MADRID, 24 (OTR/PRESS) Muchas veces digo, y lo pienso, que Pedro Sánchez 'es un fuera de serie'. Muchos interlocutores me lo reprochan, aunque entienden que lo digo porque muy pocas personas en el mundo aguantarían todo lo que el presidente del Gobierno español aguanta. Campeón del mundo de resiliencia, está soportando brutales bajadas en las encuestas, la enemiga mortal de los jueces, de una mayoría de los fiscales, de los medios, de los guardias civiles. Y, por supuesto, se ha convertido, por voluntad propia, en el tipo más odiado por los chiflados 'malotes' del mundo, comenzando por Netanyahu y terminando por Milei, con Trump en la mitad del camino. El cerco se estrecha en Audiolandia, y nadie, ni siquiera los protagonistas de esta película de malvados, sabe qué material, y cuánto, y contra quién, atesora cada cual. ¿Puede alguien así, con tantas puñaladas en su cuerpo político, y encima con la perspectiva de recibir muchas más, seguir aún arrastrándose, sin desangrarse, durante veintidós meses? Creo que ni le conviene a él, que va a salir de esto destrozado, ni nos conviene a la mayoría de los españoles, que vamos a acabar con un país internacionalmente desprestigiado. La lucha en aras de la supervivencia resulta admirable solo cuando se sustenta sobre métodos legítimos y buscando un final positivo. Ninguna de las dos circunstancias concurre ya en Pedro Sánchez, un hombre que se ha puesto por montera la Constitución y el Código Penal en aras de sus intereses (los de su socio el prófugo, que le sostiene, para ser exactos). Lo digo sin la menor acritud, y aun reconociendo que el personaje no carece de valores y, sobre todo, de un valor temerario: señor presidente, tiene que marcharse. Todas sus decisiones, como la de comparecer en una falsa rueda de prensa (sin periodistas) el domingo en La Moncloa para anunciarnos un acuerdo con la OTAN que luego no ha podido demostrarse, son ya equivocadas. Sus intervenciones en el Parlamento, desquiciadas. Su trato con la ciudadanía, inexistente. Su relación con los socios, agónica. Su gobernación, escasísima y pendiente solamente de sus intereses, ajenos a los de la patria. Su prestigio entre los ciudadanos, limitado a sus incondicionales, que admito que son muchos, pero en minoría y bastantes en retirada. Le admiro, sí, como se admira a esos ejemplares raros, de conducta inexplicable, que a veces te hacen gracia por lo esotérico de sus volteretas. No cometeré el desmán de decir que todo lo hace mal --últimamente, la verdad es que la mayor parte de lo que hacen usted y su Gobierno lo hacen bastante regular, por ser benévolo--, ni, menos, que es un delincuente, un corrupto y todas esas cosas que los más exaltados en la oposición extrema le sueltan en la calle o desde el escaño. Claro que no es carne de prisión, pero lo va a ser de ignominia ante la Historia. Ese rostro desencajado casa muy mal con la normalidad, la tranquilidad e incluso la rutina democrática que más buscamos. Hágase un favor, señor Sánchez, y ponga en marcha ordenadamente los mecanismos para marcharse. No nos cuente más historias de que viene la ultraderecha trayendo las siete plagas de Egipto: eso es como confesarse ya vencido de antemano, un flaco favor a quienes hayan de gestionar después de usted el histórico PSOE. Entonces, cuando entone un adiós creíble y garantista, sí que aprenderemos a admirarle un poco más que ahora y es posible que se reivindique su papel ante la Historia. Un papel que ahora, la verdad, no resulta demasiado brillante, aunque su insoportable arrogancia de síndrome de Hubris le convenza a usted de lo contrario.
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