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El huracán no es un paquete de estímulo

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LOS COLUMNISTAS HACEN PREDICCIONES por su cuenta y riesgo, pero yo voy a desmarcarme: si el huracán Irene termina sembrando el caos que ciertos analistas han pronosticado, será cuestión de días que algún experto nos asegure que toda la destrucción causada será buena en realidad para la economía. "Uno de los resultados más previsibles de cualquier desastre natural", comenta el economista Russell Roberts, "es la difusión de conceptos económicos de andar por casa". Y pocas falacias económicas son más longevas que el convencimiento de que los desastres naturales conllevan en realidad un beneficio neto para la sociedad, puesto que el dinero destinado a la recuperación estimula la creación de nuevos puestos de trabajo y la construcción.

¿La devastación que deja un huracán a su paso es el mal que viene por bien a la sociedad?

Considere el enorme terremoto y el tsunami que devastaron Japón a principios de este año -- una catástrofe que costó la vida a más de 22.000 personas, que provocó la peor crisis nuclear vivida desde Chernobil, y que devolvió de golpe a la recesión a la economía japonesa ya endeble. Tres jornadas después de producirse el desastre, el izquierdista Huffington Post publicaba un ensayo del intelectual californiano progresista Nathan Gardels celebrando "El consuelo del terremoto de Japón". Invitando a sus lectores a "mirar más allá de la devastación", celebraba que "la necesidad de reconstruir una parte importante de Japón va a generar enormes oportunidades de crecimiento económico nacional" y observaba que "la madre naturaleza ha logrado lo que la política fiscal y el banco central no supieron lograr". Ahora los japoneses tendrán montones de puentes que construir, "ciudades y regiones enteras" a reconstruir, y redes de información que renovar.

"El resultado de toda la nueva creación de riqueza" concluía Gardels, "será más dinero en los bolsillos de los japoneses".

Los japoneses supervivientes, será. Las decenas de miles que perdieron la vida no van a embolsarse ninguna riqueza nueva. Y todo el dinero del mundo no va a subsanar el vacío que dejan los incontables japoneses cuyos cerebros, cuerpos o carreras profesionales se vieron permanentemente afectadas por el desastre. Claro que billones de yenes se gastarán para reparar, reconstruir o restaurar. Pero es igualmente cierto que esos billones ya no estarán disponibles para todo lo demás a lo que se habrían destinado. Con independencia de lo que pueda obtener Japón fruto de los recursos destinados a la reconstrucción, nunca va a superar el valor de todo lo que se perdió a causa de la destrucción gratuita.

Pero aun así la convicción de que la devastación es en realidad una bendición nunca parece pasar de moda.

"Casi parece de mal gusto hablar de dólares y centavos tras un acto de asesinato a gran escala", escribía el columnista Paul Krugman en el New York Times transcurridas menos de 72 horas después de las atrocidades del 11 de Septiembre, pero los atentados terroristas podrían "surtir cierto bien económico". Después de todo, Manhattan iba a necesitar "unos edificios de oficinas nuevos" y "reconstruir va a generar como poco algún incremento del gasto privado".

Lo mismo se dijo del huracán Katrina, uno de los desastres más graves de la historia de los Estados Unidos. No había escampado la tormenta cuando el economista de J.P. Morgan Anthony Chan aseguraba en CNN Money que los huracanes tienden a estimular el crecimiento económico. De acuerdo, Nueva Orleáns quedaba reducida a escombros, decía Chan, pero "habrá montones de labores de limpieza y reconstrucción... Eso significa que durante los 12 próximos meses, habrá montones de nuevos puestos de trabajo buenos para la economía".

En el año 2007, los enormes siniestros forestales del sur de California arrasaban más de 1.600 hogares, reducían a cenizas más de 202.300 hectáreas y obligaban a llevar a cabo la evacuación más multitudinaria de la historia del estado. ¿Una tragedia sin sentido? ¡No! ¡Una bendición! "Esto probablemente será un estímulo", decía al Los Angeles Times el economista de la Universidad de San Diego Alan Gin, porque "habrá montones de labores de reconstrucción... financiadas por las compensaciones de las aseguradoras". Constituye "una realidad perversa", añadía MarketWatch, "que como consecuencia de los desastres, los fondos de reconstrucción ayuden a la economía, al mismo tiempo incluso que la gente sigue luchando por recuperarse de sus pérdidas personales".

El dinero destinado a reparar ventanas rotas representa una pérdida de riqueza, no un beneficio económico.

Hace más de 160 años, el politólogo francés Frederic Bastiat plasmó estas posturas en un relato ya famoso:

Un chaval rompe un escaparate a un tendero, y todo el mundo que lo ve condena la destrucción sin sentido. Entonces alguien insiste en que los daños materiales son en realidad para bien: los seis francos que le costará al tendero cambiar su escaparate van a beneficiar al vidriero, en consecuencia tendrá más dinero que destinar a otra cosa. Esos seis francos cambian de manos y la economía crecerá.

El defecto fatal de esa forma de pensar, escribe Bastiat, reside en que se concentra exclusivamente "en lo que se ve a simple vista" -- el vidriero al que se paga para poner el nuevo escaparate. Lo que se omite es "lo que no se ve" -- que el tendero, obligado a gastar seis francos para reparar los daños materiales, ha perdido la oportunidad de gastarlos en mejores zapatos, un libro nuevo o alguna otra mejora de su estándar de vida. El vidriero puede tener más, pero el tendero no -- y tampoco la sociedad en conjunto.

Los escaparates rotos no constituyen un estímulo económico. Los huracanes tampoco. La destrucción sin sentido no tiene ninguna contraprestación. Ni siquiera si "los expertos" dicen lo contrario.

