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La operatividad representativa ha de ser complementada con una directa participación ciudadana

¡Partidos, idos! (parte 3)

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Muchos titulares se han extraído de la entrevista que realizara Cristina Pardo al Gran Wyoming el pasado 14 de octubre en La Sexta, pero ningún medio ha hecho hincapié en la que a mi entender sería la más interesante de las reflexiones que formuló el polifacético presentador: el hecho de que en nuestro país, tras la transición, la sociedad civil fuera siendo desmantelada en favor de unos partidos políticos que se arrogaron el monopolio de la articulación de los intereses sociales, abocando a los ciudadanos a no inmiscuirse más de lo necesario en dicho ámbito, una despreocupación que, paulatinamente asumida, nos ha traído adonde nos hallamos. Y cuando creíamos que algo parecía conmoverse con el 15-M, resulta que lo más reseñable que se ha acabado logrando es situar a una serie de nuevas organizaciones partidistas en la lógica de las antes sentadas a la mesa.



Se ven algunas tentativas, no obstante, de acción ciudadana (los jubilados, verbigracia) que son vilipendiadas por el “statu quo”, ya que, al fin, los partidos vienen a ser un dique de contención impuesto por los grandes capitales para mantener adocenada a la aludida sociedad civil, germen, a la sazón, de la participación ciudadana en el Sistema.


Nuestros sistemas representativos se vienen sosteniendo en ciertos trampantojos que buscan apuntalar una legitimidad cada vez más cuestionada por la ciudadanía a la que se ha hurtado sutil y delusivamente su capacidad participativa; su potencial decisorio.


Carl Schmitt en su momento enunciaría-denunciaría el embeleco subyacente en el modelo de democracia representativa: “Ya en los comienzos de la democracia moderna nos encontramos con la extraña contradicción de que los demócratas radicales consideran su radicalismo democrático como criterio de selección para distinguirse de los demás como los verdaderos representantes de la voluntad del pueblo, lo que resulta un exclusivismo muy poco democrático” (1). Y a partir de dicha lógica se estructura todo un entramado en el que el ciudadano medio abdica casi absolutamente de su condición de partícipe en la gestión de lo público, salvo en ese marginal reducto que supone elegir periódicamente entre elites. “La población expresa opiniones, pero sólo sobre las cuestiones elegidas por un grupo concreto de la sociedad” (2) escribía Bernard Manning, que añadía cómo las empresas de sondeos pulsan opiniones habiendo previamente elegido a su gusto las preguntas a formular, así como el modo de hacerlo (3), por lo que, más que debate público, habría consentimiento, un consentimiento inducido. Manning, asimismo, observaba que, lejos de autogobernarse, la comunidad emite un veredicto (4), mas dicho veredicto es retrospectivo, y al ritmo que transcurren los acontecimientos en la actualidad, se le hace cada vez más difícil al ciudadano realizar un balance solvente de aciertos y tropelías cometidos por los representantes, adscritos a unos partidos a cuyas siglas suelen votar los electores, prevaleciendo muchas veces sus simpatías por estas frente una serena valoración de la gestión llevada a cabo por los poderes públicos en cuestión.


Y si hablamos de instancias supraestatales, como la Unión Europea, todo se acentúa: la participación a través del voto es menor y las instituciones que la conforman muy poco conocidas, lo que llevaba a Carlos Taibo a afirmar lo siguiente: “Cabe preguntarse si no es la globalización capitalista, antes que el proceso propio de la UE, lo que está provocando cierto arrinconamiento de los Estados-nación integrados en la Unión […]. Tampoco hay, en el ámbito común, una aplicación perceptible del principio de división de poderes” (5), circunstancias que parecen hacer apremiante una reconsideración de nuestras democracias, buscando un más relevante lugar para la sociedad civil, que, por supuesto, llegue también hasta más superiores instancias de gobernabilidad.


