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La anatomía de los conflictos contemporáneos han cambiado de tal forma, que ya no precisan participar en ellos quienes los provocan

Las nuevas revoluciones

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La guerra es un gran negocio. Siempre lo ha sido, ya sea por causas estratégicas o intereses comerciales. No hace falta estar doctorado en Historia para comprenderlo. La Guerra de Viet.Nam comenzó supuestamente porque Viet.Nam del Norte atacó a un barco norteamericano en el Golfo de Tonkín, aunque después de casi un millón de vidas segadas con una crueldad extrema, se supo que tal incidente jamás existió. La Guerra de los Golfos contra Iraq se desató porque éste tenía temibles armas de destrucción masiva, que luego de cientos de miles de muertes y un país absolutamente destruido para siempre y ya en guerra civil, supimos que jamás tuvo. EEUU bombardeó Tokio desde su rada para obligarle a comerciar, dinamitó un barco de guerra propio, el Maine, en la rada de La Habana para provocar la Guerra de Cuba y quedársela por el artículo 33, y estranguló económicamente a Japón y le cortó los suministros de crudo, para forzarle a atacar Pearl Harbor y dar comienzo así no sólo a la II Guerra Mundial en el Pacífico, sino a su oportunidad de convertirse en el Imperio mundial con el inútil pero necesario (como evidencia de su poder) lanzamiento de dos bombas atómicas sobre poblaciones civiles. Ellos, ya se ve, sí que utilizaron armas de destrucción masiva en grande, como utilizaron las químicas (agente naranja) y aún las biológicas (hay sobradas pruebas de ello con la Gripe Española en el curso de la I Guerra Mundial), además de otras lindezas con el SIDA y todo eso.

Las guerras, el gran negocio de la Historia, implicaban históricamente no sólo la generación del conflicto, más o menos argumentada en el s.XX y por las bravas en los anteriores, sino también la participación y el sostenimiento de poderosos ejércitos, lo que suponía unos costos a veces insoportables para los contendientes. El siglo XXI ha venido a dar un giro a situación, en buena parte promovido por la filtración de informaciones de seguridad que evidenciaban trampas y desmanes y aún por la existencia de ciertos tribunales que, aunque controlados por el Imperio, bien podían poner bajo cierto peligro determinado tipo de actividades como genocidios, limpiezas étnicas, entretenimiento de soldados en martirologios lúdicos de la población civil de los países invadidos, o barbaries tan propias de hombres asustados que están obligados a estar a miles de kilómetros de sus casas metidos en conflictos horrorosas que ni entienden ni les explican.

La última gran guerra sucia de las potencias en el s. XX, fue la de la exYugoslavia. Si hoy cualquiera le pregunta a un excombatiente serbio, croata, bosnio, kosovar o de cualquier otro segmento de los grupos nacionalistas que lucharon en aquel conflicto, la respuesta es unánime: nosotros no queríamos la guerra, fueron los políticos. Es más, cualquiera de ellos, a poco que haga balance de su sangre, por sus venas corren con toda seguridad tanto las bosnias como las croatas o serbias, y lo mismo las cristianas, ortodoxas o musulmanas. No sólo no había razón para la guerra, sino que eran sociedades multiculturales profundamente arraigadas y con una única identidad nacional. ¿Y entonces?... Entonces, sucedió lo que explico en mi novela “Tetragrammaton”. Pueden leerla gratis (mejor que la compren) en mi web: www.angelruizcediel.es

Naturalmente no hay guerra más cruel que la civil, y tanto más si está conformada por distintas etnias, estén éstas integradas o no. Los genocidios, en consecuencia, fueron no sólo habituales, sino de una magnitud espantosa. Sin embargo, la cuestión se ha resulto juzgando por ese más que dudoso e imperial TPI de pinpón a los carniceros que las llevaron a cabo, entretanto han dejando libres de toda culpa a los que lo produjeron y se embolsaron auténticas millonadas con aquel crimen contra la humanidad. En la mayoría de los ciudadanos del mundo pensante, quedó el regusto, adempero, de un timo como no hubo otro, y aún se sostiene.

