su enunciación, pieza a pieza, en un programa matinal de televisión y acomodado para su divulgación impresa, a otro libro de Francisco Umbral: “Crónica de esa guapa gente”, en el que su autor disecciona profunda y eufónicamente a los más variopintos personajes de la comedia patria. Herrera, no en vano, emplea aquí en ocasiones giros del maestro, además de ahormar con pericia la alta literatura a lo pedestre y “patiovecinal” propio del universo cuché. De hecho no son pocos los hallazgos literarios que cual frutos silvestres brotan por entre la fragante fronda prosística herreriana.

También porta genes nuestro escritor de la escuela ramoniana, pues nos obsequia de cuando en cuando una suerte de greguerías, si bien menos universalizantes que las de Gómez de la Serna y más apegadas al pelaje concreto de ciertas cultivadas perlas, esas objeto de sus escrutinios.

Me gusta mucho el capítulo dedicado a la ya olvidada Daniela Cardone; en él apunta: “O sea, que eras y eres mujer de liguero, que es cosa, ornato, delicia que hace más aristocráticas las piernas de una mujer” (pp. 53-54). Y sigue, en lo que es dar una vuelta de tuerca a una expresión manida y, al tiempo, obrar un cierto alarde paródico: “enseñando el muslo con mucho lujo de liguero” (p. 54). Son encandiladoras las formas de manipular lúdicamente el lenguaje en que Herrera se maneja. Véanse algunos pasajes irónico-sarcásticos: cuando le dice al exmarido de Norma Duval: “desde siempre has estado ahí, como Paquirrín o La Cibeles” (p. 115), o cuando le espeta a Marlene Morreau: “juegas a ser boba como nadie, algo que les suele salir del alma a las macizas” (p. 123), o cuando le recuerda a Marujita Díaz: “me montó usted una bronca de Mercamadrid, hora punta” (p. 127).

Filtra Ángel Antonio Herrera en este volumen todo ese caudal proveniente de los mentideros del colorín en pos de obrar algo literariamente legítimo, y a fe que en algunos pasajes lo logra. Y, por otra parte, asimismo, hace una cierta historiografía del petardeo. Si Unamuno apuntaba aquello de que la “intrahistoria” era la historia de todas aquellas persona sin historia, podríamos decir que Herrera aquí elaboraría una especie de “infra-historia”, o sea, la historia de aquellos personajes con eco mediático más por comparecer de formas no muy edificantes en la mayor parte de los casos que por aportar algún valor, con salvedades, claro, como Rocío Jurado, precipitada tantas veces, y no siempre por su culpa, a ciertos cenagales impropios de la grandísima artista que fue.

También cabe destacar que del prólogo del libro, obra también del propio Herrera, se entresacan interesantes claves, como cuando afirma que de las mujeres, más que escribiéndoles cartas, se ha “curado siempre escribiendo un poema, o incluso un libro de poemas” (p. 13), cosa que se percibe sobre todo en su poesía primera. También escribe: “suelo entrar a matar con la dinamita de la metáfora o el estoque del adjetivo” (p. 14); esto último se ve en el empleo del neológico adjetivo sustantivado “prehistofolclóricas”. Y lo de la aniquiladora metáfora lo vemos, por ejemplo cuando se refiere a los nietos de Franco como “una retahíla de nietos con más trampas que los bosques de Alaska” (p. 35). Al conjunto que engrosa el libro se refiere como “un coro de populares de la aldea global del cotilleo” (p. 15). Un entramado complejo y contradictorio es, en definitiva, el que obra nuestro autor, el cual quedaría perfectamente condensado en la siguiente oración: “Los de la prensa del corazón no tenemos corazón” (p. 140), que supone retóricamente una cohabitación, esto es, una antítesis consistente en la convivencia de contrarios en un mismo elemento. Curiosamente, el órgano vital que da metafóricamente nombre a esa prensa dedicada al chisme no suele ser moneda de cambio habitual en tal sector (aludido de manera genitiva asimismo metafóricamente). Quizá por eso Ángel Antonio Herrera se halle cómodo en esta parcela del periodismo, porque es posible jugar con las contradicciones, tan barrocas, que en él se dan; no en vano, Quevedo, citado por cierto en este libro hasta en tres ocasiones, gustaba de hacer alta literatura con lo ínfimo y a la inversa.

​Colorín literaturizado, este cuento no ha acabado

Ángel Antonio Herrera viene elevando la crónica social a estadios de alta literatura
Diego Vadillo López
martes, 9 de junio de 2020, 09:06 h (CET)

Tiene un libro de epístolas Herrera, “Cartas de ajuste” (Belacqva, 2003), en el que remite misivas a distintas gentes del famoseo patrio (patrimoniales y allegadas) siguiendo una alfabético-onomástica lógica, esto es, los sitúa en el índice en el orden alfabético a que los aboca la inicial de sus respectivos nombres de pila o apelativos. He de reconocer que lo adquirí en una librería de viejo el otro día no habiendo acudido expresamente a por él, ya que lo vi de soslayo y, ya siendo rendido admirador tanto de la poesía como del articulismo de Herrera, cabía en mi intención seguir contribuyendo a engrosar el catálogo propio con volúmenes de la autoría del susodicho.