El profesor Eusebio Fernández García se refería a la necesaria armonización de la sociedad civil y el Estado: “Reivindicar mayor protagonismo para la sociedad civil, con la consiguiente aminoración de la intervención del Estado en la vida social, equivale, entre otras cosas, a recuperar en unos casos y a revitalizar en otros, mayor capacidad de iniciativa, libertad, responsabilidad y confianza de los ciudadanos y para los ciudadanos. Ello no significa sustituir el Estado por la sociedad civil ni tampoco desmantelar el Estado de bienestar social, puesto que hay unas tareas, por ejemplo el orden público y la defensa en el caso del Estado social, que no pueden ser asumidos totalmente de forma correcta por la sociedad civil” (6). Este párrafo no resulta baladí en un tiempo en el que los sistemas parlamentarios occidentales son víctimas de un gran desprestigio y de una notoria falta de credibilidad, ganados a pulso, y en el que, a su vez, generan un gran desafecto en la ciudadanía hacia las instituciones, vistas como lejanas y cerradas, al servicio de unas elites cínicas y corruptas. Una situación en la que, según Domingo García Marzá, “lo deseable no es posible y lo posible es claramente injusto” (7). Precisamente García Marzá teorizaba aportando ideas, fundadas en doctas hipótesis precedentes, en favor de una mayor participación ciudadana en los sistemas democráticos, con fórmulas sustentadas en una mayor comunicación que generase la necesaria interrelación ciudadana: “la democracia no tiene tanto que ver con el equilibrio o agregación de intereses privados, sino con la participación, la deliberación y la búsqueda de acuerdos que nos permita definir, en caso de conflicto, ‘intereses más amplios’, con los que nos podamos identificar” (8). Además reivindicaba una “igual participación” que exigiría que hubiera “una apertura de los mecanismos representativos (parlamento, concurrencia de partidos, sufragio universal, regla de mayorías, etc.) a la influencia de la opinión pública como voz de los intereses generalizables” (9). Personalmente, abogaría por ir más allá: los partidos no hacen hoy sino entorpecer la legítima participación ciudadana en lo de todos, por lo que sería interesante poder elegir, reforma institucional mediante, a los representantes de manera periódica por sorteo, quedando controlados por una bien articulada sociedad civil (a su vez controlada desde las instituciones); siendo (por otra parte) tasadas convenientemente sus atribuciones a través de un sistema de contrapesos que blindasen a la sociedad contra abusos de la índole de los que padecemos en la actualidad y que nos ofrecen un panorama que de manera pesimista expresaba así el profesor David Hernández Fuente: “Nos hacen olvidar tanto los valores humanistas como la realidad de que nos están hurtando poco a poco no solo el futuro sino incluso el presente. ¿Es este el ‘fin de las seguridades’? Quizá, pero está suavemente edulcorado por una realidad virtual que aflora en las pantallas, en los móviles de todos, de los que nadie nunca levanta la vista para no ver al prójimo y, más allá, la crisis profunda en la que estamos inmersos” (10). Pues eso.


Notas

(1) Schmitt, C. (1996): “Sobre el parlamentarismo”, Madrid, Tecnos, p. 35.

(2) Manning, B. (1998): “Los principios del gobierno representativo”, Madrid, Alianza, p. 211.

(3) Cfr. Ibid., p. 212.

(4) Cfr. Ibid., p. 220.

(5) Taibo, C. (2006): “Crítica de la Unión Europea”, Madrid, Catarata, p. 22.

(6) Fernández García, E. (coord.) (1996): “Valores, derechos y Estado a finales del siglo XX”, Madrid, Dykinson, p. 128.

(7) García Marzá, D. (julio-diciembre de 2015): “El valor democrático de la sociedad civil: una respuesta a la desafección”, “Thémata”, nº 52, pp. 93-109, p. 103.

(8) Ibid., p. 100.

(9) Ibid., pp. 104-105.

(10) Hernández Fuente, D. (13-10-2018): “El fin de las seguridades”, “La Razón”, p. 27.

