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El supercomité habría fracasado hasta de haber triunfado

Pagar más, percibir menos

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WASHINGTON -- . A fin de cuentas, la única forma de controlar el gasto federal y el déficit es cortar el descontrolado gasto sanitario alcista. Ya representa el mayor desembolso público con diferencia (el 27% en el ejercicio 2010 en comparación con el 20% de la defensa), y su constante crecimiento raudo, combinado con la entrada en vigor prevista de la reforma sanitaria Obamacare, hará que roce la tercera parte dentro de poco. El supercomité no tuvo el tiempo ni la plantilla necesarios para solventar un problema tan complejo y polémico como la sanidad pública.

Sigue siendo acuciante. Los estadounidenses son conscientes de que la cara atención médica está exprimiendo los programas públicos independientes de la sanidad y, a través de la retención del seguro médico, la nómina post-impuestos. Pero se consuelan pensando que la atención estadounidense "es la mejor del mundo". Entre los expertos, esto lleva tiempo siendo cuestionado. El nuevo estudio de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico de París (OCDE) insinúa que el debate está zanjado: no es cierto.

A medida que las sociedades se van acomodando, la población desea -- y se puede permitir -- más atención médica. Aun así, el gasto público estadounidense en concepto sanitario (en torno a los 7.960 dólares por habitante en 2009) es un capítulo aparte. Está un 50% por encima del gasto de Noruega (5.352 dólares), el más inmediato de los caros. El gasto estadounidense es más del doble del gasto de Gran Bretaña (3.487 dólares), del gasto de Francia (3.978 dólares) y de la media de la OCDE (3.233 dólares).

A pesar de esto, los estadounidenses no tienen un estado de salud notablemente mejor que las poblaciones de los países avanzados restantes, recoge el estudio. La esperanza de vida en Estados Unidos (78,2 años) está por detrás de la de Japón (83 años) y de la media de la OCDE (79,5 años). Viene a ser idéntica a la de Chile y la de la República Checa, según Mark Pearson, de la OCDE. Los estadounidenses no tienen gran cosa para justificar el facturón de su sistema, incluso si las discrepancias en la esperanza de vida son en parte reflejo de las diferencias en hábitos de vida y alimentación.

Hay algunas señales favorables. La atención oncológica es un terreno de resultados superiores; la esperanza de vida del cáncer de mama a cinco años es del 89,3% en comparación con la media de la OCDE del 83,5%. Pero el trato de las dolencias de curso prolongado como la diabetes o el asma podría ser peor. La frecuencia estadounidense de ingresos en urgencias por episodios asmáticos es tres veces la de Francia y seis veces la de Alemania e Italia.

De hecho, según algunos indicadores, los estadounidenses tienen menos atención médica que las poblaciones de otros países avanzados. La cifra de médicos de cabecera (2,4 por cada 1.000 habitantes) es inferior a la media de la OCDE (3,1 por cada 1.000 habitantes), al igual que la cifra de visitas anuales (3,9 per cápita en Estados Unidos frente al 6,5 de la media de la OCDE).

¿Qué hace que se dispare el gasto público sanitario estadounidense? La respuesta de la OCDE se presenta en dos partes: precios elevados y generosa prescripción de ciertos servicios caros. En el año 2007, una apendectomía costaba 7.962 dólares en Estados Unidos, 5.004 en Canadá y 2.943 en Alemania. Una angioplastia coronaria de balón costaba 14.378 dólares en Estados Unidos en comparación con 9.296 en Suecia y 7.027 dólares en Francia. Una artroplastia costaba 14.946 dólares en Estados Unidos, 12.424 dólares en Francia y 9.910 dólares en Canadá. Las artroplastias practicadas en Estados Unidos fueron casi el doble por cada 100.000 habitantes que en el resto de la OCDE. También lo fueron las angioplastias y las resonancias.

