Siglo XXI. Diario digital independiente, plural y abierto. Noticias y opinión
Viajes y Lugares Tienda Siglo XXI Grupo Siglo XXI
21º ANIVERSARIO
Fundado en noviembre de 2003
Opinión
Etiquetas | Artículo opinión
Una democracia que niegue la ley moral natural, se convierte, de hecho, en un verdadero sistema de totalitarismo

Reflexiones sobre la democracia

|

El hombre –y por lo tanto también el pueblo– tiene un límite infranqueable, que si bien el pueblo es soberano, no lo es de modo absoluto, porque el hombre es, ciertamente, rector de sí mismo, pero antes que eso es un ser regido. No es el hombre, como quería el viejo Protágoras, la medida de todas las cosas. Es un ser libre, modelador de su destino, pero su libertad está gobernada por las exigencias objetivas de su propio ser. No es el hombre el criterio del bien y del mal, no es el pueblo el criterio de lo justo y de lo injusto; tal criterio es la ley natural.

Una democracia, en una sociedad que no respete los valores objetivos, será cauce, no de gobierno sino de desgobierno, no de desarrollo social sino de corrupción de la sociedad, no de la libertad sino del permisivismo, no del progreso sino del regreso a formas salvajes de vida. Más que democracia, será demagogia.

Una democracia que niegue la ley moral natural o, en otras palabras, la verdad objetiva sobre la naturaleza humana, se convierte, de hecho, en un verdadero sistema de totalitarismo. Sistema que, contrariamente a las vanas apariencias, viola sistemáticamente y de modo legal los derechos humanos más fundamentales.

Sustituir la ley natural por los dictados de la mayoría y, por tanto, extender la democracia al sistema de reglas y valores fundamentales que han de regir la vida social en cuanto organizada en Estado, deja a la democracia desamparada frente a las fuerzas disolventes de la sociedad y de ella misma. Pero, sobre todo, deja a la democracia sin su última y más básica fundamentación.

Si –como pretende el liberalismo de rancio abolengo– todo se funda en la prevalencia de los votos, ¿en qué se fundamenta la democracia? La respuesta es tan obvia como inquietante: se funda en ella misma. Y decimos que es inquietante, porque esto significa que carece de fundamento fuera de la pura voluntad del pueblo, a la que habría que calificar de arbitraria por cuanto carecería de un fundamento ulterior. Y a la voluntad arbitraria del hombre en política se la llama tiranía. De donde resultaría paradójicamente, que la democracia no sería otra cosa que la forma menos desagradable de tiranía. Afortunadamente la democracia no es eso; lejos de ser la forma menos mala de tiranía, de suyo es –o al menos puede ser– una excelente forma de gobierno.

La democracia en sentido actual –el que aparece en el siglo XVIII– es, ciertamente, una forma de gobierno en la que el pueblo designa a sus gobernantes; pero es también –y principalmente– un régimen de libertad. Sin libertades personales y, de modo fundamental, sin la libertad de ser persona –en el sentido propio de esta palabra– no hay democracia, aunque haya votaciones. Sólo por votar no se es persona, ni las elecciones son la democracia; ambas cosas son instrumentos para la libertad y para la democracia, mas no son la democracia ni la libertad.

Tres son –en nuestra opinión- las piezas fundamentales de la democracia: a) el Estado abierto a la realidad social, no el Estado neutro, idea, no por vieja menos peregrina, que falsifica la democracia, porque contradice la esencia misma de la democracia. Estado neutro en efecto, o equivale a Estado vacío de cultura y de moral, o equivale –y es lo que más frecuentemente ocurre– a Estado relativista y agnóstico, esto es, confesionalmente laico; b) la posibilidad de acceso al poder de distintas opciones y corrientes; c) la libertad de mayorías y minorías. Y todo ello postula que las ideas no vayan –primariamente– del Estado a la sociedad, sino de la sociedad al Estado. De ahí la importancia capital de las libertades en el pensamiento, de las conciencias y religiosa. Son una exigencia de autenticidad democrática. Y como corolario, la importancia capital de la libertad de enseñanza; es también exigencia de autenticidad democrática.

Reflexiones sobre la democracia

Una democracia que niegue la ley moral natural, se convierte, de hecho, en un verdadero sistema de totalitarismo
Javier Úbeda
miércoles, 28 de diciembre de 2011, 08:05 h (CET)

El hombre –y por lo tanto también el pueblo– tiene un límite infranqueable, que si bien el pueblo es soberano, no lo es de modo absoluto, porque el hombre es, ciertamente, rector de sí mismo, pero antes que eso es un ser regido. No es el hombre, como quería el viejo Protágoras, la medida de todas las cosas. Es un ser libre, modelador de su destino, pero su libertad está gobernada por las exigencias objetivas de su propio ser. No es el hombre el criterio del bien y del mal, no es el pueblo el criterio de lo justo y de lo injusto; tal criterio es la ley natural.

