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Dejarse morir

Óscar Arce
Óscar Arce
domingo, 5 de marzo de 2006, 05:32 h (CET)
Los esquimales, al menos los que estudiaba la primera Antropología, tienen una relación con la muerte que siempre me ha parecido conmovedora. El medio ambiente que les rodea les obliga a un aprovechamiento máximo de los alimentos que consiguen, debido a la escasez y la dificultad para hacerse con ellos. Esta conciencia de aprovechamiento les lleva irremediablemente a la conciencia de que llega un momento en que consumen más de lo que aportan. Evidentemente, en medios en los que el alimento no abunda esto se convierte en un problema para toda la familia, que ha de compartir su alimento con una persona que solamente come.

Los ancianos se encuentran en una situación complicada. Los niños, aunque no lleven alimento a casa, lo llevarán en el futuro. Los ancianos han dejado atrás este tiempo. Son conscientes de lo valioso que resulta su parte de alimento para la supervivencia del resto de la familia, sobre todo en épocas de escasez. Tanto es así que, llegado el momento, se despiden de su grupo familiar, y se alejan en la nieve. Leí en algún lugar que “simplemente se dejan morir”.

La primera vez que leí sobre este tipo de control sobre el consumo de alimentos entre los esquimales, me pareció que esta manera de afrontar la muerte podría en cierto sentido asemejarse al suicidio. Pero con el tiempo me ha parecido más indicado, salvando las distancias, concebirlo como una especie de eutanasia.

Lo creo así porque, si bien el suicidio implica el matarse a sí mismo, la eutanasia implica una acción que se realiza (o se omite, según el caso) para evitar el sufrimiento de los enfermos desahuciados. Los ancianos esquimales de los que hablo no son enfermos sin cura, pero sí lo son sus unidades familiares: si no se elimina el elemento necesario, puede perecer la unidad familiar en su totalidad. La amputación del miembro adecuado reconstituye la distribución de los alimentos y hace que aquéllos individuos que siguen con vida vivan mejor. Para ello, hay quienes renuncian a conservar la vida. Es decir, es una muerte necesaria para evitar un sufrimiento mayor que sería imposible evitar de otro modo.

Si tenemos en cuenta el sexto mandamiento del libro del Éxodo, el famoso “no matarás”, cuya lectura se ha reducido en muchos casos a “sólo Dios puede conceder y quitar la vida”, los esquimales se dejan morir sin preocuparse por Dios, y lo hacen por sus circunstancias materiales. Por lo tanto, la gran mayoría de los esquimales arden hoy en el infierno cristiano.

Nada más lejos. El sexto mandamiento es un enunciado ético –cierto, revelado por Dios en nuestra cultura-, y la mayor parte de los esquimales, como la mayor parte de los humanos, no matan si no es que está en peligro su vida. Que sólo Dios conceda y quite, es un enunciado religioso, donde entra en juego la fe. La fe, me refiero ahora a la fe católica, aquélla que creemos universal en tantos casos, no es válida para todo el mundo. Y esto puede aplicarse a cualquier fe, sectas, bandas o cualquier asociación más o menos reglada.

Toda creación humana no puede sino representar un reflejo de las circunstancias en las que ha sido creada. En otras palabras: los herederos de la fe judeocristiana van al infierno por pedir que se les conceda el derecho a morir dignamente y a no sufrir ni suponer un sufrimiento para nadie, porque no les compete a ellos la decisión. La Iglesia política lo corroboró esta semana.

Qué gran fracaso es que en la opulenta sociedad del bienestar haya personas que deseen ser simples esquimales.

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