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No hay partido político que se decida a abordar los problemas reales que padece el país

La crisis que padecemos

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El sistema bipartidista en el que dos grupos con una amplia base social se alternan en el Poder, que era el que hasta hace pocas décadas parecía preferible para la buena marcha de las democracias occidentales, se ha ido resquebrajando. Y aunque esas fuerzas mantengan parte de su vigor, han surgido otros partidos que se han nutrido del descontento de una y otra tendencia; de manera que aquellas mayorías absolutas que permitían gobernar con holgura han desaparecido. Ahora hay que pactar; cosa que en principio no tendría por qué ser mala… excepto si se hace con el diablo.


Este fenómeno no sólo ha ocurrido aquí. Alemania, Italia y otros países fundamentales de la UE también lo padecen. Hace sólo unos meses, Angela Merkel estuvo a punto de no poder formar gobierno y únicamente por haber recurrido a la “Grosse Koalition” se pudo evitar el trance de tener que repetir las elecciones. La situación, aunque diferente, no es mejor en Italia y sólo Francia –ejemplo de lo que puede ser una república presidencialista que funciona- parece mantenerse firme, gracias a haber encontrado un líder en la figura de Macron.


Resulta evidente que la debilidad de los grandes partidos se debe, en gran medida, a la incapacidad de sus dirigentes para acometer los problemas reales; que son aquellos que de verdad afectan a la marcha saludable, y no a trancas y barrancas, de un país.


En España, donde, como nuestro clima, todo tiende a los extremos, estos factores negativos que caracterizan en la actualidad a una buena parte de las democracias europeas, se han exacerbado.

Pero antes de seguir con esta reflexión, habría que concretar cuáles son aquellos “problemas básicos” que ningún partido decide acometer de verdad; es decir, aquellos ante los cuales cabría decir: “es hora de coger al toro por los cuernos”


No creo dejarme ninguno en el tintero al, grosso modo, enumerarlos así:

  1. La situación económica (en todas sus vertientes, que incluye una revisión de la financiación autonómica)
  2. La inmigración ilegal (y el cuidado sistemático de nuestras fronteras)
  3. La unidad nacional (como factor no negociable)

José Luis Rodríguez Zapatero –inopinado “líder tentetieso” del Partido Socialista- fue el que sentó las bases de una sinrazón que llega hasta nuestros días. En primer lugar, no sólo contribuyó con su pésima política económica a un extraordinario endeudamiento del país, sino que, aplicando eso que han llamado “buenismo”, permitió que muchos ciudadanos extranjeros que vivían ilegalmente en España se beneficiaran de prestaciones sociales de todo tipo (vivienda, manutención, ayudas escolares, sanidad etc.) lo cual incidió en el aumento de la deuda, en un recorte sustancial de los beneficios sociales a los “legales” (inmigrantes o nacionales) y en que se produjera la primera oleada masiva de inmigrantes por lo que se conoce como “efecto llamada”. Sus ocho años de gobierno fueron un desastre en lo económico –recuérdese que hasta llegó a negar que la crisis internacional nos afectara, aunque se acababa de producir la caída de Lehman Brothers- y un caso asombroso de improvisación política cuyas consecuencias estamos pagando caro. Por otra parte, sentó las bases para que el problema del separatismo catalán adquiriera las dimensiones que tiene en la actualidad… Y redujo a mínimos nuestro prestigio internacional.


Pero… ¿qué decir de Rajoy?


Tras dos legislaturas y media al frente del Gobierno (la primera de las cuales con una mayoría absoluta sin precedentes) no supo atajar de manera eficaz el flujo imparable de inmigrantes y, aunque consiguió frenar el desastre económico mediante la aplicación de recortes draconianos, no logró sentar las bases de una verdadera regeneración del tejido económico. Tampoco se atrevió a derogar algunas leyes claramente lesivas, como las conocidas popularmente como “ley del aborto” y “ley de la memoria histórica”. Su actitud pasiva, que sólo reaccionaba ante los hechos consumados, no impidió la celebración del referendum ilegal para la independencia de Cataluña. Una independencia y una posterior proclamación de la república que sólo fueron frenadas, no eliminadas, con la tibia aplicación del artículo 155 de la Constitución.


