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Un relato breve de Francisco Castro

Los viejos bancos de la plaza

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La plaza estaba prácticamente desierta. A esa hora, con los niños entrando en el colegio y los adultos agolpados en la puerta de éste y rumoreando sobre los ausentes, nadie estaba lo suficientemente ocioso para sentarse en alguno de los bancos de madera carcomida que necesitaban un cepillado y dos manos de barniz. La vieja plaza triangular, que se inauguró cuatro décadas atrás, tenía tres hemiciclos formado por estos ajados bancos, dispuestos en cada uno de los vértices y enfocados hacia la parte central que contenía un antiguo quiosco de orquesta, sin uso desde hacía mucho tiempo.


La mañana era fría, una de esas jornadas brumosas de finales de noviembre que anticipan la proximidad del invierno. A un escaso centenar de metros de la plaza, un Centro de Salud recibía el cotidiano caudal de pacientes que acudían a la consulta médica o a vacunarse de la gripe. De una bocacalle que desembocaba en la plaza surgió de improviso una pareja. Desde lejos daban la sensación de ser un matrimonio de avanzada edad. Sin embargo, al atravesar la plaza en dirección al ambulatorio y vérseles de cerca, se apreció la considerable diferencia de edad que, junto a la conversación fácilmente audible que mantenían, indicaba que eran madre e hijo.


La mujer, nonagenaria, iba cogida del brazo de su vástago, que por su aspecto descuidado casi parecía mayor que ella. Él iba todo el rato recalcando que tenían la tensión estupendamente.


«¿Verdad que estamos muy bien, mamá?» –repetía constantemente.

«Acuérdate de decírselo al médico, mamá. Estamos genial».


La mujer no pronunciaba palabra alguna y asentía circunspecta. Al final, el mantra del hombre acabó diluyéndose en los sonidos de la mañana y se alejaron con parsimonia.


Apenas veinte minutos después volvían a atravesar la plaza, esta vez en dirección contraria.


«No sé por qué dice el médico que tengo que adelgazar. Si apenas como».

«¿Verdad que estamos muy bien, mamá? Dímelo, anda».


La mujer asentía, callada e inexpresiva.


Comenzaba a llover intensamente cuando desaparecieron por la bocacalle que los había llevado a la plaza. Los bancos, con la lluvia arrastrando los detritos que ensuciaban su vieja madera, parecían mucho más nuevos, como si hubiese retrocedido el calendario algunas décadas.

Los viejos bancos de la plaza

Un relato breve de Francisco Castro
Francisco Castro Guerra
jueves, 4 de octubre de 2018, 08:32 h (CET)

La plaza estaba prácticamente desierta. A esa hora, con los niños entrando en el colegio y los adultos agolpados en la puerta de éste y rumoreando sobre los ausentes, nadie estaba lo suficientemente ocioso para sentarse en alguno de los bancos de madera carcomida que necesitaban un cepillado y dos manos de barniz. La vieja plaza triangular, que se inauguró cuatro décadas atrás, tenía tres hemiciclos formado por estos ajados bancos, dispuestos en cada uno de los vértices y enfocados hacia la parte central que contenía un antiguo quiosco de orquesta, sin uso desde hacía mucho tiempo.


La mañana era fría, una de esas jornadas brumosas de finales de noviembre que anticipan la proximidad del invierno. A un escaso centenar de metros de la plaza, un Centro de Salud recibía el cotidiano caudal de pacientes que acudían a la consulta médica o a vacunarse de la gripe. De una bocacalle que desembocaba en la plaza surgió de improviso una pareja. Desde lejos daban la sensación de ser un matrimonio de avanzada edad. Sin embargo, al atravesar la plaza en dirección al ambulatorio y vérseles de cerca, se apreció la considerable diferencia de edad que, junto a la conversación fácilmente audible que mantenían, indicaba que eran madre e hijo.


La mujer, nonagenaria, iba cogida del brazo de su vástago, que por su aspecto descuidado casi parecía mayor que ella. Él iba todo el rato recalcando que tenían la tensión estupendamente.


«¿Verdad que estamos muy bien, mamá?» –repetía constantemente.

«Acuérdate de decírselo al médico, mamá. Estamos genial».


La mujer no pronunciaba palabra alguna y asentía circunspecta. Al final, el mantra del hombre acabó diluyéndose en los sonidos de la mañana y se alejaron con parsimonia.


Apenas veinte minutos después volvían a atravesar la plaza, esta vez en dirección contraria.


«No sé por qué dice el médico que tengo que adelgazar. Si apenas como».

«¿Verdad que estamos muy bien, mamá? Dímelo, anda».


La mujer asentía, callada e inexpresiva.


Comenzaba a llover intensamente cuando desaparecieron por la bocacalle que los había llevado a la plaza. Los bancos, con la lluvia arrastrando los detritos que ensuciaban su vieja madera, parecían mucho más nuevos, como si hubiese retrocedido el calendario algunas décadas.

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