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“La sociedad simplemente se ha convertido en la nueva divinidad ante la cual se protesta y se pide reparación si no satisface las expectativas que ha creado” Friedrich Hayek

Las calles, el cáncer de la democracia

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Nuestros dirigentes no se dieron cuenta de que no era suficiente con crear una Constitución para los españoles, sino que, además, era preciso que algunos aspectos esbozados en la misma tuvieran un posterior desarrollo, para evitar que lecturas equivocadas, falta de claridad o torticeras interpretaciones pudieran desvirtuar su correcta aplicación, tergiversar la idea que indujo al legislador a crear aquel precepto o a engendrar la suficiente confusión para que, en lugar de ser una referencia a la que acudir en caso de duda, pudiera convertirse en motivo de discusiones, pleitos o enfrentamientos peligrosos. Juntamente con el tema de las autonomías, hoy tan en boga y motivo de situaciones que están poniendo en duda la misma unidad de la nación española; la cuestión de la obligatoria aplicación y conocimiento del idioma español en todas las tierras de nuestro país ( algo que, por desgracia, se ha convertido en una mera utopía); del desarrollo del llamado derecho de huelga por medio de una ley orgánica que fijara sus condiciones, sus límites y los casos en los que pudiera celebrarse, existe un punto en nuestra Constitución de 1978, que ha adquirido tal importancia, ha causado tantos problemas y que, sin duda, se presta a poner en duda la propia democracia si no se establecen, por medio de una nueva Ley, los topes, los contenidos amén de reglamentarse las sanciones a las que pueden dar lugar las extralimitaciones que afecten al orden público, a la salvaguardia de la honra de las personas y los casos en los que, una forma maniquea del derecho a utilizar el derecho constitucional que lo ampara, pueda llegar a colisionar con el Código Penal, al entrar en el campo del delito.


Nos referimos, naturalmente, al caso del tan discutido derecho de libre expresión y manifestación. El Artº 21 de nuestra Constitución reconoce el derecho de reunión pacífica y sin armas, cuyo ejercicio no necesita autorización previa de la autoridad, que “sólo podrá prohibirlas cuando existan razones fundadas de alteración del orden público, con peligro para personas o bienes”. Por su parte, la Ley Orgánica 9/1983, que regula el derecho de reunión, encomienda a la autoridad gubernativa «proteger» las reuniones y manifestaciones, frente a quienes trataran de impedir, perturbar o menoscabar el lícito ejercicio del derecho. Por su parte, el artículo 20 de la CE, prevé la suspensión del derecho a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones, solamente, en el caso de que se hubiera declarado el «estado de excepción o de sitio». A la vista de lo legislado, que deja al arbitrio de la Autoridad gubernativa el determinar si una manifestación o reunión públicas supone alteración del orden público que, a su vez, suponga peligro para personas y bienes. ¿Cuándo se da este caso? Generalmente, muy pocas veces antes de que se hayan empezado a desarrollarse, algo que supone que cuando ya se han empezado a destruir los bienes o a poner en peligro a las personas es precisamente en el momento en que las salvajadas ya han empezado a producirse. Es decir, cuando ya es muy difícil evitar el daño que se pretende evitar y tarde para intervenir con eficacia.


¿Se debe entender que hay alguna autoridad que se atreva, así como hoy se entiende el omnímodo derecho a salir a las calles a protestar, a prohibir una manifestación de grupos políticos de ideas avanzadas o contrarias al sistema de gobierno vigente en el país, por el mero hecho de que se tenga “la previsión” de que se van a producir alteraciones callejeras y que éstas impliquen peligro de destrucción de bienes o males a personas? ¡Qué va! Los responsables de orden en cualquier ciudad, especialmente en las grandes capitales, saben que si lo prohíben va a tener que enfrentarse a los partidos políticos que se sientan perjudicados o incluso a aquellos que apoyen a los manifestantes. Lo que sucede es que, aún en el caso de que la Autoridad decida intervenir cuando las calles están en manos de vándalos que intentan convertirlas en lugares de enfrentamiento y destrucción, y deciden enviar a la fuerza pública encargada de repeler a los que alteran el orden, lo hacen previa advertencia a los mandos de los comandos operativos que se abstengan de cargar contra los manifestantes, disparar bolas de goma o utilizar medidas contundentes contra los amotinados; sabedores de que, al primer herido que se produzca, van a ser objeto de las iras de los organizadores de la trifulca, de la colaboración de la prensa adicta y sensacionalista y, en muchos casos, expuestos a que se presenten denuncias ante los tribunales por supuestos excesos de los policías cuando, en realidad, apenas se han atrevido a repeler a quienes los agreden, los insultan, los empujan o se les orinan en los pantalones.


