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El monopolio no elimina, ni mucho menos, la anarquía de la producción

Rosa Luxemburgo contra el revisionismo

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La Critica del Programa de Gotha pondría, en definitiva, el primer jalón en el posterior enfrentamiento, directo ya, entre reformistas y revolucionarios, que conduciría, a la postre, a la escisión entre la socialdemocracia y el comunismo. Y, en efecto, quizá el episodio principal del dilema que nos da título, se plasmó en el famoso libro de Rosa Luxemburgo publicado en 1900.

Había pasado los años desde el Congreso de Gotha y el Estado capitalista había adoptado nuevas “formas democráticas”. En este entorno, el SPD había sido legalizado y había obtenido algunos éxitos en las elecciones, lo cual se había traducido en un gran aumento de los adeptos a la “tendencia reformista” dentro del partido y, en general, del socialismo alemán. Los triunfos electorales, con su correspondiente subvención y su necesidad de administradores, la adquisición de mayores cotas de poder dentro del Estado, la influencia efectiva de los sindicatos, en aquel momento y aquel lugar, en las condiciones laborales de tal o cual sector concreto, todo ello confluyó en la creación progresiva de una capa cada vez más densa de funcionarios y burócratas del partido, una “aristocracia obrera” que pronto se hizo con el control de los órganos de gobierno del SPD.

Esta clase de burócratas, que parece formarse, siempre y sin excepción, en todo partido con algún éxito electoral que signifique aportación económica del sistema en el que se mueve, esta clase depende, en el fondo, de ese mismo sistema que les permite presentarse a las elecciones y, eventualmente, obtener ciertos éxitos, de los que vive y se alimenta. Al fin, ya no se perseguirá, como ocurrió con el SPD de principio del siglo XX, destruir al sistema capitalista, sino transformarlo gradualmente, a través de la acción del Estado, hasta llegar pacíficamente a una sociedad sin clases (y no de forma violenta, a través de la dictadura del proletariado, como defendía la “tendencia revolucionaria”).

Esta tendencia reformista práctica, quizá inevitable, se tradujo, en la teoría, en la obra de Eduard Bernstein, el cual, partiendo de la crítica y frontal rechazo del concepto de Dialéctica aplicado al sistema económico, defendía la posibilidad del cambio social a través de reformas graduales tanto políticas como económicas.

En fecha tan temprana como 1897, Bernstein ya afirmaba que Marx estaba completamente equivocado en sus previsiones económicas: no había tenido lugar un empobrecimiento creciente del proletariado, ni había habido crisis de sobreproducción ni, por tanto, la clase obrera se había aproximado ni un solo paso a la revolución. A través de la acción parlamentaria, en todo caso, sería posible transformar el sistema capitalista en una “sociedad democrática avanzada”, con un control estatal de los medios de producción que garantizase, de una vez para siempre, el fin del conflicto social. De nuevo, como se ve, nos encontramos ante el claro antecedente de la doctrina socialdemócrata actual.

En contra de esta tesis, Rosa Luxemburgo se pregunta si las propuestas reformistas son compatibles con la estrategia revolucionaria y, sobre todo, con el objetivo de la revolución. Porque, si las propuestas no parten de un análisis político y económico global (en el contexto de la sociedad de referencia, pues la economía es, siempre, economía política), si no parten de una análisis de clase y del estado actual de la sociedad capitalista, si no ofrecen el camino hacia una sociedad, hacia un política y hacia una economía alternativas y mejores, las reformas solo sirven para perpetuar el mantenimiento del orden social existente.

