Hoy he tenido un día bastante especialito en Sitges. Para empezar, si Jodie Foster no encontraba a su hija por ninguna parte en Flightplan, la premiere de la jornada, yo no la he ni atisbado a ella entre el tsunami de periodistas gráficos que generó a su paso. Pero es que además, tres de las cuatro películas que me he metido entre pecho y espalda sin detenerme ni para comer, tenían un bouquet, digamos, no apto para mentes cinéfilas acostumbradas al chico-conoce-chica. Como diría Takashi Miike, vayamos por partes.
Gonzalo G. Velasco / Enviado especial Festival de Sitges
Lemming, de Dominik Moll, el director de la sobrevalorada Harry, un Amigo que os Quiere, ha sido mi primera cita del día. La película abrió el último festival de Cannes con gran disparidad de opiniones, y en Sitges, aunque los debates acostumbran a ser menos sesudos, también hubo algo de polémica. Para unos, la película sobrepasan los límites de la pedantería prediseñada y no aporta nada nuevo, para otros, entre los que me incluyo hasta cierto punto, constituye una opresiva parábola sobre la patología de la normalidad y sus ramificaciones en las relaciones interpersonales.
Si en La Moustache era el afeitado de un bigote lo que desataba la tempestad del horror vacui existencial del protagonista, en Lemming lo hace un tipo de roedor finlandés de nombre idéntico al del film que aparece atascado en el fregadero de la pareja formada por Laurent Lucas y Charlotte Gainsborough. Por lo visto, estos bichejos tienen fama de ser aficionados a los suicidios multitudinarios y de contagiar mala suerte al que encuentre su cadáver por casa, pero al margen de eso, le sirven a Moll para construir una historia con ecos del primer Polanski, del Hitchcock de Los Pájaros, y del Paul Thomas Anderson de Magnolia, una historia en la que, la moda manda, realidad y alucinación terminan por simbiotizarse a fin de poner de manifiesto la condición quebradiza de nuestras certezas.
La segunda peli del día la firma desde Japón Shinji Aoyama, su nombre: Eli, Eli, Lema Sabachtani?, o sea, “Diós Mío, Dios Mío por qué nos has abandonado”. Justo la frase que pasó por la cabeza de la estampida de críticos y periodistas cinematográficos que abandonaron la sala en tropel incapaces de aguantar siquiera un segundo más el experimento de música progresiva y ciencia ficción apocalíptica del visionario director nipón.
A mí, me gustó. No podía ser de otra forma teniendo en cuenta el argumento: año 2015, un virus conocido como “síndrome Lemming” conduce a quién lo padece a la autodestrucción. Dos músicos medio chalados descubren un poderoso y atronador antídoto en la música progresiva. ¡Y cuánto más alta mejor! Sugestivo, ¿verdad?, Pues no lo digan muy alto si se pasan por Sitges en estos días...
La rareza número tres vino avalada por el sello de un autor veterano. Alemán y no menos visionario que Aoyama, para más señas. Ya habrán adivinado que se trata de Werner Herzog, quien en The Wild Blue Yonder se monta su tripi sci-fi particular a partir de imágenes de archivo de viajes espaciales y exploraciones submarinas, una banda sonora entre operística y étnica firmada por Erns Reijseger, breves entrevistas a científicos reales que elucubran sobre viajes cósmicos a través de campos gravitatorios, y los chascarrillos de un simpático Brad Dourif ejerciendo de alienígena narrador. Una excusa perfecta para ponerse a encadenar planos mesmerizantes de gran potencial poético cual Cousteau de viaje lisérgico, pero poco más.
Sorprendentemente, el sopicaldo audiovisual Herzogiano hizo romper en sonoros aplausos al personal, entre ellos, quédense con el dato los aficionados a las quinielas, Elvis Mitchell, miembro del jurado y tal vez el crítico más famoso de los Estados Unidos hoy en día.
Tras la sesión de hipnosis musicada, me desplacé a toda pastilla hasta el auditorio principal con una idea en mente nada habitual en mí: ver una simplona y convencional película asiática de fantasmas, con un argumento sencillo de estructura aristotélica clásica, y clichés a mogollón. Ya saben, niñas de pelos largos y tez cetrina en camisón, agua sucia, tecnología maldita, sustos gratuitos y todo eso. Sin embargo, Voice, cuarta entrega de la saga Yeogo Gwidam iniciada con Whispering Corridors, no me lo puso tan fácil, pues escondía entre sus planos unas cuantas novedades. En primer lugar, la perspectiva. Que yo sepa, se trata de la primera vez que un film oriental de este estilo es narrado desde el punto de vista del fantasma (consciente de su estado), y en segundo, el tono, un tono mitad romántico, mitad homoerótico que nos remite tanto al Dario Argento de Suspiria como al Visconti de Muerte en Venecia y que, casi sin quererlo, enriquece la narración hasta el punto de dotarla de cierto halo trascendente.
Si no fuera porque estos dos factores pierden fuerza progresivamente asfixiados por una inclinación dramática muy cuestionable hacia lo alambicado, el misterio de folletín y el exhibicionismo visual inane, este cronista habría salido de la sala con la sensación de haber visto un título clave para la evolución del terror oriental y, al mismo tiempo, una candidata potente para llevarse algún premio del palmarés.
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