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El llamado progreso de la Ciencia conocerá su final al mismo tiempo que la especie humana adquiera la inteligencia necesaria

Progreso tóxico

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Cuando hablamos del progreso de la Ciencia, tenemos claro que nos referimos al progreso tecnológico. Sin embargo, la verdadera cuestión es si ese progreso supone una evolución positiva o negativa para el hombre como especie. Si consideramos los beneficios aparentes obtenidos como consecuencia del alargamiento promedio de vida o de la reducción del esfuerzo para realizar el trabajo o los cálculos, por ejemplo, algunos podrían afirmar que es positivo; pero si lo hacemos considerando las armas de destrucción masiva, verbigracia, es incuestionable que el progreso es radicalmente negativo. El caso es que esas armas de destrucción masiva nos rodean y amenazan a cada instante y vivimos en permanente contacto con ellas: son el aire que respiramos 13 veces por minuto, lo que bebemos y comemos cada día, y eso mismo que nos hace tan estúpidos que… creemos que cura nuestros males.

Más de la mitad de la población mundial consume drogas habitualmente para soportar la realidad, sean estas legales o ilegales. Los adultos, porque saben que no pueden controlar prácticamente nada de cuanto acaece en sus propias vidas, ni el trabajo, ni la estabilidad física o emocional, ni su propiedad, ni siquiera lo que comen, beben o respiran; y los niños, porque nacen ya contaminados por tal cantidad de tóxicos que es natural entre ellos el consumo de anfetaminas y, en muchos casos, antidepresivos, si es que no padecen alergias crónicas o enfermedades raras que solamente pueden achacare a reacciones de su propio organismo contra intoxicaciones de las que no se sabe nada o se sabe muy poco.

España es el país más permisivo del mundo en materia de productos transgénicos. De los efectos de estos productos sobre la salud humana conocemos poco o directamente no sabemos nada, porque no ha pasado el tiempo suficiente como para que se manifiesten efectos secundarios apreciables o constatables, aunque sí sobre la salud animal, y sabemos por datos específicos que buena parte los productos transgénicos son los responsables de la eliminación en masa de las abejas y otros insectos polinizadores, lo que supone un problema de futuro de una inimaginable magnitud. Hoy, es difícil en nuestro país no alimentarse con productos transgénicos, desde el pan con que acompañamos nuestras comidas a la lechuga, los tomates o los pepinos que conforman nuestras ensaladas, pasando por todos los demás productos de origen vegetal.

Respecto de los alimentos de origen animal, ya hemos comprobado por el “mal de las vacas locas” que la alimentación de los animales de granja en explotaciones intensivas no suele ser la más adecuada, pues que los ganaderos y granjeros han convertido a estos animales en antropófagos al alimentarlos con piensos fabricados con los restos de animales de sus propias especies, derivando todo ello en enfermedades que son transmisibles al ser humano. Mismo o parecido caso que sucede con las fiebres porcinas o aviares, las cuales están desarrollando enfermedades pandémicas que en algún momento se podrían trasmitir a los humanos, con unas consecuencias imprevisibles. Y mismo caso que podemos extender al pescado, sea de piscifactoría —por su alimentación— o de mar, porque sus contenidos tóxicos son de tal magnitud, que en dos o tres ingestas se puede adquirir una intoxicación severa por mercurio, metales pesados, ftalatos, bisfenoles y medio millar más de tóxicos de alto poder, hoy ya detectables en cantidades excesivas en casi todos los individuos del planeta.

Huyendo de la contaminación animal, muchos han considerado que la comida vegetariana es más saludable, pero es un caso que solamente es aplicable cuando se verifica una situación tal en que los vegetales son naturales y no productos transgénicos, y eso, hoy, no es posible. No se trata solamente, pues, de si es más o menos sana una alimentación omnívora o vegetariana, sino de que los productos mismos sean saludables y de que lo sean sus procesos de preparación hasta que llegan a la mesa del consumidor. Por lo pronto, sabemos que los productos enlatados cuentan con ftalatos y bisfenoles, que son productos demostradamente cancerígenos y de una toxicidad tal que apenas si comenzamos a saber algo del extremado riesgo para la salud que supone el simple contacto con ellos, y que casi todos los alimentos con un mínimo de preparación, contienen, entre otras muchas cosas, aditivos químicos, de algunos de los cuales se sabe muy poco y de la mayoría nada, pero sobre los que podemos afirmar que casi todos tienen efectos secundarios severos, desde intoxicaciones que afectan al sistema inmunológico a efectos indeseados como tendencia al suicidio, depresión, disociación de la personalidad, favorecen el TDAH y otros graves trastornos crónicos.