Es un retrato devastador. A veces, el sistema sanitario estadounidense presta lo peor de las dos opciones: se paga más y se percibe menos. Por desgracia, el mensaje no es nuevo. La red sanitaria fragmentada y ultraespecializada de América maximiza la rentabilidad a los agentes sanitarios -- profesionales de la medicina, hospitales, farmacéuticas -- pero no a la sociedad. La compensación por consulta del profesional que ejerce dentro del seguro permite a los actores sanitarios reconciliar sus deberes deontológicos (más atención a los pacientes) con el interés económico (ingresos más altos). Cuantas más consultas realizan, más ganan. Los límites son contados, porque pacientes y actores sanitarios se oponen en la misma medida a los límites impuestos a sus opciones. Reguladores públicos y aseguradoras son demasiado débiles para controlar las facturas.

Incontables miles de profesionales escrupulosos brindan a la mayoría de los estadounidenses buena atención y los hay que brindan una atención soberbia. Pero el sistema necesita una reforma fundamental que saque mayor rentabilidad al dinero que se paga. Esencialmente hay dos formas de hacer esto.

Una es el sistema de volantes que, mediante deducciones y subsidios fijos a las primas del programa Medicare de los ancianos, permitiría al paciente comparar el mejor plan sanitario. La competencia, reza la teoría, obligaría a centros hospitalarios y galenos a reestructurar el sistema de prestación; los planes de salud competirían según precios y calidades. La otra forma es un sistema de fondo común administrado por el estado que -- de alguna forma -- incluiría estrictos límites presupuestarios para profesionales, centros y demás actores sanitarios. Rebajar el gasto administrativo no proporcionaría por sí solo el ahorro suficiente para controlar el gasto total. Si sobrevive el sistema de compensación por consulta, también el sistema en vigor.

Es de transformar casi la quinta parte de la economía estadounidense de lo que hablamos. El supercomité no sabría hacer eso. Pero podría haber propuesto una legislación que creara dos equipos de expertos que diseñaran planes rivales que facilitar al próximo presidente. De una forma u otra, si no actuamos, rendimos nuestro futuro al desbocado gasto sanitario.

Pagar más, percibir menos

El supercomité habría fracasado hasta de haber triunfado
Robert J. Samuelson
martes, 29 de noviembre de 2011, 08:01 h (CET)

WASHINGTON -- . A fin de cuentas, la única forma de controlar el gasto federal y el déficit es cortar el descontrolado gasto sanitario alcista. Ya representa el mayor desembolso público con diferencia (el 27% en el ejercicio 2010 en comparación con el 20% de la defensa), y su constante crecimiento raudo, combinado con la entrada en vigor prevista de la reforma sanitaria Obamacare, hará que roce la tercera parte dentro de poco. El supercomité no tuvo el tiempo ni la plantilla necesarios para solventar un problema tan complejo y polémico como la sanidad pública.

Sigue siendo acuciante. Los estadounidenses son conscientes de que la cara atención médica está exprimiendo los programas públicos independientes de la sanidad y, a través de la retención del seguro médico, la nómina post-impuestos. Pero se consuelan pensando que la atención estadounidense "es la mejor del mundo". Entre los expertos, esto lleva tiempo siendo cuestionado. El nuevo estudio de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico de París (OCDE) insinúa que el debate está zanjado: no es cierto.

A medida que las sociedades se van acomodando, la población desea -- y se puede permitir -- más atención médica. Aun así, el gasto público estadounidense en concepto sanitario (en torno a los 7.960 dólares por habitante en 2009) es un capítulo aparte. Está un 50% por encima del gasto de Noruega (5.352 dólares), el más inmediato de los caros. El gasto estadounidense es más del doble del gasto de Gran Bretaña (3.487 dólares), del gasto de Francia (3.978 dólares) y de la media de la OCDE (3.233 dólares).

A pesar de esto, los estadounidenses no tienen un estado de salud notablemente mejor que las poblaciones de los países avanzados restantes, recoge el estudio. La esperanza de vida en Estados Unidos (78,2 años) está por detrás de la de Japón (83 años) y de la media de la OCDE (79,5 años). Viene a ser idéntica a la de Chile y la de la República Checa, según Mark Pearson, de la OCDE. Los estadounidenses no tienen gran cosa para justificar el facturón de su sistema, incluso si las discrepancias en la esperanza de vida son en parte reflejo de las diferencias en hábitos de vida y alimentación.