Y si nos hemos referido a este tema es, simplemente, por el hecho cierto de que no hay día en el que la tranquilidad de las ciudades españolas no se vea alterada por alguna de estas expresiones de “libertad de manifestación” que se han convertido en el arma de sindicatos y partidos de las izquierdas, de estos que lo que no logran en el Parlamento por no tener los votos suficientes, intentan conseguirlo a través de crear la inseguridad en las calles de las grandes ciudades, donde saben que si consiguen crear dificultades a los ciudadanos, tendrán la propaganda que andan buscando para sacar a la luz el tema que intentan promocionar. Manifestaciones en el País Vasco en apoyo de unos delincuentes cobardes que agredieron a unos guardias civiles de paisano que estaban tomando unas copas, con sus parejas, en un bar. Para estos manifestantes ciudadanos, la ley no existe, el fanatismo guía sus pasos y el delito cometido por los bárbaros que van a ser enjuiciados, es un acto que debe ser aplaudido porque, en Euskadi, no quieren que haya policía española. ¿Y esto no supone un acto que debiera de estar prohibido por defender a unos sinvergüenzas que machacaron a dos pobres personas? Sí, pero ¿quién es el que le pone el cascabel al gato?


En Barcelona, Colau, Mas y los sindicatos, de la mano, en otra manifestación separatista con todo lujo de banderas, eslóganes y carteles de apoyo al soberanismo y a la “república catalana”; son los primeros que, siendo autoridades, presuntamente, las que debieran prohibir este género de manifestaciones, son los primeros que no dudan en enfrentarse al TC y al Estado, reivindicando que unos señores acusados por delitos contemplados en el CP, sean liberados por el sólo hecho de que sean independentistas. Por otra parte, ante el hecho de que los CDR siguen en activo, el PP catalán ha registrado una propuesta de resolución en el Parlament para instar a TV3 y al resto de medios públicos catalanes de la Corporación Catalana de Medios Audiovisuales (CCMA) a dejar de hacer "apología de la violencia" de los Comités de Defensa de la República (CDR), ¿alguien piensa que va a tener el más mínimo efecto?, por supuesto que no. Es evidente que el Gobierno quiere evitar cualquier acto que contribuya a crear nuevos problemas que luego no merezcan el respaldo de la oposición.


Miles de personas en las calles, que se supone que tendrían otros quehaceres más importantes que estar protestando sobre temas de los que, la mayoría de los asistentes no tienen la más mínima idea. Es cierto que, estas reiteradas manifestaciones de pensionistas reclamando contra la precariedad de las pensiones y quejándose de que se diga que aumentan cuando sólo se incrementan en un mísero 0´25%; están más que justificadas. Lo malo es que, asuntos que serían perfectamente defendibles si se presentaran debidamente razonados y, teniendo en cuenta que el tema de las pensiones es de suma gravedad mientras no se tomen medidas para cambiar del sistema de reparto a otro en el que la financiación se reparta entre las cotizaciones y los PGE y se conciencie, a las jóvenes generaciones, que hay que empezar a crear inversiones en pensiones privadas que puedan complementar a las públicas; expuestos de forma airada y violenta no pueden ser atendidos. Es obvio que, con sueldos bajos como los actuales, parece una boutade pretender que se detraigan de ellos cantidades cuando apenas sirven para sobrevivir; pero se podrían arbitrar que, una parte de las actuales retenciones hechas por las empresas para la cotización a la Seguridad Social, se invirtieran en crear un seguro para el personal de la empresa de modo que, los sueldos bajos no tuvieran que contribuir a él hasta que alcanzar una determinada cifra que lo permitiera.


