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Lo siento mucho

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Sabido es que el Rey Jorge VI, padre de la actual Reina Isabel II de Inglaterra, a causa de una descoordinación entre la laringe y el diafragma, sufría él —y todos cuantos le escuchaban— los efectos de una acusada tartamudez. De hecho, con motivo de la clausura de la Exposición del Imperio Británico en Wembley, el 31 de octubre de 1925, realizó un discurso que resultó ser una atormentadora experiencia, tanto para él, como para todos los que le escucharon. Ello obligó a que el duque de York, que por entonces era, buscara la ayuda de un terapeuta para contener y amortiguar su tartamudez. Recayó esta difícil misión, en Lionel Logue, un terapeuta del habla no doctorado, nieto de un cervecero de origen australiano.

Los ejercicios que el modesto terapeuta obligaba a realizar al príncipe Alberto, eran considerados por este como una humillación para una persona de su alcurnia y estirpe, por lo que en un arrebato de ira, el que estaba destinado a ser Rey de Inglaterra, rompió toda relación con su preceptor, acto en el que demostró una extremada mezquindad, al echarle en cara su origen plebeyo.

Sin embargo, la abdicación de su hermano Eduardo VIII, precipitó situaciones que exigían resolver el problema de la tartamudez del príncipe heredero, viéndose este obligado a reanudar el contacto con su logopeda australiano. Cuando ambos personajes se encontraron de nuevo, el entonces ya Rey Jorge VI y como dije antes, padre de la actual Reina Isabel II, en palabras que él consideraba como una condescendiente indulgencia para con su interlocutor, pero que solo dejaban traslucir una extremada y prepotente soberbia, a modo de saludo, le espetó: “Si espera que un rey se disculpe, la espera puede resultar extremadamente larga”.

Como reverso de la moneda, nuestro Rey, Don Juan Carlos I, frente a su responsabilidad de una actuación considerada como inoportuna, con una naturalidad y sencillez que rayaron en la humildad, se manifestó de forma pública ante su pueblo con estas palabras: “Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir”.

Con este hecho sin precedentes, en el que el gesto denotaba una convicción y sinceridad, y con estas breves y sencillas palabras, lejos de humillarse ante la presión pública y publicada instigada por la izquierda española, esa izquierda nostálgica de un republicanismo que perdió su oportunidad, tanto la institución como la persona, se yerguen hoy con una grandeza y humanidad, que han conseguido estrechar aún más los lazos entre los españoles y su Rey.

Nuestro Rey, con los lógicos defectos de cualquier ser humano, ha demostrado ya en innumerables ocasiones su nobleza y dignidad soportando infamantes situaciones provocadas precisamente por aquellos, que lo que hoy son, lo son por expreso deseo de un Rey, que en su momento, quiso serlo de todos los españoles sin distinción de credos, origen o ideario político sin distinción, incluso en contra de las sugerencias de altos mandatarios internacionales. Y ello, precisamente porque realmente quería ser Rey de todos nosotros sin distinción.

El espíritu que ha orientado siempre la actuación del Rey Juan Carlos, ha sido siempre su profundo amor a España y su deseo de que nuestro futuro, el de todos los españoles, estuviera cimentado en el principio de la reconciliación. Precisamente, si una particularidad destaca especialmente en la trayectoria de su reinado, esta ha sido la de la prudencia y la cercanía para con su pueblo.

Jamás podremos ignorar que Juan Carlos I, el hombre más que el Rey, que en una desoladora soledad; con la única ayuda de unos cuantos leales, desmontó el inmovilista aparato franquista y restituyó a los españoles las libertades de las que hoy gozamos, en un clima presidido siempre por el deseo del diálogo, del entendimiento, de la armonía y del respeto al natural pluralismo de las ideas y las españas, que en vez de ser consideradas trincheras que nos separasen, fuesen puentes que facilitasen el enriquecimiento que siempre proporciona el sumar frente al dividir.

A ese Rey a cuya expresa voluntad deben su reconocimiento institucional, es al que en serios momentos, tanto institucionales como personales, una trasnochada izquierda española, soezmente, no solo le ha exigido explicaciones, sino que incluso se le ha llegado a pedir la abdicación, por un hecho coyunturalmente inoportuno, desacertado, imprudente si se quiere, pero que quienes así se comportan, son los responsables directos de actos tan graves como el crimen económico  cometido contra la población civil española que, por sus actos de gobierno, sufre la pérdida de derechos fundamentales, como el trabajo y la vivienda, y los millones de personas que ven en peligro su supervivencia y su futuro, a causa de la mentira, la superchería, la inacción, el despilfarro y el expolio cometido.