Lo peor del caso es que la sociedad está convirtiendo en masiva la explotación de descubrimientos o de productos que no han sido suficientemente contrastados, al menos en lo que se refiere a sus efectos secundarios. Tal cosa sucedió con el DDT, por ejemplo, que cuando fue descubierta por Paul Müller de los laboratorios Geigy, se utilizó como pesticida de forma tan exagerada en todo el mundo, que hoy sabemos no solamente que acabó con la vida de millones de pájaros, peces e insectos imprescindibles, sino que es un producto que estará haciendo gravemente tóxico nuestro medioambiente y que producirá cánceres de todo tipo durante los próximos 25000 años, unas cuatro veces la suma de nuestra Protohistoria e Historia de la Humanidad combinadas.

Cosa parecida a lo que sucedió con las operaciones con técnicas láser contra la miopía, que hoy comienza a apreciarse que origina con el tiempo una pérdida irreversible de la visión que puede conducir a la ceguera total, o con los miles de medicamentos —a menudo testeados ilegalmente y de forma genocida en África—, muchos de los cuales han tenido que ser retirados del mercado después de haber producido todo tipo de muertes, efectos secundarios indeseados y catástrofes sociales, como esos antidepresivos que conducen a la locura y cuyo consumo ha sido detectado en buena parte de los suicidas o de los enajenados que han perpetrado matanzas masivas.

El progreso debe ser seriamente cuestionado y revisado, y se deben desatender las opiniones de los expertos que están financiados por las compañías que producen los transgénicos, los laboratorios o las instituciones estatales compradas por estos, que son casi todas. Ya sabemos cómo funcionan los lobbies. Pero es que también sabemos cómo funcionan las compañías que sostienen a los lobbies. Oficialmente, por ejemplo, se niegan los chemtrails, pero podemos ver cada tanto sobrevolando nuestros cielos a superaviones que dejan estelas permanentes, sabemos que en muchos casos difundiendo esporas de productos transgénicos que eliminan a los productos naturales autóctonos. Una ventaja no solamente apoyada ya por muchos gobiernos, como el norteamericano, que es capaz de sancionar o castigar a los Estados aliados que no admitan el dominio de Monsanto, entre otras corporaciones de los productos transgénicos.

Precisamente esta compañía es una de las señaladas como autora de los chemtrails transgénicos, y no faltan casos en los que acusa esta compañía a granjeros en Estados Unidos de cultivar sus productos sin permiso y conseguir severas sanciones para ellos, cuando en realidad es la compañía la que fumigó los campos con sus esporas transgénicas. Un doble objetivo cubren así: controlar la alimentación mundial y establecer el mayor negocio del mundo de forma permanente. Controlar el mercado mundial de la alimentación, porque sus productos transgénicos están diseñados para eliminar a los naturales autóctonos; y establecer el mayor negocio mundial, porque todo el mundo come cada día -o casi todo el mundo-, y los productos transgénicos no sirven para la producción de semillas, de modo que no solamente terminarán por establecer un monopolio de sus productos manipulados, sino también el de las semillas para los nuevos cultivos, con todo lo que supone el que la alimentación mundial esté en manos de una sola multinacional.