No serán los promotores, los agitadores, los instigadores revolucionarios, los incitadores a la huelga los que, sacando a las calles a los ancianos, consigan que el erario público pueda asumir un gasto que no está en sus posibilidades ni que se solucione por el mero hecho de salir a protestar el espinoso, complicado y costoso problema de cómo se pueden subvencionar, en un futuro cercano, las cantidades, cada vez más elevadas, que son precisas a causa del envejecimiento de la población, la falta de nacimientos que proporcionen nuevos trabajadores que, con su actividad, contribuyan a pagar las pensiones de los mayores. Lo que no se comprende es que todavía no se haya reunido de nuevo el Pacto de Toledo para que, entre todos y sin hacer política de un tema tan importante, se pongan los cimientos para un sistema de pensiones que sea sostenible aunque, para ello, sea preciso que se arbitren, en los PGE, las dotaciones precisas para evitar que las recaudaciones no sean suficientes para sostener el actual sistema de pensiones.


Lo que no puede ocurrir es que las calles y los que pretendan convertirlas en medio de chantaje para presionar al Gobierno, sean los que sustituyan la labor de las Cortes de la nación y, mucho menos, que aquellos partidos políticos que están representados en ellas sean los mismos que, en un doble juego inaceptable, recurran a la violencia en las calles para luego protestar contra la labor del ejecutivo en el Parlamento. O así es como, señores, desde la óptica de un ciudadano de a pie, creemos que los partidos políticos, más atentos a sus perspectiva electorales que al bien de los ciudadanos, no se han atrevido desde que tenemos implantada la democracia, a asumir tereas que les pudieran resultar molestas, como ha sido el no legislar en los temas que, al principio de este comentario, hemos enunciado y que han sido y siguen siendo causa de muchos de las dificultades que, actualmente, están afectando a nuestra nación.

Las calles, el cáncer de la democracia

“La sociedad simplemente se ha convertido en la nueva divinidad ante la cual se protesta y se pide reparación si no satisface las expectativas que ha creado” Friedrich Hayek
Miguel Massanet
lunes, 16 de abril de 2018, 06:37 h (CET)

Nuestros dirigentes no se dieron cuenta de que no era suficiente con crear una Constitución para los españoles, sino que, además, era preciso que algunos aspectos esbozados en la misma tuvieran un posterior desarrollo, para evitar que lecturas equivocadas, falta de claridad o torticeras interpretaciones pudieran desvirtuar su correcta aplicación, tergiversar la idea que indujo al legislador a crear aquel precepto o a engendrar la suficiente confusión para que, en lugar de ser una referencia a la que acudir en caso de duda, pudiera convertirse en motivo de discusiones, pleitos o enfrentamientos peligrosos. Juntamente con el tema de las autonomías, hoy tan en boga y motivo de situaciones que están poniendo en duda la misma unidad de la nación española; la cuestión de la obligatoria aplicación y conocimiento del idioma español en todas las tierras de nuestro país ( algo que, por desgracia, se ha convertido en una mera utopía); del desarrollo del llamado derecho de huelga por medio de una ley orgánica que fijara sus condiciones, sus límites y los casos en los que pudiera celebrarse, existe un punto en nuestra Constitución de 1978, que ha adquirido tal importancia, ha causado tantos problemas y que, sin duda, se presta a poner en duda la propia democracia si no se establecen, por medio de una nueva Ley, los topes, los contenidos amén de reglamentarse las sanciones a las que pueden dar lugar las extralimitaciones que afecten al orden público, a la salvaguardia de la honra de las personas y los casos en los que, una forma maniquea del derecho a utilizar el derecho constitucional que lo ampara, pueda llegar a colisionar con el Código Penal, al entrar en el campo del delito.