“La reforma y la revolución”, escribe, “no son, por tanto, distintos métodos de progreso histórico que puedan elegirse libremente en el mostrador de la historia, como cuando se eligen salchichas calientes o frías, sino que son momento distintos en el desarrollo de la sociedad de clases, que se condiciona y se complementan entre sí, al mismo tiempo que se excluyen mutuamente (…). Es absolutamente falso y completamente ahistórico (sic) considerar las reformas como una revolución ampliada y, a su vez, la revolución como una serie de reformas concentradas. La reforma y la revolución no se distinguen por su duración, sino por su esencia (…). Por tanto, quien se pronuncia por el camino reformista, en lugar de, o en contraposición a, la conquista del poder político y la revolución social, no elige en realidad el camino más tranquilo, seguro y lento hacia el mismo objetivo, sino un objetivo diferente”.

a. Los monopolios Como aplicación concreta de la polémica, resulta de gran interés, por su actualidad, la cuestión de los monopolios. En su obra Problemas del socialismo, Bernstein defendía que el desarrollo de ciertos sectores económicos en forma de monopolios, superaba la consabida anarquía de la producción capitalista (una de las bases económicas de la crítica marxista). Así, por ejemplo, la figura jurídica de las Sociedades Anónimas facilitaba a todos los ciudadanos, proletarios incluidos, el acceso a la propiedad de los medios de producción. Por lo demás, si la anarquía de la producción había sido superada, resultaba viable y coherente una teoría del valor que no tuviera nada que ver con el trabajo y, por tanto, el socialismo perdía su fundamento científico. Según esto, el propio capital habría sido capaz de superar las contradicciones del sistema y garantizar el equilibrio de la producción, por lo que no había posibilidad de crisis ni de revolución.

Para Rosa Luxemburgo, por el contrario, la tendencia del capitalismo hacia el monopolio suponía un salto cualitativo en la lucha de los capitalistas por los mercados a través del control sobre el Estado. El monopolio es la negación dialéctica de la libre competencia y, como saben hoy los economistas, solo puede entenderse a partir de esa negación. Se trata, en definitiva, de que un grupo de capitalistas, aprovechando su influencia sobre los mecanismos de poder del Estado, se alía para impedir la entrada de nuevos capitalistas en un mercado determinado. De esta forma, se construye y se mantiene un oligopolio que, en el límite, cuando un solo capitalista dispone del poder suficiente, puede constituirse en monopolio.

De esto se deduce que el monopolio no elimina, ni mucho menos, la anarquía de la producción –aquella que derivaba de la contradicción entre el carácter social de la producción y el carácter privado de la propiedad de los medios de producción. Las condiciones económicas, políticas e, incluso, históricas, que permiten el acceso al poder sobre el Estado de un grupo de capitalistas, no tiene nada que ver con la planificación de la economía en función de las necesidades reales. Una vez que se ha constituido un monopolio, comienza a haber, sí, planificación económica pura y dura. Planificación que resulta posible al monopolio por no verse sujeto a la libre competencia y que consistirá, por supuesto, en la maximización del beneficio privado del propietario del monopolio.

En resumen, para Rosa Luxemburgo, el nacimiento de los monopolios privados ponía de manifiesto la capacidad de control del Estado por parte de los capitalistas (al menos, por parte de algunos de ellos), control de un Estado que Bernstein y los revisionistas pretendían utilizar para efectuar sus reformas por la vía parlamentaria. Porque un monopolio privado solo puede constituirse por medio de una sistema de licencias estatales (o cualquier otro tipo de “barreras a la entrada” de los mercados, cuya concesión sea, en realidad, discrecional por parte de los gobiernos) o bien mediante un sistema de regulaciones o impuestos que impidan la entrada de nuevos empresarios en un sector determinado de la economía.

Así pues, el monopolio (o el poder del capitalista sobre el Estado, en general) restringe fuertemente el número de empresas en un sector determinado y concede a las pocas empresas que ya lo ocupan un poder desusado sobre las condiciones laborales de los trabajadores, los cuales, si se mueven en un sector de alta especialización, apenas disponen de defensa alguna contra la explotación, como lo sería, eminentemente, la posibilidad de marcharse de una empresa a otra que les ofrezca mejores condiciones laborales.

(Continuará….)

