MADRID, 22 (OTR/PRESS)Nadie se libra del síndrome de La Moncloa. Tras pasar un tiempo prolongado en el poder, todos los presidentes del Gobierno sufren una progresiva desconexión de la realidad, crece en ellos el sentimiento de infalibilidad, se aíslan, pierden el contacto con la calle y reducen el círculo de confianza -casi siempre muy pequeño- a solo aquellos que les hacen la ola. ¿Quién sabe mejor que ellos lo que le conviene al país, quién tiene más información sobre lo que pasa, cómo osan algunos llevarles la contraria, incluso dentro de su propio Gobierno o de "su" partido? ¿Quién se atreve a poner en duda que no hay nadie más capacitado para dirigir el país? ¿Por qué el ruido de la calle, los abucheos y los insultos* a él? Este síndrome, perfectamente contado en 2011 por la admirada Pilar Cernuda en un libro, lo han padecido Adolfo Suárez, Felipe González, José María Aznar, José Luis Rodríguez Zapatero, Mariano Rajoy y, aunque en menor medida porque estuvo poco tiempo en el Palacio de La Moncloa, Leopoldo Calvo Sotelo. Y, por supuesto, lo está padeciendo Pedro Sánchez. Encerrados en La Moncloa no se oye el ruido de la calle, no se percibe el sentir de los ciudadanos, se deja de escuchar a los cercanos que son críticos y sólo se escucha a los que te dan la razón. Y, claro, eso te hace levitar desde primeras horas de la mañana. Y la voluntad de trabajar por los ciudadanos, por el bien común se convierte en soberbia, presunción, sentimiento de incomprensión y negación de la realidad. Alguien lo calificó como soledad enfermiza que convierte al político en un déspota arrogante. Las últimas intervenciones de Pedro Sánchez en el Congreso y en la sede del PSOE son pruebas difícilmente refutables de esa realidad. Pero este presidente, no se sabe por cuanto tiempo, padece también el síndrome del mentiroso. El impulso constante de evadir su culpa y culpar a los otros, de mentir de forma sistemática, con necesidad o sin ella, y llegar a creerse su realidad alternativa, de poner el foco en los enemigos extremos, aunque no sean ni una cosa ni la otra, sólo busca autoafirmarse y ganarse la admiración y la atención de los suyos. Decía Camus que "la libertad consiste, en primer lugar en no mentir. Allí donde prolifera la mentira, la tiranía se anuncia o se perpetua". Y Emerson, un poeta y filosofo estadounidense del XIX, escribió que "al que juró hasta que ya nadie confió en él; mintió tanto que ya nadie le cree; y pide prestado sin que nadie le dé, le conviene irse a donde nadie lo conozca". ¿Sufre también el presidente Sánchez el síndrome del impostor? No me refiero a la legitimidad de su cargo, aunque logrado desde la mentira y con quienes dijo que jamás pactaría, sino a lo personal. ¿Sufre sentimientos de fraude intelectual y profesional? ¿Se cree imbuido de un liderazgo y una capacidad política ajenos al común de los mortales? ¿Piensa que es un superhéroe, un genio, el mayor experto, el perfeccionista, el político socialista que ha dejado chico a Felipe González? ¿O, en ese sistema distorsionado de creencias sobre uno mismo, sabe que solo el oportunismo, el apoyo de compañías indeseables, la autodestrucción de su partido, la colonización de las instituciones y de las empresas públicas, junto con el silencio culpable de muchos, le han llevado a donde está? Como escribe mi amigo José Ramón Chaves en su último libro "Bailando con lobos disfrazados. Resistir y vencer", "tomen un político aficionado, con buenas ideas, que hable con el corazón y con sensatez y que tenga ideales, póngalo a gobernar y se producirá una metamorfosis inversa: la mariposa se convertirá en gusano". Pues eso.
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