Nos referimos, naturalmente, al caso del tan discutido derecho de libre expresión y manifestación. El Artº 21 de nuestra Constitución reconoce el derecho de reunión pacífica y sin armas, cuyo ejercicio no necesita autorización previa de la autoridad, que “sólo podrá prohibirlas cuando existan razones fundadas de alteración del orden público, con peligro para personas o bienes”. Por su parte, la Ley Orgánica 9/1983, que regula el derecho de reunión, encomienda a la autoridad gubernativa «proteger» las reuniones y manifestaciones, frente a quienes trataran de impedir, perturbar o menoscabar el lícito ejercicio del derecho. Por su parte, el artículo 20 de la CE, prevé la suspensión del derecho a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones, solamente, en el caso de que se hubiera declarado el «estado de excepción o de sitio». A la vista de lo legislado, que deja al arbitrio de la Autoridad gubernativa el determinar si una manifestación o reunión públicas supone alteración del orden público que, a su vez, suponga peligro para personas y bienes. ¿Cuándo se da este caso? Generalmente, muy pocas veces antes de que se hayan empezado a desarrollarse, algo que supone que cuando ya se han empezado a destruir los bienes o a poner en peligro a las personas es precisamente en el momento en que las salvajadas ya han empezado a producirse. Es decir, cuando ya es muy difícil evitar el daño que se pretende evitar y tarde para intervenir con eficacia.


¿Se debe entender que hay alguna autoridad que se atreva, así como hoy se entiende el omnímodo derecho a salir a las calles a protestar, a prohibir una manifestación de grupos políticos de ideas avanzadas o contrarias al sistema de gobierno vigente en el país, por el mero hecho de que se tenga “la previsión” de que se van a producir alteraciones callejeras y que éstas impliquen peligro de destrucción de bienes o males a personas? ¡Qué va! Los responsables de orden en cualquier ciudad, especialmente en las grandes capitales, saben que si lo prohíben va a tener que enfrentarse a los partidos políticos que se sientan perjudicados o incluso a aquellos que apoyen a los manifestantes. Lo que sucede es que, aún en el caso de que la Autoridad decida intervenir cuando las calles están en manos de vándalos que intentan convertirlas en lugares de enfrentamiento y destrucción, y deciden enviar a la fuerza pública encargada de repeler a los que alteran el orden, lo hacen previa advertencia a los mandos de los comandos operativos que se abstengan de cargar contra los manifestantes, disparar bolas de goma o utilizar medidas contundentes contra los amotinados; sabedores de que, al primer herido que se produzca, van a ser objeto de las iras de los organizadores de la trifulca, de la colaboración de la prensa adicta y sensacionalista y, en muchos casos, expuestos a que se presenten denuncias ante los tribunales por supuestos excesos de los policías cuando, en realidad, apenas se han atrevido a repeler a quienes los agreden, los insultan, los empujan o se les orinan en los pantalones.


Y si nos hemos referido a este tema es, simplemente, por el hecho cierto de que no hay día en el que la tranquilidad de las ciudades españolas no se vea alterada por alguna de estas expresiones de “libertad de manifestación” que se han convertido en el arma de sindicatos y partidos de las izquierdas, de estos que lo que no logran en el Parlamento por no tener los votos suficientes, intentan conseguirlo a través de crear la inseguridad en las calles de las grandes ciudades, donde saben que si consiguen crear dificultades a los ciudadanos, tendrán la propaganda que andan buscando para sacar a la luz el tema que intentan promocionar. Manifestaciones en el País Vasco en apoyo de unos delincuentes cobardes que agredieron a unos guardias civiles de paisano que estaban tomando unas copas, con sus parejas, en un bar. Para estos manifestantes ciudadanos, la ley no existe, el fanatismo guía sus pasos y el delito cometido por los bárbaros que van a ser enjuiciados, es un acto que debe ser aplaudido porque, en Euskadi, no quieren que haya policía española. ¿Y esto no supone un acto que debiera de estar prohibido por defender a unos sinvergüenzas que machacaron a dos pobres personas? Sí, pero ¿quién es el que le pone el cascabel al gato?