Distintos conflictos posteriores vinieron a confirmar este extremo, como las guerras civiles de diversión creadas artificialmente entre posturas rivales en los países objeto de las invasiones por intereses puramente comerciales y/o estratégicos, como Afganistán, Iraq, Siria ahora, etc. Los Guantánamos apestaban, como apestaba que los mismos grupos que utilizaron contra rusos o contra los poderes existentes antes de las invasiones, no suscitaran en los ciudadanos pensantes y aún en esos TPI y Asociaciones de Derechos Humanos títeres, las mayores suspicacias, de modo que se hizo necesario implementar nuevas estrategias que los sabios de los Estados Mayores habían estado coligiendo como sugerencias de los Think-Tank del NWO.

El resultado ha sido la privatización de la guerra. Ya no necesitan las potencias enviar carísimos ejércitos que arrasen países con bombardeos absurdos, ni siquiera desplazar contingentes numerosísimos para ocupar países. Por un lado, tienen a las empresas mercenarias (sostenidas en exclusiva por esos Estados), las cuales pueden enviar a sus carniceros y hacer lo que les venga en gana, a salvo completamente de tribunales y medios (los medios los controlan esas potencias); y de otro lado, tienen a los siempre numerosos desesperados del odio que abundan en todos los países, utilizando y armando a los cuales, bien pueden producir a su favor las necesarias revueltas y revoluciones que derrocan gobiernos y desgastan el país, ofreciéndoselo en bandeja de plata y con todos sus bienes intactos y a su servicio. Negocio superrredondo. Es la nueva forma de guerra, la más innovadora manera de poder llevar a cabo limpiezas étnicas o genocidios y aún quedarse con todos los recursos de un país, sin necesidad siquiera de desplazar a un soldado o movilizar un avión de combate, a no ser en los estadios previos del colapso del país objeto. Véase el caso de Túnez, Egipto, Siria, próximamente Irán, y aún el de Rusia, quien después de trazar tantas líneas rojas y de amenazar con guerras frontales si los occidentales metían su nariz en Siria, ha abandonado a toda prisa y más que corriendo lo que jamás teóricamente iba a abandonar, su puerto estratégico de Tartús, ha replegado su flota al Mar Negro y a abandonado a su suerte a Siria, comprendiendo que ya le estaban preparando en casa una revolución del mismo estilo, cuyo detonante ha sido las Pussy Riots (Coños Calientes), ese grupo con este nombre tan sintomático y curioso que ha abierto el melón del enfrentamiento civil en la guarida del Oso Ruso. A quien esto le parezca exagerado, que considere que con mucho menos comenzó lo de Túnez, Egipto y aún lo de Libia. Lo de Siria está por saberse por qué comenzó y de dónde salieron, de buenas a primeras, armas suficientes como para que unos supuestos ciudadanos “normales” pudieran hacer frente y detener con éxito a un ejército regular con todo su potencial, considerado de los más poderosos de Oriente Medio.

De sobra es sabido, por cualquiera que no sea estúpido, que todo armamento que vende una potencia está trucado. Si un país como España, por ejemplo, compra uno o muchos F16, puede estar seguro que jamás va a poder utilizarlos contra quienes se lo vendieron o contra sus aliados de conveniencia, porque en alguna parte de ellos hay un circuito o una parte que puede ser puesta en marcha desde la distancia para inutilizarlo. De cajón, vamos. Sólo a un estúpido se le ocurriría pensar que una potencia puede armar a otro país de tal forma que pudiera opositarlo, y el Imperio será lo que sea, menos tonto, y práctica con los trucos le sobran en su pérfida Historia. Este planteamiento nos conduce a sentenciar que el arte de la guerra ha cambiado. Los ejércitos regulares, hoy, ya no valen para nada, a no ser para oprimir a sus propias poblaciones, y ello siempre y cuando el Imperio lo permita, tal y como lo hemos visto en los casos que he mencionado.

