Viviendo los tiempos que nos ha tocado vivir, en los que la realidad cotidiana ha demostrado con creces que su potencial acongojante excede en mucho al de la ficción, y teniendo en cuenta lo saturado que está el redil de las películas de terror, tiene su mérito que de vez en cuando, salga un estreno capaz de triunfar en sus aspiraciones de espanta-plateas; el problema estriba en que lo estremecedor de La Morada del Mal no es su historia, ni la truculencia videoclipera de su puesta en escena, sino los datos que la rodean. A saber: que se basa en una novelucha de enorme éxito mediático con anodina adaptación para la gran pantalla a cargo de Stuart Rosenberg en 1979, que el inefable Michael Bay, a través de su compañía Platinum Dunes, se encuentra detrás de la producción, y lo más preocupante de todo, que viene de conquistar el número uno en la eternamente joven taquilla americana.
Con unas credenciales así, uno da gracias al cielo de que Ben Affleck no se encuentre en el reparto, aunque eso sí, el tal Ryan Reynolds que han escogido como protagonista tiene un aire al ex de Jennifer López de lo más sospechoso. Como sospechoso es también que el director, Andrew Douglas, pretenda hacernos creer en su debut, que la bella y jovencísima Melissa George, nacida en 1976, tenga ya tres hijos en la ficción, ¡y uno de ellos de doce años! Por lo demás, la película incurre en los mismos errores que los últimos productos guionizados por Scott Kosar (El Maquinista, La Matanza de Texas 2004): sustos fáciles con subida de volumen incluida, personajes planos a los que se pretende dar entidad mediante el recurso al psicoanálisis de saldo, expolio de los aciertos en materia de horror del reciente cine asiático, y parasitismo camuflado de homenaje en lo que respecta a las grandes películas de culto del terror occidental, con especial énfasis en El Resplandor, de la cual La Morada del Miedo parece por momentos el hermano tonto.
Y aún así, este remake postmoderno de Amityville tiene una virtud: se trata de una de las pocas películas de terror recientes, junto con El Amanecer de los Muertos de Zack Zinder, que superan en calidad a su precedente. La diferencia entre ambas propuestas viene dada por la naturaleza de dicho precedente, en el caso de la película de Snyder, todo un clásico del cine de zombies filmado por George A. Romero (Zombie, 1979 ), y en el caso de la de Andrew Douglas, un pestiño de tomo y lomo plagado de tópicos y situaciones absurdas. Las cosas no es que hayan mejorado veinte años más tarde, pero al menos, el puntilloso diseño de producción le ha sacado cierto lustre a las imágenes. Si el montaje permitiera apreciarlo, esto sería algo positivo, lo cual nos remite inexorablemente al cerebro en las sombras, o lo que es lo mismo, a Michael Bay, mano que mece la cuna y maestro titiritero de un film tan carente de vida como sus omnipresentes fantasmas.
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