Puede ser que parezca que las autoridades sanitarias cuidan de nuestra salud porque prohíban fumar en espacios públicos cerrados; pero eso es una falacia en toda regla. Esta misma semana se ha publicado un estudio que difunde que los niveles de CO2 son los más altos de los últimos 3000000 de años. Precisamente uno de los componentes, el CO2, de los que pretendían librarnos con la eliminación del consumo de tabaco en los espacios cerrados. Un caso que podemos extender a la práctica totalidad de lo que respiramos, bebemos y comemos, porque en realidad los Estados y los gobiernos se han convertido -tal y como ya ha quedado fuera de toda duda- en los ultradefensores del poder económico en general, y de la industria multinacional en particular. Es el nuevo feudalismo. No solamente legislan por y para ellos -incluso la libertad de horario comercial tiene el objeto de eliminar al pequeño comercio-, sino que se les consiente absolutamente todo, aun en contra de los intereses y la salud de los gobernados.

El progreso, se está manifestando más como un enemigo que como un aliado. El sistema está basado en el negocio, y por conseguir beneficios las corporaciones multinacionales no dudan en perpetrar las mayores atrocidades. Sabemos que la mayor parte de los males y enfermedades contemporáneas están producidas por contaminación con tóxicos producidos por esas corporaciones -incluso las simples alergias-, y lejos de hacer algo por contener a estos predadores se legisla a su favor para que extiendan su dominio. Un caso muy sangrante lo tenemos en los laboratorios farmacéuticos. De sobra es sabido por todos ellos que curar elimina el negocio por terminar con el consumidor, y saben perfectamente que sus beneficios están creando enfermos crónicos, si es que no difundiendo enfermedades para las que solamente ellos tienen el remedio. Las últimas pandemias son un ejemplo de ello, y cómo desde la misma OMS recomendaron a los Estados la compra masiva de ciertos medicamentos que no servían absolutamente para nada, cuando las sospechas de que esos mimos laboratorios habían producido las pandemias eran vox pópuli.

La mitad de la población mundial consume habitualmente antidepresivos, ansiolíticos, hiposedantes o algún tipo de medicamento que, o controla el estrés, o es un excitante del sistema nervioso central, como casi el 7% de los niños españoles —5% de promedio en el resto del mundo— que consume Concerta o similares para paliar el TDAH, que todo parece indicar ha producido el mercurio que usan los laboratorios en las vacunas con que se les inmuniza a los futuros consumidores. Enfermedades todas producidas por el mismo sistema en general, y en particular por el contacto continuado con los tóxicos que impunemente producen las multinacionales. Otra buena parte de la población, consume drogas no legales, desde la simple marihuana a sicotrópicos como los tripis (LSD), evidenciando que la realidad, y en su nombre el progreso, está haciéndose insoportable para el propio ser humano.

La realidad es tan evidente, que no es preciso facilitar datos de los niveles de contaminación urbana; pero es que ya ir al campo no garantiza en absoluto un aire más respirable, porque la toxicidad aérea es global, planetaria. Se sabe dónde está un río por el hedor, y si podemos beber agua potable es sencillamente porque es tratada con químicos, y todo ello sin considerar los pesticidas y tóxicos con que se fertilizan los campos -y la sal que se vierte por miles en toneladas en invierno-, los cuales están intoxicando los niveles freáticos hasta el extremo de convertirlos en agentes contaminadores. El mar es un infecto charco de residuos tóxicos acumulados desde la Revolución Industrial, el cual hace tóxicas a su vez a las criaturas que viven en él, envenenando la cadena alimentaria (y a nosotros, en consecuencia) y empujándolas a menudo a suicidios masivos, tal y como hemos visto en los últimos años. Y, por último, la alimentación que se está proporcionando a los animales en las explotaciones intensivas, está produciendo nuevos virus que, más allá de afectarnos con enfermedades impensables, pudieran cualquier día derivar en una pandemia que elimine a buena parte de la población, tal y como vienen advirtiendo algunos expertos y organizaciones ecologistas.