En estos días pasados, hemos podido comprobar la lealtad de socialistas y comunistas que han aprovechado una imprudencia, si queremos incluso hasta una impertinencia del hombre, para poner en cuestión la institución que representa, pidiendo la convocatoria de un referéndum en nombre no sé de quien, pero arrogándose la representación del pueblo. ¡Que miedo me dan aquellos que hablan en nombre del pueblo! Si hay alguien que de verdad represente al pueblo español, ese no es más que nuestro Rey, quien en tantas ocasiones ha demostrado ser el mejor defensor de una dignidad y unos intereses tantas veces ignorados, despreciados y pisoteados precisamente por aquellos que tanto dicen defenderlos. Solo el Rey tiene el legítimo derecho de hablar en nombre del pueblo español. Los demás podrán hablar en nombre de los comunistas, de los socialistas, de los liberales o de los defensores de los unicornios con pintas rojas si quieren. Y aquellos dictadorzuelos de más que dudoso pelaje, que presuntuosamente pretenden representar al pueblo español, tienen un mecanismo que les facilita la propia constitución para hacer realidad sus estrafalarias ensoñaciones. Que es promover las iniciativas parlamentarias precisas para reformar todo lo reformable desde la propia Ley vigente, como lo hizo el Rey Juan Carlos para desmontar el bunker franquista. Lo demás son brindis al sol, rabietas de niño chico y resentimiento de perdedores y fracasados.

Seamos sensatos y si no prudentes, al menos sí racionales. Pongamos en un plato de la balanza lo positivo de la acción de la monarquía y en el otro los desaciertos que haya podido cometer y obremos en consecuencia.

Y es que hay muchos políticos “defensores del pueblo”, que son incorruptibles. No hay quien pueda inducirles a que realmente defiendan nuestro progreso y bienestar. Por tanto, yo ya no quiero que me defienda nadie. Ni los de derecha ni los de izquierda. He llegado al convencimiento de que esperar de un político algo bueno, algo sensato, algo juicioso, algo dictado por el sentido común, es tan estúpido como implorar a un lavaplatos.

Lo siento mucho

César Valdeolmillos
lunes, 23 de abril de 2012, 07:12 h (CET)
Sabido es que el Rey Jorge VI, padre de la actual Reina Isabel II de Inglaterra, a causa de una descoordinación entre la laringe y el diafragma, sufría él —y todos cuantos le escuchaban— los efectos de una acusada tartamudez. De hecho, con motivo de la clausura de la Exposición del Imperio Británico en Wembley, el 31 de octubre de 1925, realizó un discurso que resultó ser una atormentadora experiencia, tanto para él, como para todos los que le escucharon. Ello obligó a que el duque de York, que por entonces era, buscara la ayuda de un terapeuta para contener y amortiguar su tartamudez. Recayó esta difícil misión, en Lionel Logue, un terapeuta del habla no doctorado, nieto de un cervecero de origen australiano.

Los ejercicios que el modesto terapeuta obligaba a realizar al príncipe Alberto, eran considerados por este como una humillación para una persona de su alcurnia y estirpe, por lo que en un arrebato de ira, el que estaba destinado a ser Rey de Inglaterra, rompió toda relación con su preceptor, acto en el que demostró una extremada mezquindad, al echarle en cara su origen plebeyo.

Sin embargo, la abdicación de su hermano Eduardo VIII, precipitó situaciones que exigían resolver el problema de la tartamudez del príncipe heredero, viéndose este obligado a reanudar el contacto con su logopeda australiano. Cuando ambos personajes se encontraron de nuevo, el entonces ya Rey Jorge VI y como dije antes, padre de la actual Reina Isabel II, en palabras que él consideraba como una condescendiente indulgencia para con su interlocutor, pero que solo dejaban traslucir una extremada y prepotente soberbia, a modo de saludo, le espetó: “Si espera que un rey se disculpe, la espera puede resultar extremadamente larga”.

Como reverso de la moneda, nuestro Rey, Don Juan Carlos I, frente a su responsabilidad de una actuación considerada como inoportuna, con una naturalidad y sencillez que rayaron en la humildad, se manifestó de forma pública ante su pueblo con estas palabras: “Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir”.

Con este hecho sin precedentes, en el que el gesto denotaba una convicción y sinceridad, y con estas breves y sencillas palabras, lejos de humillarse ante la presión pública y publicada instigada por la izquierda española, esa izquierda nostálgica de un republicanismo que perdió su oportunidad, tanto la institución como la persona, se yerguen hoy con una grandeza y humanidad, que han conseguido estrechar aún más los lazos entre los españoles y su Rey.

Nuestro Rey, con los lógicos defectos de cualquier ser humano, ha demostrado ya en innumerables ocasiones su nobleza y dignidad soportando infamantes situaciones provocadas precisamente por aquellos, que lo que hoy son, lo son por expreso deseo de un Rey, que en su momento, quiso serlo de todos los españoles sin distinción de credos, origen o ideario político sin distinción, incluso en contra de las sugerencias de altos mandatarios internacionales. Y ello, precisamente porque realmente quería ser Rey de todos nosotros sin distinción.