Primera parte
Segunda parte
Tercera parte

Rosa Luxemburgo contra el revisionismo

El monopolio no elimina, ni mucho menos, la anarquía de la producción
Felipe Muñoz
viernes, 12 de abril de 2013, 08:02 h (CET)
La Critica del Programa de Gotha pondría, en definitiva, el primer jalón en el posterior enfrentamiento, directo ya, entre reformistas y revolucionarios, que conduciría, a la postre, a la escisión entre la socialdemocracia y el comunismo. Y, en efecto, quizá el episodio principal del dilema que nos da título, se plasmó en el famoso libro de Rosa Luxemburgo publicado en 1900.

Había pasado los años desde el Congreso de Gotha y el Estado capitalista había adoptado nuevas “formas democráticas”. En este entorno, el SPD había sido legalizado y había obtenido algunos éxitos en las elecciones, lo cual se había traducido en un gran aumento de los adeptos a la “tendencia reformista” dentro del partido y, en general, del socialismo alemán. Los triunfos electorales, con su correspondiente subvención y su necesidad de administradores, la adquisición de mayores cotas de poder dentro del Estado, la influencia efectiva de los sindicatos, en aquel momento y aquel lugar, en las condiciones laborales de tal o cual sector concreto, todo ello confluyó en la creación progresiva de una capa cada vez más densa de funcionarios y burócratas del partido, una “aristocracia obrera” que pronto se hizo con el control de los órganos de gobierno del SPD.

Esta clase de burócratas, que parece formarse, siempre y sin excepción, en todo partido con algún éxito electoral que signifique aportación económica del sistema en el que se mueve, esta clase depende, en el fondo, de ese mismo sistema que les permite presentarse a las elecciones y, eventualmente, obtener ciertos éxitos, de los que vive y se alimenta. Al fin, ya no se perseguirá, como ocurrió con el SPD de principio del siglo XX, destruir al sistema capitalista, sino transformarlo gradualmente, a través de la acción del Estado, hasta llegar pacíficamente a una sociedad sin clases (y no de forma violenta, a través de la dictadura del proletariado, como defendía la “tendencia revolucionaria”).

Esta tendencia reformista práctica, quizá inevitable, se tradujo, en la teoría, en la obra de Eduard Bernstein, el cual, partiendo de la crítica y frontal rechazo del concepto de Dialéctica aplicado al sistema económico, defendía la posibilidad del cambio social a través de reformas graduales tanto políticas como económicas.

En fecha tan temprana como 1897, Bernstein ya afirmaba que Marx estaba completamente equivocado en sus previsiones económicas: no había tenido lugar un empobrecimiento creciente del proletariado, ni había habido crisis de sobreproducción ni, por tanto, la clase obrera se había aproximado ni un solo paso a la revolución. A través de la acción parlamentaria, en todo caso, sería posible transformar el sistema capitalista en una “sociedad democrática avanzada”, con un control estatal de los medios de producción que garantizase, de una vez para siempre, el fin del conflicto social. De nuevo, como se ve, nos encontramos ante el claro antecedente de la doctrina socialdemócrata actual.

En contra de esta tesis, Rosa Luxemburgo se pregunta si las propuestas reformistas son compatibles con la estrategia revolucionaria y, sobre todo, con el objetivo de la revolución. Porque, si las propuestas no parten de un análisis político y económico global (en el contexto de la sociedad de referencia, pues la economía es, siempre, economía política), si no parten de una análisis de clase y del estado actual de la sociedad capitalista, si no ofrecen el camino hacia una sociedad, hacia un política y hacia una economía alternativas y mejores, las reformas solo sirven para perpetuar el mantenimiento del orden social existente.