¡Partidos, idos! (parte 3)

La operatividad representativa ha de ser complementada con una directa participación ciudadana
Diego Vadillo López
martes, 16 de octubre de 2018, 09:13 h (CET)

Muchos titulares se han extraído de la entrevista que realizara Cristina Pardo al Gran Wyoming el pasado 14 de octubre en La Sexta, pero ningún medio ha hecho hincapié en la que a mi entender sería la más interesante de las reflexiones que formuló el polifacético presentador: el hecho de que en nuestro país, tras la transición, la sociedad civil fuera siendo desmantelada en favor de unos partidos políticos que se arrogaron el monopolio de la articulación de los intereses sociales, abocando a los ciudadanos a no inmiscuirse más de lo necesario en dicho ámbito, una despreocupación que, paulatinamente asumida, nos ha traído adonde nos hallamos. Y cuando creíamos que algo parecía conmoverse con el 15-M, resulta que lo más reseñable que se ha acabado logrando es situar a una serie de nuevas organizaciones partidistas en la lógica de las antes sentadas a la mesa.



Se ven algunas tentativas, no obstante, de acción ciudadana (los jubilados, verbigracia) que son vilipendiadas por el “statu quo”, ya que, al fin, los partidos vienen a ser un dique de contención impuesto por los grandes capitales para mantener adocenada a la aludida sociedad civil, germen, a la sazón, de la participación ciudadana en el Sistema.


Nuestros sistemas representativos se vienen sosteniendo en ciertos trampantojos que buscan apuntalar una legitimidad cada vez más cuestionada por la ciudadanía a la que se ha hurtado sutil y delusivamente su capacidad participativa; su potencial decisorio.


Carl Schmitt en su momento enunciaría-denunciaría el embeleco subyacente en el modelo de democracia representativa: “Ya en los comienzos de la democracia moderna nos encontramos con la extraña contradicción de que los demócratas radicales consideran su radicalismo democrático como criterio de selección para distinguirse de los demás como los verdaderos representantes de la voluntad del pueblo, lo que resulta un exclusivismo muy poco democrático” (1). Y a partir de dicha lógica se estructura todo un entramado en el que el ciudadano medio abdica casi absolutamente de su condición de partícipe en la gestión de lo público, salvo en ese marginal reducto que supone elegir periódicamente entre elites. “La población expresa opiniones, pero sólo sobre las cuestiones elegidas por un grupo concreto de la sociedad” (2) escribía Bernard Manning, que añadía cómo las empresas de sondeos pulsan opiniones habiendo previamente elegido a su gusto las preguntas a formular, así como el modo de hacerlo (3), por lo que, más que debate público, habría consentimiento, un consentimiento inducido. Manning, asimismo, observaba que, lejos de autogobernarse, la comunidad emite un veredicto (4), mas dicho veredicto es retrospectivo, y al ritmo que transcurren los acontecimientos en la actualidad, se le hace cada vez más difícil al ciudadano realizar un balance solvente de aciertos y tropelías cometidos por los representantes, adscritos a unos partidos a cuyas siglas suelen votar los electores, prevaleciendo muchas veces sus simpatías por estas frente una serena valoración de la gestión llevada a cabo por los poderes públicos en cuestión.


Y si hablamos de instancias supraestatales, como la Unión Europea, todo se acentúa: la participación a través del voto es menor y las instituciones que la conforman muy poco conocidas, lo que llevaba a Carlos Taibo a afirmar lo siguiente: “Cabe preguntarse si no es la globalización capitalista, antes que el proceso propio de la UE, lo que está provocando cierto arrinconamiento de los Estados-nación integrados en la Unión […]. Tampoco hay, en el ámbito común, una aplicación perceptible del principio de división de poderes” (5), circunstancias que parecen hacer apremiante una reconsideración de nuestras democracias, buscando un más relevante lugar para la sociedad civil, que, por supuesto, llegue también hasta más superiores instancias de gobernabilidad.