La situación es tal, que ser vegetariano es peor que no serlo, y hacer deporte puede ser más insano que no hacerlo, porque no se respira tanta cantidad de aire contaminado. Muchos dicen que tenemos más progreso y que es esencialmente bueno, y como prueba se remiten a la expectativa actual de vida. Esto será verdad, hasta que esos efectos secundarios que aún no han dado la cara aparezcan, hasta que se desate una pandemia que nos extermine o hasta que sepamos con cifras exactas los niveles de toxicidad que retenemos en nuestros organismos. Quizás, en realidad, esa mayor expectativa de vida se la hemos arrebatado a las futuras generaciones, porque a ellos no les va a quedar un planeta, y mucho menos natural, sobre el que existir. Y ya que datos se requieren, solamente por aportar algunos, apuntaré a que según los expertos se está reduciendo en más de un 25% nuestra inteligencia por no usarla -supongo que también tiene mucho que ver la televisión basura, la lectura basura, la música basura y la política basura-, que el promedio de tóxicos en un individuo promedio de Occidente es de al menos 250 sustancias peligrosas en cantidades inaceptables, que desde 1950 los varones han perdido más del 50% de la cantidad y más de otro 50% en la calidad de su esperma, y que estaremos muy contentos con el progreso de la medicina, pero que solamente nos ha servido para saber que todos, sin excepción, estamos enfermos. Así, al menos lo asegura el dato que reza que el 80% de la población toma habitualmente alguna clase de medicamento.

En definitiva: nuestros animales mueren o se suicidan como consecuencia del “progreso”; como consecuencia del “progreso” es prácticamente tóxico lo que respiramos, bebemos y comemos; nuestro medioambiente es tóxico debido al “progreso”; nuestra vida es medicamentosa, el suicidio es la segunda causa de muerte en Occidente, la inmensa mayoría de las personas toma “algo” para soportar la realidad, no podemos controlar nuestro hoy ni saber siquiera qué será de mañana o de la semana que viene (se han acortado los horizontes o expectativas), somos menos inteligentes, tenemos menos esperma los varones y debemos aguantar a los políticos y sus corrupciones a favor de las multinacionales. Si esto es progreso, que venga Dios y lo vea. El diablo, ya está aquí.

Progreso tóxico

El llamado progreso de la Ciencia conocerá su final al mismo tiempo que la especie humana adquiera la inteligencia necesaria
Ángel Ruiz Cediel
lunes, 13 de mayo de 2013, 11:09 h (CET)
Cuando hablamos del progreso de la Ciencia, tenemos claro que nos referimos al progreso tecnológico. Sin embargo, la verdadera cuestión es si ese progreso supone una evolución positiva o negativa para el hombre como especie. Si consideramos los beneficios aparentes obtenidos como consecuencia del alargamiento promedio de vida o de la reducción del esfuerzo para realizar el trabajo o los cálculos, por ejemplo, algunos podrían afirmar que es positivo; pero si lo hacemos considerando las armas de destrucción masiva, verbigracia, es incuestionable que el progreso es radicalmente negativo. El caso es que esas armas de destrucción masiva nos rodean y amenazan a cada instante y vivimos en permanente contacto con ellas: son el aire que respiramos 13 veces por minuto, lo que bebemos y comemos cada día, y eso mismo que nos hace tan estúpidos que… creemos que cura nuestros males.

Más de la mitad de la población mundial consume drogas habitualmente para soportar la realidad, sean estas legales o ilegales. Los adultos, porque saben que no pueden controlar prácticamente nada de cuanto acaece en sus propias vidas, ni el trabajo, ni la estabilidad física o emocional, ni su propiedad, ni siquiera lo que comen, beben o respiran; y los niños, porque nacen ya contaminados por tal cantidad de tóxicos que es natural entre ellos el consumo de anfetaminas y, en muchos casos, antidepresivos, si es que no padecen alergias crónicas o enfermedades raras que solamente pueden achacare a reacciones de su propio organismo contra intoxicaciones de las que no se sabe nada o se sabe muy poco.

España es el país más permisivo del mundo en materia de productos transgénicos. De los efectos de estos productos sobre la salud humana conocemos poco o directamente no sabemos nada, porque no ha pasado el tiempo suficiente como para que se manifiesten efectos secundarios apreciables o constatables, aunque sí sobre la salud animal, y sabemos por datos específicos que buena parte los productos transgénicos son los responsables de la eliminación en masa de las abejas y otros insectos polinizadores, lo que supone un problema de futuro de una inimaginable magnitud. Hoy, es difícil en nuestro país no alimentarse con productos transgénicos, desde el pan con que acompañamos nuestras comidas a la lechuga, los tomates o los pepinos que conforman nuestras ensaladas, pasando por todos los demás productos de origen vegetal.

