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La noche del día de fiesta

Óscar Arce Ruiz
Óscar Arce
domingo, 26 de febrero de 2006, 07:30 h (CET)
Conozco a alguien que ha preparado no con poco esmero su disfraz y a quien aún no sabe qué va a ponerse. He visto colegios esperando el día de fiesta, niños fabricando sus propios accesorios, maestras y maestros elaborando vestidos para ese día. En las paredes, hay carteles de grandes reuniones nocturnas con el fin de pasarlo bien, disfrutando envalentonados por la seguridad que a un actor le reserva el hecho de no ser quien dice ser.

Conozco, por otra parte, a personas que actuarán como siempre lo hacen, gente que prefiere no salir a la calle con otra máscara. Sujetos que tras la afirmación “ya voy disfrazado todo el año” promulgan que su uniforme de trabajo es un disfraz y que su vestimenta informal es una farsa, y que hasta su cama y las estanterías de su casa no son más que muebles de atrezzo.

Existen dos versiones de una fiesta: la de aquéllos que la esperan y la de aquéllos que esperan que pase. Los unos saben que es un día diferente a los demás; los otros saben que es un día exactamente igual al resto. Aún así, y concediendo a cada grupo la parte de verdad que tienen, quiero posicionarme a favor del segundo conjunto, el de los aburridos.

“La noche del día de fiesta” es el título de un poema de Giacomo Leopardi. El solo título ofrece una visión distinta de los días de fiesta. No miremos el momento del jolgorio, dice, centrémonos en lo que pasa después. Mientras dura la música, mientras aún queda comida y bebida, mientras los amigos aguantan, todo se nos antoja perfecto. Pero miremos de nuevo al final. El resultado no es nada diferente, seguimos siendo lo mismo que éramos. No somos más felices que ayer. Al contrario, volvemos a ser los trabajadores anclados a contratos esclavizantes, o los directivos estresados de antesdeayer.

El ocio nos permite evadirnos momentáneamente, pero no deja de ser un parche. Y cuanto más grande es el roto más grande debe ser el remiendo. Cuanto más se expande la precariedad social, más necesaria es la creación de grandes lugares y momentos de ocio. El fútbol, los carnavales, los fines de año, bodas, divorcios, aniversarios y celebraciones, por cualquier causa, en cualquier momento. Atrás quedó la religión como opio del pueblo: el ocio ocupa su lugar.

Estimulación, estimulación y estimulación. Que el instante enlace con otro instante, y éste con otro en una infinita cadena de placer. Eso queremos. Pero todo día de fiesta tiene su noche, su decadencia. A todo carnaval le sigue su quitarse el disfraz y su volver a ser quien eras.

Admiro a quienes esperan con avidez el día de fiesta. A quienes pueden salir de sí mismos y sobreponerse por un momento a la nada, y vivir en la ilusión del instante eterno. Y entiendo a quienes interpretan un papel diferente en todas las situaciones de su vida y no pretenden ser ellos mismos porque saben que no son sino la suma de decenas, cientos de disfraces y máscaras. En definitiva, admiro también a aquellos que no se conforman con pequeñas píldoras de felicidad y quieren ser felices siempre o no serlo nunca.

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