El profesor Eusebio Fernández García se refería a la necesaria armonización de la sociedad civil y el Estado: “Reivindicar mayor protagonismo para la sociedad civil, con la consiguiente aminoración de la intervención del Estado en la vida social, equivale, entre otras cosas, a recuperar en unos casos y a revitalizar en otros, mayor capacidad de iniciativa, libertad, responsabilidad y confianza de los ciudadanos y para los ciudadanos. Ello no significa sustituir el Estado por la sociedad civil ni tampoco desmantelar el Estado de bienestar social, puesto que hay unas tareas, por ejemplo el orden público y la defensa en el caso del Estado social, que no pueden ser asumidos totalmente de forma correcta por la sociedad civil” (6). Este párrafo no resulta baladí en un tiempo en el que los sistemas parlamentarios occidentales son víctimas de un gran desprestigio y de una notoria falta de credibilidad, ganados a pulso, y en el que, a su vez, generan un gran desafecto en la ciudadanía hacia las instituciones, vistas como lejanas y cerradas, al servicio de unas elites cínicas y corruptas. Una situación en la que, según Domingo García Marzá, “lo deseable no es posible y lo posible es claramente injusto” (7). Precisamente García Marzá teorizaba aportando ideas, fundadas en doctas hipótesis precedentes, en favor de una mayor participación ciudadana en los sistemas democráticos, con fórmulas sustentadas en una mayor comunicación que generase la necesaria interrelación ciudadana: “la democracia no tiene tanto que ver con el equilibrio o agregación de intereses privados, sino con la participación, la deliberación y la búsqueda de acuerdos que nos permita definir, en caso de conflicto, ‘intereses más amplios’, con los que nos podamos identificar” (8). Además reivindicaba una “igual participación” que exigiría que hubiera “una apertura de los mecanismos representativos (parlamento, concurrencia de partidos, sufragio universal, regla de mayorías, etc.) a la influencia de la opinión pública como voz de los intereses generalizables” (9). Personalmente, abogaría por ir más allá: los partidos no hacen hoy sino entorpecer la legítima participación ciudadana en lo de todos, por lo que sería interesante poder elegir, reforma institucional mediante, a los representantes de manera periódica por sorteo, quedando controlados por una bien articulada sociedad civil (a su vez controlada desde las instituciones); siendo (por otra parte) tasadas convenientemente sus atribuciones a través de un sistema de contrapesos que blindasen a la sociedad contra abusos de la índole de los que padecemos en la actualidad y que nos ofrecen un panorama que de manera pesimista expresaba así el profesor David Hernández Fuente: “Nos hacen olvidar tanto los valores humanistas como la realidad de que nos están hurtando poco a poco no solo el futuro sino incluso el presente. ¿Es este el ‘fin de las seguridades’? Quizá, pero está suavemente edulcorado por una realidad virtual que aflora en las pantallas, en los móviles de todos, de los que nadie nunca levanta la vista para no ver al prójimo y, más allá, la crisis profunda en la que estamos inmersos” (10). Pues eso.


Notas

(1) Schmitt, C. (1996): “Sobre el parlamentarismo”, Madrid, Tecnos, p. 35.

(2) Manning, B. (1998): “Los principios del gobierno representativo”, Madrid, Alianza, p. 211.

(3) Cfr. Ibid., p. 212.

(4) Cfr. Ibid., p. 220.

(5) Taibo, C. (2006): “Crítica de la Unión Europea”, Madrid, Catarata, p. 22.

(6) Fernández García, E. (coord.) (1996): “Valores, derechos y Estado a finales del siglo XX”, Madrid, Dykinson, p. 128.

(7) García Marzá, D. (julio-diciembre de 2015): “El valor democrático de la sociedad civil: una respuesta a la desafección”, “Thémata”, nº 52, pp. 93-109, p. 103.

(8) Ibid., p. 100.

(9) Ibid., pp. 104-105.

(10) Hernández Fuente, D. (13-10-2018): “El fin de las seguridades”, “La Razón”, p. 27.

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