En Barcelona, Colau, Mas y los sindicatos, de la mano, en otra manifestación separatista con todo lujo de banderas, eslóganes y carteles de apoyo al soberanismo y a la “república catalana”; son los primeros que, siendo autoridades, presuntamente, las que debieran prohibir este género de manifestaciones, son los primeros que no dudan en enfrentarse al TC y al Estado, reivindicando que unos señores acusados por delitos contemplados en el CP, sean liberados por el sólo hecho de que sean independentistas. Por otra parte, ante el hecho de que los CDR siguen en activo, el PP catalán ha registrado una propuesta de resolución en el Parlament para instar a TV3 y al resto de medios públicos catalanes de la Corporación Catalana de Medios Audiovisuales (CCMA) a dejar de hacer "apología de la violencia" de los Comités de Defensa de la República (CDR), ¿alguien piensa que va a tener el más mínimo efecto?, por supuesto que no. Es evidente que el Gobierno quiere evitar cualquier acto que contribuya a crear nuevos problemas que luego no merezcan el respaldo de la oposición.


Miles de personas en las calles, que se supone que tendrían otros quehaceres más importantes que estar protestando sobre temas de los que, la mayoría de los asistentes no tienen la más mínima idea. Es cierto que, estas reiteradas manifestaciones de pensionistas reclamando contra la precariedad de las pensiones y quejándose de que se diga que aumentan cuando sólo se incrementan en un mísero 0´25%; están más que justificadas. Lo malo es que, asuntos que serían perfectamente defendibles si se presentaran debidamente razonados y, teniendo en cuenta que el tema de las pensiones es de suma gravedad mientras no se tomen medidas para cambiar del sistema de reparto a otro en el que la financiación se reparta entre las cotizaciones y los PGE y se conciencie, a las jóvenes generaciones, que hay que empezar a crear inversiones en pensiones privadas que puedan complementar a las públicas; expuestos de forma airada y violenta no pueden ser atendidos. Es obvio que, con sueldos bajos como los actuales, parece una boutade pretender que se detraigan de ellos cantidades cuando apenas sirven para sobrevivir; pero se podrían arbitrar que, una parte de las actuales retenciones hechas por las empresas para la cotización a la Seguridad Social, se invirtieran en crear un seguro para el personal de la empresa de modo que, los sueldos bajos no tuvieran que contribuir a él hasta que alcanzar una determinada cifra que lo permitiera.


No serán los promotores, los agitadores, los instigadores revolucionarios, los incitadores a la huelga los que, sacando a las calles a los ancianos, consigan que el erario público pueda asumir un gasto que no está en sus posibilidades ni que se solucione por el mero hecho de salir a protestar el espinoso, complicado y costoso problema de cómo se pueden subvencionar, en un futuro cercano, las cantidades, cada vez más elevadas, que son precisas a causa del envejecimiento de la población, la falta de nacimientos que proporcionen nuevos trabajadores que, con su actividad, contribuyan a pagar las pensiones de los mayores. Lo que no se comprende es que todavía no se haya reunido de nuevo el Pacto de Toledo para que, entre todos y sin hacer política de un tema tan importante, se pongan los cimientos para un sistema de pensiones que sea sostenible aunque, para ello, sea preciso que se arbitren, en los PGE, las dotaciones precisas para evitar que las recaudaciones no sean suficientes para sostener el actual sistema de pensiones.


Lo que no puede ocurrir es que las calles y los que pretendan convertirlas en medio de chantaje para presionar al Gobierno, sean los que sustituyan la labor de las Cortes de la nación y, mucho menos, que aquellos partidos políticos que están representados en ellas sean los mismos que, en un doble juego inaceptable, recurran a la violencia en las calles para luego protestar contra la labor del ejecutivo en el Parlamento. O así es como, señores, desde la óptica de un ciudadano de a pie, creemos que los partidos políticos, más atentos a sus perspectiva electorales que al bien de los ciudadanos, no se han atrevido desde que tenemos implantada la democracia, a asumir tereas que les pudieran resultar molestas, como ha sido el no legislar en los temas que, al principio de este comentario, hemos enunciado y que han sido y siguen siendo causa de muchos de las dificultades que, actualmente, están afectando a nuestra nación.

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