Una democracia, en una sociedad que no respete los valores objetivos, será cauce, no de gobierno sino de desgobierno, no de desarrollo social sino de corrupción de la sociedad, no de la libertad sino del permisivismo, no del progreso sino del regreso a formas salvajes de vida. Más que democracia, será demagogia.

Una democracia que niegue la ley moral natural o, en otras palabras, la verdad objetiva sobre la naturaleza humana, se convierte, de hecho, en un verdadero sistema de totalitarismo. Sistema que, contrariamente a las vanas apariencias, viola sistemáticamente y de modo legal los derechos humanos más fundamentales.

Sustituir la ley natural por los dictados de la mayoría y, por tanto, extender la democracia al sistema de reglas y valores fundamentales que han de regir la vida social en cuanto organizada en Estado, deja a la democracia desamparada frente a las fuerzas disolventes de la sociedad y de ella misma. Pero, sobre todo, deja a la democracia sin su última y más básica fundamentación.

Si –como pretende el liberalismo de rancio abolengo– todo se funda en la prevalencia de los votos, ¿en qué se fundamenta la democracia? La respuesta es tan obvia como inquietante: se funda en ella misma. Y decimos que es inquietante, porque esto significa que carece de fundamento fuera de la pura voluntad del pueblo, a la que habría que calificar de arbitraria por cuanto carecería de un fundamento ulterior. Y a la voluntad arbitraria del hombre en política se la llama tiranía. De donde resultaría paradójicamente, que la democracia no sería otra cosa que la forma menos desagradable de tiranía. Afortunadamente la democracia no es eso; lejos de ser la forma menos mala de tiranía, de suyo es –o al menos puede ser– una excelente forma de gobierno.

La democracia en sentido actual –el que aparece en el siglo XVIII– es, ciertamente, una forma de gobierno en la que el pueblo designa a sus gobernantes; pero es también –y principalmente– un régimen de libertad. Sin libertades personales y, de modo fundamental, sin la libertad de ser persona –en el sentido propio de esta palabra– no hay democracia, aunque haya votaciones. Sólo por votar no se es persona, ni las elecciones son la democracia; ambas cosas son instrumentos para la libertad y para la democracia, mas no son la democracia ni la libertad.

Tres son –en nuestra opinión- las piezas fundamentales de la democracia: a) el Estado abierto a la realidad social, no el Estado neutro, idea, no por vieja menos peregrina, que falsifica la democracia, porque contradice la esencia misma de la democracia. Estado neutro en efecto, o equivale a Estado vacío de cultura y de moral, o equivale –y es lo que más frecuentemente ocurre– a Estado relativista y agnóstico, esto es, confesionalmente laico; b) la posibilidad de acceso al poder de distintas opciones y corrientes; c) la libertad de mayorías y minorías. Y todo ello postula que las ideas no vayan –primariamente– del Estado a la sociedad, sino de la sociedad al Estado. De ahí la importancia capital de las libertades en el pensamiento, de las conciencias y religiosa. Son una exigencia de autenticidad democrática. Y como corolario, la importancia capital de la libertad de enseñanza; es también exigencia de autenticidad democrática.

Noticias relacionadas

A quienes estamos convencidos de la iniquidad intrínseca de Sánchez, no nos va a confundir la supuesta “carta de amor” de este cateto personaje a su Begoña amada, redactada de su “puño y letra” (con sus tradicionales errores y faltas gramaticales) y exceso de egolatría.

Recuerdo con nostalgia la época en la que uno terminaba sus estudios universitarios y metía de lleno la cabeza en el mundo laboral. Ya no había marchas atrás. Se terminaron para siempre esos años de universitario, nunca más ya repetibles. Las conversaciones sobre cultura, sobre política, sobre música. Los exámenes, los espacios de relajamiento en la pradera de césped recién cortado que rodeaba la Facultad, los vinos en Argüelles, las copas en Malasaña...

Tras su inicial construcción provisional, el Muro de Berlín acabó por convertirse en una pared de hormigón de entre 3,5 y 4 metros de altura, reforzado en su interior por cables de acero para así acrecentar su firmeza. Se organizó, asimismo, la denominada "franja de la muerte", formada por un foso, una alambrada, una carretera, sistemas de alarma, armas automáticas, torres de vigilancia y patrullas acompañadas por perros las 24 horas del día.

 
Quiénes somos  |   Sobre nosotros  |   Contacto  |   Aviso legal  |   Suscríbete a nuestra RSS Síguenos en Linkedin Síguenos en Facebook Síguenos en Twitter   |  
© Diario Siglo XXI. Periódico digital independiente, plural y abierto | Director: Guillermo Peris Peris
© Diario Siglo XXI. Periódico digital independiente, plural y abierto