El espíritu que ha orientado siempre la actuación del Rey Juan Carlos, ha sido siempre su profundo amor a España y su deseo de que nuestro futuro, el de todos los españoles, estuviera cimentado en el principio de la reconciliación. Precisamente, si una particularidad destaca especialmente en la trayectoria de su reinado, esta ha sido la de la prudencia y la cercanía para con su pueblo.

Jamás podremos ignorar que Juan Carlos I, el hombre más que el Rey, que en una desoladora soledad; con la única ayuda de unos cuantos leales, desmontó el inmovilista aparato franquista y restituyó a los españoles las libertades de las que hoy gozamos, en un clima presidido siempre por el deseo del diálogo, del entendimiento, de la armonía y del respeto al natural pluralismo de las ideas y las españas, que en vez de ser consideradas trincheras que nos separasen, fuesen puentes que facilitasen el enriquecimiento que siempre proporciona el sumar frente al dividir.

A ese Rey a cuya expresa voluntad deben su reconocimiento institucional, es al que en serios momentos, tanto institucionales como personales, una trasnochada izquierda española, soezmente, no solo le ha exigido explicaciones, sino que incluso se le ha llegado a pedir la abdicación, por un hecho coyunturalmente inoportuno, desacertado, imprudente si se quiere, pero que quienes así se comportan, son los responsables directos de actos tan graves como el crimen económico  cometido contra la población civil española que, por sus actos de gobierno, sufre la pérdida de derechos fundamentales, como el trabajo y la vivienda, y los millones de personas que ven en peligro su supervivencia y su futuro, a causa de la mentira, la superchería, la inacción, el despilfarro y el expolio cometido.

En estos días pasados, hemos podido comprobar la lealtad de socialistas y comunistas que han aprovechado una imprudencia, si queremos incluso hasta una impertinencia del hombre, para poner en cuestión la institución que representa, pidiendo la convocatoria de un referéndum en nombre no sé de quien, pero arrogándose la representación del pueblo. ¡Que miedo me dan aquellos que hablan en nombre del pueblo! Si hay alguien que de verdad represente al pueblo español, ese no es más que nuestro Rey, quien en tantas ocasiones ha demostrado ser el mejor defensor de una dignidad y unos intereses tantas veces ignorados, despreciados y pisoteados precisamente por aquellos que tanto dicen defenderlos. Solo el Rey tiene el legítimo derecho de hablar en nombre del pueblo español. Los demás podrán hablar en nombre de los comunistas, de los socialistas, de los liberales o de los defensores de los unicornios con pintas rojas si quieren. Y aquellos dictadorzuelos de más que dudoso pelaje, que presuntuosamente pretenden representar al pueblo español, tienen un mecanismo que les facilita la propia constitución para hacer realidad sus estrafalarias ensoñaciones. Que es promover las iniciativas parlamentarias precisas para reformar todo lo reformable desde la propia Ley vigente, como lo hizo el Rey Juan Carlos para desmontar el bunker franquista. Lo demás son brindis al sol, rabietas de niño chico y resentimiento de perdedores y fracasados.

Seamos sensatos y si no prudentes, al menos sí racionales. Pongamos en un plato de la balanza lo positivo de la acción de la monarquía y en el otro los desaciertos que haya podido cometer y obremos en consecuencia.

Y es que hay muchos políticos “defensores del pueblo”, que son incorruptibles. No hay quien pueda inducirles a que realmente defiendan nuestro progreso y bienestar. Por tanto, yo ya no quiero que me defienda nadie. Ni los de derecha ni los de izquierda. He llegado al convencimiento de que esperar de un político algo bueno, algo sensato, algo juicioso, algo dictado por el sentido común, es tan estúpido como implorar a un lavaplatos.

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En este año 2024, se está doblando prácticamente, la cifra de migrantes que llegan a nuestras costas, algo que es imposible de impedir, ya que vienen de continentes, como África, huyendo de hambrunas, opresiones y diversos conflictos, donde se les hace inviable vivir y su único objetivo, es poder alcanzar un país donde poder tener una vida digna y en paz.

Afirmó Heidegger que “el hombre es un ser de lejanías”. Conocí dicha aseveración, ya hace muchos años, a través de Francisco Umbral, que la embutía con frecuencia en sus escritos; incluso hay una obra, entiendo que póstuma, del vallisoletano titulada así (“Un ser de lejanías”). La frase puede ser descifrada de maneras muy diversas pero, en todo caso, creo que se refiere a nuestra fascinación, como humanos, por lo lejano en el espacio o en el tiempo.

Con unas dimensiones variables, cada persona deja su impronta con un sinfín de peculiaridades, de matices recónditos en muchas de sus actuaciones; pero con los suficientes indicadores como para hablar del sello particular de su presencia. La consideración de como se perciba entre el entramado de observaciones es asunto distinto.

 
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