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Etiquetas | Goya | Alex de la Iglesia
El autor de “Perfectos desconocidos”, éxito cinematográfico de la temporada, ausente en los Goya

Alex de la Iglesia, un cineasta solanesco

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Alex de la Iglesia surfea el temporal de la sempiterna crisis del cine español, éxito de taquilla tras éxito de taquilla, fiel a un estilo muy característico que conecta con cierta imperecedera esencia de lo español (un barroquismo lírico, zafio, bronco y morboso, provocador de un insólito deleite en amplias capas poblacionales).



Quien, como servidor, guste de lo barroco y, por lo tanto, de las obras de los barrocos, gustará en mayor o menor medida del cine de Alex de la Iglesia, ese singular director, ubérrimo en lo bronco y siempre excedido en la exhibición chispeante de lo sórdido-desapacible. Su fílmica fotografía es solanesca, se muestra ante la retina de quien visionare como envuelta en un suave halo de crepuscular y áspero cromatismo.



Hay un payasismo gore en todas sus cintas. No en vano nuestro cineasta se recrea en lo que de truculento pudiera encerrar cualquier anodino reducto de la más pálida cotidianeidad. Él conoce a estas alturas bien todos los ámbitos de la vida, el callejero, el institucional, el espiritual (formose en los jesuitas)...



Todo ese acervo cultural y multidisciplinar que a lo largo de los siglos ha venido asistiendo a nuestros más insignes barrocos es del que hace uso en sus obras Alex de la Iglesia, y, de entre todos ellos, con quien se me antoja que emparenta de manera no poco acusada es con el pintor José Gutiérrez Solana. De la Iglesia es solanesco. Siempre hay nubes negras sobrevolando su universo filmográfico. Un universo de claroscuros que torna torvo todo cuanto en él acontece.



La cabeza de Álex de la iglesia produce monstruos como la de Goya; monstruos de un edificante poder de seducción al fondo de la “terribilità” que desprende cada secuencia de sus filmes. Cada escena de sus películas se revela entre chocarrera, plástica y estremecedora.



El fluir impetuoso de la vida atrapado en el celuloide objeto de su orfebre proceder no hay diques que lo sujeten, pues la impetuosidad que comporta abroga los marcos de lo esperable.



Si se cotejan los carteles de las películas de Álex de la Iglesia con los cuadros de Gutiérrez solana, queda claro que ambos artistas (de temperamento barroco los dos) comparten una poética pictórica y un regusto por la elevación a categoría de lo periférico-arrabalero, de lo secundario; gustan uno y otro de atraer lo deslustrado a primerísima tribuna. Y prueba de ello la tenemos en el gusto de nuestros creadores por trabajar con personajes secundarios de lujo. Solana retrató a los olvidados y De la Iglesia no duda nunca en contar con ilustrísimos actores secundarios para bien del patrimonio fílmico nacional.



Pocos han obrado como ellos sendos universos artísticos con tan impactantes mimbres: lo morboso, lo sórdido, lo triste, lo cutre, lo misérrimo… por ello ambos seguirán figurando en el cultural acervo otorgándonos la posibilidad de disfrutar con la fascinación que brota de lo desapacible.

Alex de la Iglesia, un cineasta solanesco

El autor de “Perfectos desconocidos”, éxito cinematográfico de la temporada, ausente en los Goya
Diego Vadillo López
martes, 6 de febrero de 2018, 07:17 h (CET)

Alex de la Iglesia surfea el temporal de la sempiterna crisis del cine español, éxito de taquilla tras éxito de taquilla, fiel a un estilo muy característico que conecta con cierta imperecedera esencia de lo español (un barroquismo lírico, zafio, bronco y morboso, provocador de un insólito deleite en amplias capas poblacionales).



Quien, como servidor, guste de lo barroco y, por lo tanto, de las obras de los barrocos, gustará en mayor o menor medida del cine de Alex de la Iglesia, ese singular director, ubérrimo en lo bronco y siempre excedido en la exhibición chispeante de lo sórdido-desapacible. Su fílmica fotografía es solanesca, se muestra ante la retina de quien visionare como envuelta en un suave halo de crepuscular y áspero cromatismo.



Hay un payasismo gore en todas sus cintas. No en vano nuestro cineasta se recrea en lo que de truculento pudiera encerrar cualquier anodino reducto de la más pálida cotidianeidad. Él conoce a estas alturas bien todos los ámbitos de la vida, el callejero, el institucional, el espiritual (formose en los jesuitas)...



Todo ese acervo cultural y multidisciplinar que a lo largo de los siglos ha venido asistiendo a nuestros más insignes barrocos es del que hace uso en sus obras Alex de la Iglesia, y, de entre todos ellos, con quien se me antoja que emparenta de manera no poco acusada es con el pintor José Gutiérrez Solana. De la Iglesia es solanesco. Siempre hay nubes negras sobrevolando su universo filmográfico. Un universo de claroscuros que torna torvo todo cuanto en él acontece.



La cabeza de Álex de la iglesia produce monstruos como la de Goya; monstruos de un edificante poder de seducción al fondo de la “terribilità” que desprende cada secuencia de sus filmes. Cada escena de sus películas se revela entre chocarrera, plástica y estremecedora.



El fluir impetuoso de la vida atrapado en el celuloide objeto de su orfebre proceder no hay diques que lo sujeten, pues la impetuosidad que comporta abroga los marcos de lo esperable.



Si se cotejan los carteles de las películas de Álex de la Iglesia con los cuadros de Gutiérrez solana, queda claro que ambos artistas (de temperamento barroco los dos) comparten una poética pictórica y un regusto por la elevación a categoría de lo periférico-arrabalero, de lo secundario; gustan uno y otro de atraer lo deslustrado a primerísima tribuna. Y prueba de ello la tenemos en el gusto de nuestros creadores por trabajar con personajes secundarios de lujo. Solana retrató a los olvidados y De la Iglesia no duda nunca en contar con ilustrísimos actores secundarios para bien del patrimonio fílmico nacional.



Pocos han obrado como ellos sendos universos artísticos con tan impactantes mimbres: lo morboso, lo sórdido, lo triste, lo cutre, lo misérrimo… por ello ambos seguirán figurando en el cultural acervo otorgándonos la posibilidad de disfrutar con la fascinación que brota de lo desapacible.

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