Hace tiempo que se viene hablando de La vida secreta de las palabras a raíz de la presencia de Tim Robbins en el reparto. Desde el principio del rodaje, muchos medios de comunicación comentaban la relación profesional que se podría fraguar entre tan respetado actor y la directora Isabel Coixet, pero pocos reparaban en la (más profunda y fructífera) unión que mantienen esta última y la actriz de su película anterior, Sarah Polley.
Digo esto porque en La vida secreta de las palabras esa amistad entre directora y actriz parece haberse transformado en una complicidad natural tal que nos facilita (al público) la recepción del mensaje de la primera desde el fondo del alma de la segunda. Esto, y no la excelente interpretación de Tim Robbins, hace que La vida secreta de las palabras sea la película más emotiva de su realizadora, la más digna (las otras también lo eran) y, lo que es más importante, la más cercana al público.
La vida secreta de las palabras no es un ejemplo de originalidad argumental, ni tampoco serviría de patrón ideal para estudiar cuestiones de ritmo o de montaje. Coixet se nutre de los silencios y de alguna canción de David Byrne para llevarnos a un terreno de misteriosa opacidad. No conocemos demasiado de los personajes hasta bien entrado el segundo tercio del film, cuando ya los demonios se han despertado y las oportunidades para reflexionar han dado paso a los sentimientos en toda su crudeza. Pocas veces he visto a dos actores manejando una película con la brillantez y el esfuerzo de Tim Robbins y Sarah Polley; en cuanto uno se despista y se pierde un gesto, el matiz que llevaba implícito se nos escapa y puede que tengamos que revisar la película.
La acción transcurre en una plataforma petrolífera, lugar perfecto para perderse y que no te encuentren, para huir, para los que están de vuelta de todo. Un buen sitio para recuperar el amor y el dolor (nunca a partes iguales, pues el segundo es mucho más fuerte que el primero), pero no para encontrarse a sí mismo. Hannah, el personaje de Polley, no huye. Permanece en una quietud atroz, hiriente, pero no corre. Transmite su tristeza a Josef, el hombre herido (por dentro y por fuera) interpretado por Tim Robbins, que la hace sentirse más confortable, pues no es posible prestarle ayuda. Su pasado no permite la entrada ni tampoco la salida.
Para terminar, tres defectos que no empañan una buena película: la pretenciosa voz en off que aparece al principio y al final, la previsibilidad de buena parte de la historia y la irritante utilización de la cámara al hombro cuando la secuencia demanda firmeza y suavidad.