La prudencia es una virtud cuya práctica beneficia no solo a quien la ejercita, sino también a su destinatario. Por esta razón, es un absurdo dejarla de lado en cualquier actividad de nuestra realidad, ya sea a nivel familiar, social o profesional.
En protocolo existen unas normas enmarcadas bajo el concepto de reglas convencionales y entre ellas se encuentran los usos sociales, tal y como nos enseña Francisco López-Nieto. Estos usos sociales, para entendernos, hacen referencia a la buena educación, cortesía y urbanidad. O como explica López-Nieto, «suponen auténticas normas de conducta de las que hoy no se puede prescindir, pues este protocolo privado o etiqueta social ya no es cosa que pertenezca al mundo diplomático o de la aristocracia, sino que, a un determinado nivel social, parece necesario para no fracasar en las relaciones con los demás».
El conocido como protocolo social nos aporta las normas necesarias para progresar en sociedad, ya que como define José Antonio de Urbina es el «conjunto de costumbres, usos y reglas que, a tenor de los cambios en la sociedad, regulan el comportamiento y las relaciones humanas para mejorar la calidad y la eficacia de nuestra acción personal, y, en último lugar, nuestra convivencia con lo demás».
En consecuencia, la prudencia es una cualidad muy apreciada en las relaciones personales ya sean estas por motivos sociales o profesionales. Y en este último caso incluyo la política.
Los acuerdos y negociaciones son actividades propias de los políticos y para que estas sean eficaces sus acciones deben fundamentarse en los buenos modales. Por esta razón, cuando escucho insultos, desprecios e incluso humillaciones en comparecencias políticas, su portavoz se califica así mismo como un mal educado y un gobernante ineficaz.
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