El pacto inestable del Partido Popular con Ciudadanos, tras las últimas elecciones, ha permitido gobernar a Rajoy unos meses; mas la salud de ese Gobierno estaba tan quebrantada, que un pequeño catarro tomó la forma de una cutre moción de censura y acabó con él en junio. Y se produjo lo nunca visto: el PSOE, “liderado” por una suerte de versión corregida y aumentada de ZP, Pedro Sánchez, se alzó con el Poder, aun no contando con más de 84 diputados en el Parlamento.


Hablé anteriormente de que los pactos no tienen necesariamente por qué ser malos, excepto si se hacen con el diablo. Pues bien, esto es precisamente lo que ha hecho Sánchez para poder gobernar: pactar con aquellos (Podemos, las fuerzas independentistas catalanas y vascas) que aspiran desestabilizar a la sociedad civil para obtener sus objetivos.

No se puede hablar de cien días de gobierno, sino de desgobierno. Tres meses en los que un Ejecutivo de pacotilla no ha hecho otra cosa que aventar su demagogia barata (la exhumación de los restos de Franco, a la cabeza) dar palos de ciego y hacer el ridículo.


La situación se presenta insostenible. Sólo podría evitarse que el Estado continúe a la deriva, dirigiéndose paso a paso hacia el ojo del huracán, con la convocatoria de unas nuevas elecciones generales.


¿Resolvería ello el problema?


No. Tan sólo serviría de cortafuego. Las mechas llevan mucho tiempo encendidas y ningún partido, hoy por hoy, está en condiciones de apagarlas.

La crisis que padecemos

No hay partido político que se decida a abordar los problemas reales que padece el país
Luis del Palacio
sábado, 15 de septiembre de 2018, 00:05 h (CET)

El sistema bipartidista en el que dos grupos con una amplia base social se alternan en el Poder, que era el que hasta hace pocas décadas parecía preferible para la buena marcha de las democracias occidentales, se ha ido resquebrajando. Y aunque esas fuerzas mantengan parte de su vigor, han surgido otros partidos que se han nutrido del descontento de una y otra tendencia; de manera que aquellas mayorías absolutas que permitían gobernar con holgura han desaparecido. Ahora hay que pactar; cosa que en principio no tendría por qué ser mala… excepto si se hace con el diablo.


Este fenómeno no sólo ha ocurrido aquí. Alemania, Italia y otros países fundamentales de la UE también lo padecen. Hace sólo unos meses, Angela Merkel estuvo a punto de no poder formar gobierno y únicamente por haber recurrido a la “Grosse Koalition” se pudo evitar el trance de tener que repetir las elecciones. La situación, aunque diferente, no es mejor en Italia y sólo Francia –ejemplo de lo que puede ser una república presidencialista que funciona- parece mantenerse firme, gracias a haber encontrado un líder en la figura de Macron.


Resulta evidente que la debilidad de los grandes partidos se debe, en gran medida, a la incapacidad de sus dirigentes para acometer los problemas reales; que son aquellos que de verdad afectan a la marcha saludable, y no a trancas y barrancas, de un país.


En España, donde, como nuestro clima, todo tiende a los extremos, estos factores negativos que caracterizan en la actualidad a una buena parte de las democracias europeas, se han exacerbado.