Más allá de que hoy las armas verdaderamente con potencial no tienen nada de convencionales (armas étnica, climáticas, electromagnéticas, geológicas, de pulso, etc.), el verdadero poder se concentra en el control de las masas y la capacidad de movilizarlas incluso contra su propio país hasta el extremo de destruirlo para entregárselo al enemigo, tal y como hemos visto en los casos precedentes, en la falsa creencia de que con ellos, con el Imperio, estarán mejor, cuando podemos ver los resultados prácticos en todos los casos desde los países resultantes del conflicto civil yugoslavo a la Siria o el Iraq de hoy. En mi novela “El esplendor de la miseria”, aunque está ambientada en el s. XVI, ya el protagonista nos refiere la inutilidad de los ejércitos convencionales frente a una buena organización popular o incluso a una guerrillera bien instruida. Chávez, el denostado Chávez, en este sentido, parece ser el único dirigente de un país occidental que ha comprendido cómo se está moviendo el mundo y las nuevas tácticas de alta política y de guerra, y asímismo ha reformado su ejército creando un amplio soporte popular y guerrillero. En cualquier caso, los ejércitos convencionales ya vemos para qué valen: son absolutamente vulnerables ante masas organizadas por expertos en guerra urbana que están sostenidos por grandes potencias, y, además, son absolutamente impunes a cualquier clase de tribunal nacional o internacional.

Insisto: lean “Tetragrammaton”, si les interesa el asunto. Ni siquiera es necesario que se lean el texto general para comprender el asunto, basta con que lean los capítulos alternos en cursiva, que son las confesiones y reflexiones de un “relojero” experto en poner en marcha los relojes de la paz y la guerra de las naciones. Escrita algunos años antes de estos conflictos, ya eran por entonces estas maniobras algo que iba mucho más allá de lo experimental. Y es interesante leerlo porque mañana es muy probable que una de esas revoluciones se dé en casa, como aquél que dice: en su propio país. De la noche a la mañana, y sin saber cómo ni por qué, es posible que habite el infierno.

Las nuevas revoluciones

La anatomía de los conflictos contemporáneos han cambiado de tal forma, que ya no precisan participar en ellos quienes los provocan
Ángel Ruiz Cediel
lunes, 3 de septiembre de 2012, 06:58 h (CET)
La guerra es un gran negocio. Siempre lo ha sido, ya sea por causas estratégicas o intereses comerciales. No hace falta estar doctorado en Historia para comprenderlo. La Guerra de Viet.Nam comenzó supuestamente porque Viet.Nam del Norte atacó a un barco norteamericano en el Golfo de Tonkín, aunque después de casi un millón de vidas segadas con una crueldad extrema, se supo que tal incidente jamás existió. La Guerra de los Golfos contra Iraq se desató porque éste tenía temibles armas de destrucción masiva, que luego de cientos de miles de muertes y un país absolutamente destruido para siempre y ya en guerra civil, supimos que jamás tuvo. EEUU bombardeó Tokio desde su rada para obligarle a comerciar, dinamitó un barco de guerra propio, el Maine, en la rada de La Habana para provocar la Guerra de Cuba y quedársela por el artículo 33, y estranguló económicamente a Japón y le cortó los suministros de crudo, para forzarle a atacar Pearl Harbor y dar comienzo así no sólo a la II Guerra Mundial en el Pacífico, sino a su oportunidad de convertirse en el Imperio mundial con el inútil pero necesario (como evidencia de su poder) lanzamiento de dos bombas atómicas sobre poblaciones civiles. Ellos, ya se ve, sí que utilizaron armas de destrucción masiva en grande, como utilizaron las químicas (agente naranja) y aún las biológicas (hay sobradas pruebas de ello con la Gripe Española en el curso de la I Guerra Mundial), además de otras lindezas con el SIDA y todo eso.