Respecto de los alimentos de origen animal, ya hemos comprobado por el “mal de las vacas locas” que la alimentación de los animales de granja en explotaciones intensivas no suele ser la más adecuada, pues que los ganaderos y granjeros han convertido a estos animales en antropófagos al alimentarlos con piensos fabricados con los restos de animales de sus propias especies, derivando todo ello en enfermedades que son transmisibles al ser humano. Mismo o parecido caso que sucede con las fiebres porcinas o aviares, las cuales están desarrollando enfermedades pandémicas que en algún momento se podrían trasmitir a los humanos, con unas consecuencias imprevisibles. Y mismo caso que podemos extender al pescado, sea de piscifactoría —por su alimentación— o de mar, porque sus contenidos tóxicos son de tal magnitud, que en dos o tres ingestas se puede adquirir una intoxicación severa por mercurio, metales pesados, ftalatos, bisfenoles y medio millar más de tóxicos de alto poder, hoy ya detectables en cantidades excesivas en casi todos los individuos del planeta.

Huyendo de la contaminación animal, muchos han considerado que la comida vegetariana es más saludable, pero es un caso que solamente es aplicable cuando se verifica una situación tal en que los vegetales son naturales y no productos transgénicos, y eso, hoy, no es posible. No se trata solamente, pues, de si es más o menos sana una alimentación omnívora o vegetariana, sino de que los productos mismos sean saludables y de que lo sean sus procesos de preparación hasta que llegan a la mesa del consumidor. Por lo pronto, sabemos que los productos enlatados cuentan con ftalatos y bisfenoles, que son productos demostradamente cancerígenos y de una toxicidad tal que apenas si comenzamos a saber algo del extremado riesgo para la salud que supone el simple contacto con ellos, y que casi todos los alimentos con un mínimo de preparación, contienen, entre otras muchas cosas, aditivos químicos, de algunos de los cuales se sabe muy poco y de la mayoría nada, pero sobre los que podemos afirmar que casi todos tienen efectos secundarios severos, desde intoxicaciones que afectan al sistema inmunológico a efectos indeseados como tendencia al suicidio, depresión, disociación de la personalidad, favorecen el TDAH y otros graves trastornos crónicos.

Lo peor del caso es que la sociedad está convirtiendo en masiva la explotación de descubrimientos o de productos que no han sido suficientemente contrastados, al menos en lo que se refiere a sus efectos secundarios. Tal cosa sucedió con el DDT, por ejemplo, que cuando fue descubierta por Paul Müller de los laboratorios Geigy, se utilizó como pesticida de forma tan exagerada en todo el mundo, que hoy sabemos no solamente que acabó con la vida de millones de pájaros, peces e insectos imprescindibles, sino que es un producto que estará haciendo gravemente tóxico nuestro medioambiente y que producirá cánceres de todo tipo durante los próximos 25000 años, unas cuatro veces la suma de nuestra Protohistoria e Historia de la Humanidad combinadas.

Cosa parecida a lo que sucedió con las operaciones con técnicas láser contra la miopía, que hoy comienza a apreciarse que origina con el tiempo una pérdida irreversible de la visión que puede conducir a la ceguera total, o con los miles de medicamentos —a menudo testeados ilegalmente y de forma genocida en África—, muchos de los cuales han tenido que ser retirados del mercado después de haber producido todo tipo de muertes, efectos secundarios indeseados y catástrofes sociales, como esos antidepresivos que conducen a la locura y cuyo consumo ha sido detectado en buena parte de los suicidas o de los enajenados que han perpetrado matanzas masivas.