Pero antes de seguir con esta reflexión, habría que concretar cuáles son aquellos “problemas básicos” que ningún partido decide acometer de verdad; es decir, aquellos ante los cuales cabría decir: “es hora de coger al toro por los cuernos”


No creo dejarme ninguno en el tintero al, grosso modo, enumerarlos así:

  1. La situación económica (en todas sus vertientes, que incluye una revisión de la financiación autonómica)
  2. La inmigración ilegal (y el cuidado sistemático de nuestras fronteras)
  3. La unidad nacional (como factor no negociable)

José Luis Rodríguez Zapatero –inopinado “líder tentetieso” del Partido Socialista- fue el que sentó las bases de una sinrazón que llega hasta nuestros días. En primer lugar, no sólo contribuyó con su pésima política económica a un extraordinario endeudamiento del país, sino que, aplicando eso que han llamado “buenismo”, permitió que muchos ciudadanos extranjeros que vivían ilegalmente en España se beneficiaran de prestaciones sociales de todo tipo (vivienda, manutención, ayudas escolares, sanidad etc.) lo cual incidió en el aumento de la deuda, en un recorte sustancial de los beneficios sociales a los “legales” (inmigrantes o nacionales) y en que se produjera la primera oleada masiva de inmigrantes por lo que se conoce como “efecto llamada”. Sus ocho años de gobierno fueron un desastre en lo económico –recuérdese que hasta llegó a negar que la crisis internacional nos afectara, aunque se acababa de producir la caída de Lehman Brothers- y un caso asombroso de improvisación política cuyas consecuencias estamos pagando caro. Por otra parte, sentó las bases para que el problema del separatismo catalán adquiriera las dimensiones que tiene en la actualidad… Y redujo a mínimos nuestro prestigio internacional.


Pero… ¿qué decir de Rajoy?


Tras dos legislaturas y media al frente del Gobierno (la primera de las cuales con una mayoría absoluta sin precedentes) no supo atajar de manera eficaz el flujo imparable de inmigrantes y, aunque consiguió frenar el desastre económico mediante la aplicación de recortes draconianos, no logró sentar las bases de una verdadera regeneración del tejido económico. Tampoco se atrevió a derogar algunas leyes claramente lesivas, como las conocidas popularmente como “ley del aborto” y “ley de la memoria histórica”. Su actitud pasiva, que sólo reaccionaba ante los hechos consumados, no impidió la celebración del referendum ilegal para la independencia de Cataluña. Una independencia y una posterior proclamación de la república que sólo fueron frenadas, no eliminadas, con la tibia aplicación del artículo 155 de la Constitución.


El pacto inestable del Partido Popular con Ciudadanos, tras las últimas elecciones, ha permitido gobernar a Rajoy unos meses; mas la salud de ese Gobierno estaba tan quebrantada, que un pequeño catarro tomó la forma de una cutre moción de censura y acabó con él en junio. Y se produjo lo nunca visto: el PSOE, “liderado” por una suerte de versión corregida y aumentada de ZP, Pedro Sánchez, se alzó con el Poder, aun no contando con más de 84 diputados en el Parlamento.


Hablé anteriormente de que los pactos no tienen necesariamente por qué ser malos, excepto si se hacen con el diablo. Pues bien, esto es precisamente lo que ha hecho Sánchez para poder gobernar: pactar con aquellos (Podemos, las fuerzas independentistas catalanas y vascas) que aspiran desestabilizar a la sociedad civil para obtener sus objetivos.

No se puede hablar de cien días de gobierno, sino de desgobierno. Tres meses en los que un Ejecutivo de pacotilla no ha hecho otra cosa que aventar su demagogia barata (la exhumación de los restos de Franco, a la cabeza) dar palos de ciego y hacer el ridículo.


La situación se presenta insostenible. Sólo podría evitarse que el Estado continúe a la deriva, dirigiéndose paso a paso hacia el ojo del huracán, con la convocatoria de unas nuevas elecciones generales.


¿Resolvería ello el problema?


No. Tan sólo serviría de cortafuego. Las mechas llevan mucho tiempo encendidas y ningún partido, hoy por hoy, está en condiciones de apagarlas.

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