Le pega duro al género epistolar nuestro escritor, pese a reconocer que no ha sido precisamente tal formato en el que más se ha desempeñado, no obstante lo que hace en puridad es lo mismo que en otros de sus artículos (o en sus textos por él mismo leídos en el programa del gran Arús) solo que aquí orienta sus filosas consideraciones directamente hacia el tú a quien van dirigidas en cada caso.

Me recuerda no poco este libro, brotado en principio para su enunciación, pieza a pieza, en un programa matinal de televisión y acomodado para su divulgación impresa, a otro libro de Francisco Umbral: “Crónica de esa guapa gente”, en el que su autor disecciona profunda y eufónicamente a los más variopintos personajes de la comedia patria. Herrera, no en vano, emplea aquí en ocasiones giros del maestro, además de ahormar con pericia la alta literatura a lo pedestre y “patiovecinal” propio del universo cuché. De hecho no son pocos los hallazgos literarios que cual frutos silvestres brotan por entre la fragante fronda prosística herreriana.

También porta genes nuestro escritor de la escuela ramoniana, pues nos obsequia de cuando en cuando una suerte de greguerías, si bien menos universalizantes que las de Gómez de la Serna y más apegadas al pelaje concreto de ciertas cultivadas perlas, esas objeto de sus escrutinios.

Me gusta mucho el capítulo dedicado a la ya olvidada Daniela Cardone; en él apunta: “O sea, que eras y eres mujer de liguero, que es cosa, ornato, delicia que hace más aristocráticas las piernas de una mujer” (pp. 53-54). Y sigue, en lo que es dar una vuelta de tuerca a una expresión manida y, al tiempo, obrar un cierto alarde paródico: “enseñando el muslo con mucho lujo de liguero” (p. 54). Son encandiladoras las formas de manipular lúdicamente el lenguaje en que Herrera se maneja. Véanse algunos pasajes irónico-sarcásticos: cuando le dice al exmarido de Norma Duval: “desde siempre has estado ahí, como Paquirrín o La Cibeles” (p. 115), o cuando le espeta a Marlene Morreau: “juegas a ser boba como nadie, algo que les suele salir del alma a las macizas” (p. 123), o cuando le recuerda a Marujita Díaz: “me montó usted una bronca de Mercamadrid, hora punta” (p. 127).

Filtra Ángel Antonio Herrera en este volumen todo ese caudal proveniente de los mentideros del colorín en pos de obrar algo literariamente legítimo, y a fe que en algunos pasajes lo logra. Y, por otra parte, asimismo, hace una cierta historiografía del petardeo. Si Unamuno apuntaba aquello de que la “intrahistoria” era la historia de todas aquellas persona sin historia, podríamos decir que Herrera aquí elaboraría una especie de “infra-historia”, o sea, la historia de aquellos personajes con eco mediático más por comparecer de formas no muy edificantes en la mayor parte de los casos que por aportar algún valor, con salvedades, claro, como Rocío Jurado, precipitada tantas veces, y no siempre por su culpa, a ciertos cenagales impropios de la grandísima artista que fue.

También cabe destacar que del prólogo del libro, obra también del propio Herrera, se entresacan interesantes claves, como cuando afirma que de las mujeres, más que escribiéndoles cartas, se ha “curado siempre escribiendo un poema, o incluso un libro de poemas” (p. 13), cosa que se percibe sobre todo en su poesía primera. También escribe: “suelo entrar a matar con la dinamita de la metáfora o el estoque del adjetivo” (p. 14); esto último se ve en el empleo del neológico adjetivo sustantivado “prehistofolclóricas”. Y lo de la aniquiladora metáfora lo vemos, por ejemplo cuando se refiere a los nietos de Franco como “una retahíla de nietos con más trampas que los bosques de Alaska” (p. 35). Al conjunto que engrosa el libro se refiere como “un coro de populares de la aldea global del cotilleo” (p. 15). Un entramado complejo y contradictorio es, en definitiva, el que obra nuestro autor, el cual quedaría perfectamente condensado en la siguiente oración: “Los de la prensa del corazón no tenemos corazón” (p. 140), que supone retóricamente una cohabitación, esto es, una antítesis consistente en la convivencia de contrarios en un mismo elemento. Curiosamente, el órgano vital que da metafóricamente nombre a esa prensa dedicada al chisme no suele ser moneda de cambio habitual en tal sector (aludido de manera genitiva asimismo metafóricamente). Quizá por eso Ángel Antonio Herrera se halle cómodo en esta parcela del periodismo, porque es posible jugar con las contradicciones, tan barrocas, que en él se dan; no en vano, Quevedo, citado por cierto en este libro hasta en tres ocasiones, gustaba de hacer alta literatura con lo ínfimo y a la inversa.

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