“La reforma y la revolución”, escribe, “no son, por tanto, distintos métodos de progreso histórico que puedan elegirse libremente en el mostrador de la historia, como cuando se eligen salchichas calientes o frías, sino que son momento distintos en el desarrollo de la sociedad de clases, que se condiciona y se complementan entre sí, al mismo tiempo que se excluyen mutuamente (…). Es absolutamente falso y completamente ahistórico (sic) considerar las reformas como una revolución ampliada y, a su vez, la revolución como una serie de reformas concentradas. La reforma y la revolución no se distinguen por su duración, sino por su esencia (…). Por tanto, quien se pronuncia por el camino reformista, en lugar de, o en contraposición a, la conquista del poder político y la revolución social, no elige en realidad el camino más tranquilo, seguro y lento hacia el mismo objetivo, sino un objetivo diferente”.

a. Los monopolios Como aplicación concreta de la polémica, resulta de gran interés, por su actualidad, la cuestión de los monopolios. En su obra Problemas del socialismo, Bernstein defendía que el desarrollo de ciertos sectores económicos en forma de monopolios, superaba la consabida anarquía de la producción capitalista (una de las bases económicas de la crítica marxista). Así, por ejemplo, la figura jurídica de las Sociedades Anónimas facilitaba a todos los ciudadanos, proletarios incluidos, el acceso a la propiedad de los medios de producción. Por lo demás, si la anarquía de la producción había sido superada, resultaba viable y coherente una teoría del valor que no tuviera nada que ver con el trabajo y, por tanto, el socialismo perdía su fundamento científico. Según esto, el propio capital habría sido capaz de superar las contradicciones del sistema y garantizar el equilibrio de la producción, por lo que no había posibilidad de crisis ni de revolución.

Para Rosa Luxemburgo, por el contrario, la tendencia del capitalismo hacia el monopolio suponía un salto cualitativo en la lucha de los capitalistas por los mercados a través del control sobre el Estado. El monopolio es la negación dialéctica de la libre competencia y, como saben hoy los economistas, solo puede entenderse a partir de esa negación. Se trata, en definitiva, de que un grupo de capitalistas, aprovechando su influencia sobre los mecanismos de poder del Estado, se alía para impedir la entrada de nuevos capitalistas en un mercado determinado. De esta forma, se construye y se mantiene un oligopolio que, en el límite, cuando un solo capitalista dispone del poder suficiente, puede constituirse en monopolio.

De esto se deduce que el monopolio no elimina, ni mucho menos, la anarquía de la producción –aquella que derivaba de la contradicción entre el carácter social de la producción y el carácter privado de la propiedad de los medios de producción. Las condiciones económicas, políticas e, incluso, históricas, que permiten el acceso al poder sobre el Estado de un grupo de capitalistas, no tiene nada que ver con la planificación de la economía en función de las necesidades reales. Una vez que se ha constituido un monopolio, comienza a haber, sí, planificación económica pura y dura. Planificación que resulta posible al monopolio por no verse sujeto a la libre competencia y que consistirá, por supuesto, en la maximización del beneficio privado del propietario del monopolio.

En resumen, para Rosa Luxemburgo, el nacimiento de los monopolios privados ponía de manifiesto la capacidad de control del Estado por parte de los capitalistas (al menos, por parte de algunos de ellos), control de un Estado que Bernstein y los revisionistas pretendían utilizar para efectuar sus reformas por la vía parlamentaria. Porque un monopolio privado solo puede constituirse por medio de una sistema de licencias estatales (o cualquier otro tipo de “barreras a la entrada” de los mercados, cuya concesión sea, en realidad, discrecional por parte de los gobiernos) o bien mediante un sistema de regulaciones o impuestos que impidan la entrada de nuevos empresarios en un sector determinado de la economía.

Así pues, el monopolio (o el poder del capitalista sobre el Estado, en general) restringe fuertemente el número de empresas en un sector determinado y concede a las pocas empresas que ya lo ocupan un poder desusado sobre las condiciones laborales de los trabajadores, los cuales, si se mueven en un sector de alta especialización, apenas disponen de defensa alguna contra la explotación, como lo sería, eminentemente, la posibilidad de marcharse de una empresa a otra que les ofrezca mejores condiciones laborales.

(Continuará….)

Primera parte
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