El progreso debe ser seriamente cuestionado y revisado, y se deben desatender las opiniones de los expertos que están financiados por las compañías que producen los transgénicos, los laboratorios o las instituciones estatales compradas por estos, que son casi todas. Ya sabemos cómo funcionan los lobbies. Pero es que también sabemos cómo funcionan las compañías que sostienen a los lobbies. Oficialmente, por ejemplo, se niegan los chemtrails, pero podemos ver cada tanto sobrevolando nuestros cielos a superaviones que dejan estelas permanentes, sabemos que en muchos casos difundiendo esporas de productos transgénicos que eliminan a los productos naturales autóctonos. Una ventaja no solamente apoyada ya por muchos gobiernos, como el norteamericano, que es capaz de sancionar o castigar a los Estados aliados que no admitan el dominio de Monsanto, entre otras corporaciones de los productos transgénicos.

Precisamente esta compañía es una de las señaladas como autora de los chemtrails transgénicos, y no faltan casos en los que acusa esta compañía a granjeros en Estados Unidos de cultivar sus productos sin permiso y conseguir severas sanciones para ellos, cuando en realidad es la compañía la que fumigó los campos con sus esporas transgénicas. Un doble objetivo cubren así: controlar la alimentación mundial y establecer el mayor negocio del mundo de forma permanente. Controlar el mercado mundial de la alimentación, porque sus productos transgénicos están diseñados para eliminar a los naturales autóctonos; y establecer el mayor negocio mundial, porque todo el mundo come cada día -o casi todo el mundo-, y los productos transgénicos no sirven para la producción de semillas, de modo que no solamente terminarán por establecer un monopolio de sus productos manipulados, sino también el de las semillas para los nuevos cultivos, con todo lo que supone el que la alimentación mundial esté en manos de una sola multinacional.

Puede ser que parezca que las autoridades sanitarias cuidan de nuestra salud porque prohíban fumar en espacios públicos cerrados; pero eso es una falacia en toda regla. Esta misma semana se ha publicado un estudio que difunde que los niveles de CO2 son los más altos de los últimos 3000000 de años. Precisamente uno de los componentes, el CO2, de los que pretendían librarnos con la eliminación del consumo de tabaco en los espacios cerrados. Un caso que podemos extender a la práctica totalidad de lo que respiramos, bebemos y comemos, porque en realidad los Estados y los gobiernos se han convertido -tal y como ya ha quedado fuera de toda duda- en los ultradefensores del poder económico en general, y de la industria multinacional en particular. Es el nuevo feudalismo. No solamente legislan por y para ellos -incluso la libertad de horario comercial tiene el objeto de eliminar al pequeño comercio-, sino que se les consiente absolutamente todo, aun en contra de los intereses y la salud de los gobernados.

El progreso, se está manifestando más como un enemigo que como un aliado. El sistema está basado en el negocio, y por conseguir beneficios las corporaciones multinacionales no dudan en perpetrar las mayores atrocidades. Sabemos que la mayor parte de los males y enfermedades contemporáneas están producidas por contaminación con tóxicos producidos por esas corporaciones -incluso las simples alergias-, y lejos de hacer algo por contener a estos predadores se legisla a su favor para que extiendan su dominio. Un caso muy sangrante lo tenemos en los laboratorios farmacéuticos. De sobra es sabido por todos ellos que curar elimina el negocio por terminar con el consumidor, y saben perfectamente que sus beneficios están creando enfermos crónicos, si es que no difundiendo enfermedades para las que solamente ellos tienen el remedio. Las últimas pandemias son un ejemplo de ello, y cómo desde la misma OMS recomendaron a los Estados la compra masiva de ciertos medicamentos que no servían absolutamente para nada, cuando las sospechas de que esos mimos laboratorios habían producido las pandemias eran vox pópuli.

La mitad de la población mundial consume habitualmente antidepresivos, ansiolíticos, hiposedantes o algún tipo de medicamento que, o controla el estrés, o es un excitante del sistema nervioso central, como casi el 7% de los niños españoles —5% de promedio en el resto del mundo— que consume Concerta o similares para paliar el TDAH, que todo parece indicar ha producido el mercurio que usan los laboratorios en las vacunas con que se les inmuniza a los futuros consumidores. Enfermedades todas producidas por el mismo sistema en general, y en particular por el contacto continuado con los tóxicos que impunemente producen las multinacionales. Otra buena parte de la población, consume drogas no legales, desde la simple marihuana a sicotrópicos como los tripis (LSD), evidenciando que la realidad, y en su nombre el progreso, está haciéndose insoportable para el propio ser humano.