Las guerras, el gran negocio de la Historia, implicaban históricamente no sólo la generación del conflicto, más o menos argumentada en el s.XX y por las bravas en los anteriores, sino también la participación y el sostenimiento de poderosos ejércitos, lo que suponía unos costos a veces insoportables para los contendientes. El siglo XXI ha venido a dar un giro a situación, en buena parte promovido por la filtración de informaciones de seguridad que evidenciaban trampas y desmanes y aún por la existencia de ciertos tribunales que, aunque controlados por el Imperio, bien podían poner bajo cierto peligro determinado tipo de actividades como genocidios, limpiezas étnicas, entretenimiento de soldados en martirologios lúdicos de la población civil de los países invadidos, o barbaries tan propias de hombres asustados que están obligados a estar a miles de kilómetros de sus casas metidos en conflictos horrorosas que ni entienden ni les explican.

La última gran guerra sucia de las potencias en el s. XX, fue la de la exYugoslavia. Si hoy cualquiera le pregunta a un excombatiente serbio, croata, bosnio, kosovar o de cualquier otro segmento de los grupos nacionalistas que lucharon en aquel conflicto, la respuesta es unánime: nosotros no queríamos la guerra, fueron los políticos. Es más, cualquiera de ellos, a poco que haga balance de su sangre, por sus venas corren con toda seguridad tanto las bosnias como las croatas o serbias, y lo mismo las cristianas, ortodoxas o musulmanas. No sólo no había razón para la guerra, sino que eran sociedades multiculturales profundamente arraigadas y con una única identidad nacional. ¿Y entonces?... Entonces, sucedió lo que explico en mi novela “Tetragrammaton”. Pueden leerla gratis (mejor que la compren) en mi web: www.angelruizcediel.es

Naturalmente no hay guerra más cruel que la civil, y tanto más si está conformada por distintas etnias, estén éstas integradas o no. Los genocidios, en consecuencia, fueron no sólo habituales, sino de una magnitud espantosa. Sin embargo, la cuestión se ha resulto juzgando por ese más que dudoso e imperial TPI de pinpón a los carniceros que las llevaron a cabo, entretanto han dejando libres de toda culpa a los que lo produjeron y se embolsaron auténticas millonadas con aquel crimen contra la humanidad. En la mayoría de los ciudadanos del mundo pensante, quedó el regusto, adempero, de un timo como no hubo otro, y aún se sostiene.

Distintos conflictos posteriores vinieron a confirmar este extremo, como las guerras civiles de diversión creadas artificialmente entre posturas rivales en los países objeto de las invasiones por intereses puramente comerciales y/o estratégicos, como Afganistán, Iraq, Siria ahora, etc. Los Guantánamos apestaban, como apestaba que los mismos grupos que utilizaron contra rusos o contra los poderes existentes antes de las invasiones, no suscitaran en los ciudadanos pensantes y aún en esos TPI y Asociaciones de Derechos Humanos títeres, las mayores suspicacias, de modo que se hizo necesario implementar nuevas estrategias que los sabios de los Estados Mayores habían estado coligiendo como sugerencias de los Think-Tank del NWO.

El resultado ha sido la privatización de la guerra. Ya no necesitan las potencias enviar carísimos ejércitos que arrasen países con bombardeos absurdos, ni siquiera desplazar contingentes numerosísimos para ocupar países. Por un lado, tienen a las empresas mercenarias (sostenidas en exclusiva por esos Estados), las cuales pueden enviar a sus carniceros y hacer lo que les venga en gana, a salvo completamente de tribunales y medios (los medios los controlan esas potencias); y de otro lado, tienen a los siempre numerosos desesperados del odio que abundan en todos los países, utilizando y armando a los cuales, bien pueden producir a su favor las necesarias revueltas y revoluciones que derrocan gobiernos y desgastan el país, ofreciéndoselo en bandeja de plata y con todos sus bienes intactos y a su servicio. Negocio superrredondo. Es la nueva forma de guerra, la más innovadora manera de poder llevar a cabo limpiezas étnicas o genocidios y aún quedarse con todos los recursos de un país, sin necesidad siquiera de desplazar a un soldado o movilizar un avión de combate, a no ser en los estadios previos del colapso del país objeto. Véase el caso de Túnez, Egipto, Siria, próximamente Irán, y aún el de Rusia, quien después de trazar tantas líneas rojas y de amenazar con guerras frontales si los occidentales metían su nariz en Siria, ha abandonado a toda prisa y más que corriendo lo que jamás teóricamente iba a abandonar, su puerto estratégico de Tartús, ha replegado su flota al Mar Negro y a abandonado a su suerte a Siria, comprendiendo que ya le estaban preparando en casa una revolución del mismo estilo, cuyo detonante ha sido las Pussy Riots (Coños Calientes), ese grupo con este nombre tan sintomático y curioso que ha abierto el melón del enfrentamiento civil en la guarida del Oso Ruso. A quien esto le parezca exagerado, que considere que con mucho menos comenzó lo de Túnez, Egipto y aún lo de Libia. Lo de Siria está por saberse por qué comenzó y de dónde salieron, de buenas a primeras, armas suficientes como para que unos supuestos ciudadanos “normales” pudieran hacer frente y detener con éxito a un ejército regular con todo su potencial, considerado de los más poderosos de Oriente Medio.