Hay algunas señales favorables. La atención oncológica es un terreno de resultados superiores; la esperanza de vida del cáncer de mama a cinco años es del 89,3% en comparación con la media de la OCDE del 83,5%. Pero el trato de las dolencias de curso prolongado como la diabetes o el asma podría ser peor. La frecuencia estadounidense de ingresos en urgencias por episodios asmáticos es tres veces la de Francia y seis veces la de Alemania e Italia.

De hecho, según algunos indicadores, los estadounidenses tienen menos atención médica que las poblaciones de otros países avanzados. La cifra de médicos de cabecera (2,4 por cada 1.000 habitantes) es inferior a la media de la OCDE (3,1 por cada 1.000 habitantes), al igual que la cifra de visitas anuales (3,9 per cápita en Estados Unidos frente al 6,5 de la media de la OCDE).

¿Qué hace que se dispare el gasto público sanitario estadounidense? La respuesta de la OCDE se presenta en dos partes: precios elevados y generosa prescripción de ciertos servicios caros. En el año 2007, una apendectomía costaba 7.962 dólares en Estados Unidos, 5.004 en Canadá y 2.943 en Alemania. Una angioplastia coronaria de balón costaba 14.378 dólares en Estados Unidos en comparación con 9.296 en Suecia y 7.027 dólares en Francia. Una artroplastia costaba 14.946 dólares en Estados Unidos, 12.424 dólares en Francia y 9.910 dólares en Canadá. Las artroplastias practicadas en Estados Unidos fueron casi el doble por cada 100.000 habitantes que en el resto de la OCDE. También lo fueron las angioplastias y las resonancias.

Es un retrato devastador. A veces, el sistema sanitario estadounidense presta lo peor de las dos opciones: se paga más y se percibe menos. Por desgracia, el mensaje no es nuevo. La red sanitaria fragmentada y ultraespecializada de América maximiza la rentabilidad a los agentes sanitarios -- profesionales de la medicina, hospitales, farmacéuticas -- pero no a la sociedad. La compensación por consulta del profesional que ejerce dentro del seguro permite a los actores sanitarios reconciliar sus deberes deontológicos (más atención a los pacientes) con el interés económico (ingresos más altos). Cuantas más consultas realizan, más ganan. Los límites son contados, porque pacientes y actores sanitarios se oponen en la misma medida a los límites impuestos a sus opciones. Reguladores públicos y aseguradoras son demasiado débiles para controlar las facturas.

Incontables miles de profesionales escrupulosos brindan a la mayoría de los estadounidenses buena atención y los hay que brindan una atención soberbia. Pero el sistema necesita una reforma fundamental que saque mayor rentabilidad al dinero que se paga. Esencialmente hay dos formas de hacer esto.

Una es el sistema de volantes que, mediante deducciones y subsidios fijos a las primas del programa Medicare de los ancianos, permitiría al paciente comparar el mejor plan sanitario. La competencia, reza la teoría, obligaría a centros hospitalarios y galenos a reestructurar el sistema de prestación; los planes de salud competirían según precios y calidades. La otra forma es un sistema de fondo común administrado por el estado que -- de alguna forma -- incluiría estrictos límites presupuestarios para profesionales, centros y demás actores sanitarios. Rebajar el gasto administrativo no proporcionaría por sí solo el ahorro suficiente para controlar el gasto total. Si sobrevive el sistema de compensación por consulta, también el sistema en vigor.

Es de transformar casi la quinta parte de la economía estadounidense de lo que hablamos. El supercomité no sabría hacer eso. Pero podría haber propuesto una legislación que creara dos equipos de expertos que diseñaran planes rivales que facilitar al próximo presidente. De una forma u otra, si no actuamos, rendimos nuestro futuro al desbocado gasto sanitario.

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Utilizar al Rey como actor forzado en la escena final de su opereta y ni siquiera anunciar una moción de confianza prueban que este hombre buscaba - sin mucho éxito - provocar a los malos, al enemigo, a los periodistas y tertulianos que forman parte de ese imaginario contubernio fascista que le quiere desalojar del poder.

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