La realidad es tan evidente, que no es preciso facilitar datos de los niveles de contaminación urbana; pero es que ya ir al campo no garantiza en absoluto un aire más respirable, porque la toxicidad aérea es global, planetaria. Se sabe dónde está un río por el hedor, y si podemos beber agua potable es sencillamente porque es tratada con químicos, y todo ello sin considerar los pesticidas y tóxicos con que se fertilizan los campos -y la sal que se vierte por miles en toneladas en invierno-, los cuales están intoxicando los niveles freáticos hasta el extremo de convertirlos en agentes contaminadores. El mar es un infecto charco de residuos tóxicos acumulados desde la Revolución Industrial, el cual hace tóxicas a su vez a las criaturas que viven en él, envenenando la cadena alimentaria (y a nosotros, en consecuencia) y empujándolas a menudo a suicidios masivos, tal y como hemos visto en los últimos años. Y, por último, la alimentación que se está proporcionando a los animales en las explotaciones intensivas, está produciendo nuevos virus que, más allá de afectarnos con enfermedades impensables, pudieran cualquier día derivar en una pandemia que elimine a buena parte de la población, tal y como vienen advirtiendo algunos expertos y organizaciones ecologistas.

La situación es tal, que ser vegetariano es peor que no serlo, y hacer deporte puede ser más insano que no hacerlo, porque no se respira tanta cantidad de aire contaminado. Muchos dicen que tenemos más progreso y que es esencialmente bueno, y como prueba se remiten a la expectativa actual de vida. Esto será verdad, hasta que esos efectos secundarios que aún no han dado la cara aparezcan, hasta que se desate una pandemia que nos extermine o hasta que sepamos con cifras exactas los niveles de toxicidad que retenemos en nuestros organismos. Quizás, en realidad, esa mayor expectativa de vida se la hemos arrebatado a las futuras generaciones, porque a ellos no les va a quedar un planeta, y mucho menos natural, sobre el que existir. Y ya que datos se requieren, solamente por aportar algunos, apuntaré a que según los expertos se está reduciendo en más de un 25% nuestra inteligencia por no usarla -supongo que también tiene mucho que ver la televisión basura, la lectura basura, la música basura y la política basura-, que el promedio de tóxicos en un individuo promedio de Occidente es de al menos 250 sustancias peligrosas en cantidades inaceptables, que desde 1950 los varones han perdido más del 50% de la cantidad y más de otro 50% en la calidad de su esperma, y que estaremos muy contentos con el progreso de la medicina, pero que solamente nos ha servido para saber que todos, sin excepción, estamos enfermos. Así, al menos lo asegura el dato que reza que el 80% de la población toma habitualmente alguna clase de medicamento.

En definitiva: nuestros animales mueren o se suicidan como consecuencia del “progreso”; como consecuencia del “progreso” es prácticamente tóxico lo que respiramos, bebemos y comemos; nuestro medioambiente es tóxico debido al “progreso”; nuestra vida es medicamentosa, el suicidio es la segunda causa de muerte en Occidente, la inmensa mayoría de las personas toma “algo” para soportar la realidad, no podemos controlar nuestro hoy ni saber siquiera qué será de mañana o de la semana que viene (se han acortado los horizontes o expectativas), somos menos inteligentes, tenemos menos esperma los varones y debemos aguantar a los políticos y sus corrupciones a favor de las multinacionales. Si esto es progreso, que venga Dios y lo vea. El diablo, ya está aquí.

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Hoy quisiera invitarlos a reflexionar sobre un aspecto de la vida actual que parece extremadamente novedoso por sus avances agigantados en el mundo de la tecnología, pero cuyo planteo persiste desde Platón hasta nuestros días, a saber, la realidad virtual inmiscuida hasta el tuétano en nuestra cotidianidad y la posibilidad de que llegue el día en que no podamos distinguir entre "lo real" y "lo virtual".

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