De sobra es sabido, por cualquiera que no sea estúpido, que todo armamento que vende una potencia está trucado. Si un país como España, por ejemplo, compra uno o muchos F16, puede estar seguro que jamás va a poder utilizarlos contra quienes se lo vendieron o contra sus aliados de conveniencia, porque en alguna parte de ellos hay un circuito o una parte que puede ser puesta en marcha desde la distancia para inutilizarlo. De cajón, vamos. Sólo a un estúpido se le ocurriría pensar que una potencia puede armar a otro país de tal forma que pudiera opositarlo, y el Imperio será lo que sea, menos tonto, y práctica con los trucos le sobran en su pérfida Historia. Este planteamiento nos conduce a sentenciar que el arte de la guerra ha cambiado. Los ejércitos regulares, hoy, ya no valen para nada, a no ser para oprimir a sus propias poblaciones, y ello siempre y cuando el Imperio lo permita, tal y como lo hemos visto en los casos que he mencionado.

Más allá de que hoy las armas verdaderamente con potencial no tienen nada de convencionales (armas étnica, climáticas, electromagnéticas, geológicas, de pulso, etc.), el verdadero poder se concentra en el control de las masas y la capacidad de movilizarlas incluso contra su propio país hasta el extremo de destruirlo para entregárselo al enemigo, tal y como hemos visto en los casos precedentes, en la falsa creencia de que con ellos, con el Imperio, estarán mejor, cuando podemos ver los resultados prácticos en todos los casos desde los países resultantes del conflicto civil yugoslavo a la Siria o el Iraq de hoy. En mi novela “El esplendor de la miseria”, aunque está ambientada en el s. XVI, ya el protagonista nos refiere la inutilidad de los ejércitos convencionales frente a una buena organización popular o incluso a una guerrillera bien instruida. Chávez, el denostado Chávez, en este sentido, parece ser el único dirigente de un país occidental que ha comprendido cómo se está moviendo el mundo y las nuevas tácticas de alta política y de guerra, y asímismo ha reformado su ejército creando un amplio soporte popular y guerrillero. En cualquier caso, los ejércitos convencionales ya vemos para qué valen: son absolutamente vulnerables ante masas organizadas por expertos en guerra urbana que están sostenidos por grandes potencias, y, además, son absolutamente impunes a cualquier clase de tribunal nacional o internacional.

Insisto: lean “Tetragrammaton”, si les interesa el asunto. Ni siquiera es necesario que se lean el texto general para comprender el asunto, basta con que lean los capítulos alternos en cursiva, que son las confesiones y reflexiones de un “relojero” experto en poner en marcha los relojes de la paz y la guerra de las naciones. Escrita algunos años antes de estos conflictos, ya eran por entonces estas maniobras algo que iba mucho más allá de lo experimental. Y es interesante leerlo porque mañana es muy probable que una de esas revoluciones se dé en casa, como aquél que dice: en su propio país. De la noche a la mañana, y sin saber cómo ni por qué, es posible que habite el infierno.

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