El huracán no es un paquete de estímulo

Jeff Jacoby
miércoles, 31 de agosto de 2011, 07:08 h (CET)
LOS COLUMNISTAS HACEN PREDICCIONES por su cuenta y riesgo, pero yo voy a desmarcarme: si el huracán Irene termina sembrando el caos que ciertos analistas han pronosticado, será cuestión de días que algún experto nos asegure que toda la destrucción causada será buena en realidad para la economía. "Uno de los resultados más previsibles de cualquier desastre natural", comenta el economista Russell Roberts, "es la difusión de conceptos económicos de andar por casa". Y pocas falacias económicas son más longevas que el convencimiento de que los desastres naturales conllevan en realidad un beneficio neto para la sociedad, puesto que el dinero destinado a la recuperación estimula la creación de nuevos puestos de trabajo y la construcción.

¿La devastación que deja un huracán a su paso es el mal que viene por bien a la sociedad?

Considere el enorme terremoto y el tsunami que devastaron Japón a principios de este año -- una catástrofe que costó la vida a más de 22.000 personas, que provocó la peor crisis nuclear vivida desde Chernobil, y que devolvió de golpe a la recesión a la economía japonesa ya endeble. Tres jornadas después de producirse el desastre, el izquierdista Huffington Post publicaba un ensayo del intelectual californiano progresista Nathan Gardels celebrando "El consuelo del terremoto de Japón". Invitando a sus lectores a "mirar más allá de la devastación", celebraba que "la necesidad de reconstruir una parte importante de Japón va a generar enormes oportunidades de crecimiento económico nacional" y observaba que "la madre naturaleza ha logrado lo que la política fiscal y el banco central no supieron lograr". Ahora los japoneses tendrán montones de puentes que construir, "ciudades y regiones enteras" a reconstruir, y redes de información que renovar.

"El resultado de toda la nueva creación de riqueza" concluía Gardels, "será más dinero en los bolsillos de los japoneses".

Los japoneses supervivientes, será. Las decenas de miles que perdieron la vida no van a embolsarse ninguna riqueza nueva. Y todo el dinero del mundo no va a subsanar el vacío que dejan los incontables japoneses cuyos cerebros, cuerpos o carreras profesionales se vieron permanentemente afectadas por el desastre. Claro que billones de yenes se gastarán para reparar, reconstruir o restaurar. Pero es igualmente cierto que esos billones ya no estarán disponibles para todo lo demás a lo que se habrían destinado. Con independencia de lo que pueda obtener Japón fruto de los recursos destinados a la reconstrucción, nunca va a superar el valor de todo lo que se perdió a causa de la destrucción gratuita.

Pero aun así la convicción de que la devastación es en realidad una bendición nunca parece pasar de moda.

"Casi parece de mal gusto hablar de dólares y centavos tras un acto de asesinato a gran escala", escribía el columnista Paul Krugman en el New York Times transcurridas menos de 72 horas después de las atrocidades del 11 de Septiembre, pero los atentados terroristas podrían "surtir cierto bien económico". Después de todo, Manhattan iba a necesitar "unos edificios de oficinas nuevos" y "reconstruir va a generar como poco algún incremento del gasto privado".

Lo mismo se dijo del huracán Katrina, uno de los desastres más graves de la historia de los Estados Unidos. No había escampado la tormenta cuando el economista de J.P. Morgan Anthony Chan aseguraba en CNN Money que los huracanes tienden a estimular el crecimiento económico. De acuerdo, Nueva Orleáns quedaba reducida a escombros, decía Chan, pero "habrá montones de labores de limpieza y reconstrucción... Eso significa que durante los 12 próximos meses, habrá montones de nuevos puestos de trabajo buenos para la economía".

En el año 2007, los enormes siniestros forestales del sur de California arrasaban más de 1.600 hogares, reducían a cenizas más de 202.300 hectáreas y obligaban a llevar a cabo la evacuación más multitudinaria de la historia del estado. ¿Una tragedia sin sentido? ¡No! ¡Una bendición! "Esto probablemente será un estímulo", decía al Los Angeles Times el economista de la Universidad de San Diego Alan Gin, porque "habrá montones de labores de reconstrucción... financiadas por las compensaciones de las aseguradoras". Constituye "una realidad perversa", añadía MarketWatch, "que como consecuencia de los desastres, los fondos de reconstrucción ayuden a la economía, al mismo tiempo incluso que la gente sigue luchando por recuperarse de sus pérdidas personales".

El dinero destinado a reparar ventanas rotas representa una pérdida de riqueza, no un beneficio económico.

Hace más de 160 años, el politólogo francés Frederic Bastiat plasmó estas posturas en un relato ya famoso:

Un chaval rompe un escaparate a un tendero, y todo el mundo que lo ve condena la destrucción sin sentido. Entonces alguien insiste en que los daños materiales son en realidad para bien: los seis francos que le costará al tendero cambiar su escaparate van a beneficiar al vidriero, en consecuencia tendrá más dinero que destinar a otra cosa. Esos seis francos cambian de manos y la economía crecerá.

El defecto fatal de esa forma de pensar, escribe Bastiat, reside en que se concentra exclusivamente "en lo que se ve a simple vista" -- el vidriero al que se paga para poner el nuevo escaparate. Lo que se omite es "lo que no se ve" -- que el tendero, obligado a gastar seis francos para reparar los daños materiales, ha perdido la oportunidad de gastarlos en mejores zapatos, un libro nuevo o alguna otra mejora de su estándar de vida. El vidriero puede tener más, pero el tendero no -- y tampoco la sociedad en conjunto.

Los escaparates rotos no constituyen un estímulo económico. Los huracanes tampoco. La destrucción sin sentido no tiene ninguna contraprestación. Ni siquiera si "los expertos" dicen lo contrario.

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