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En España hay una frase respecto a las amistades peligrosas que dice: “Se junta el hambre con las ganas de comer.”
En 1947 en la revista el Pulgarcito apareció un personaje extraño, su apellido era Carpanta, según lo que cuenta José Escobar, el creador del famoso dibujo, la idea se le vino a la cabeza el día en que fue a comer al Hotel Europa y a pesar del abundante banquete, no pudo ingerir nada porque una anginas no le permitía tragar, fue algo así de desesperante que durante largo tiempo no pudo olvidar el hambre canina que padeció en aquella ocasión. Durante años de verdadera gazuza el tebeo tuvo un gran éxito, de hecho, la posguerra fue tan angustiosa como la guerra, y Carpanta, arquetipo del español acongojado, enseñaba las difíciles condiciones económicas del país, encarnando el hombre sin perspectivas y esperanzas cuyo único objetivo es luchar por sobrevivir combatiendo una hambre ancestral que nunca lo abandona. En esta pugna cotidiana el anti-héroe pelea contra castillos de niebla gruesa y siempre se queda exhausto y con el estomago vació, a pesar de eso, sigue adelante y lo hace porque como dijo una vez Kierkegaard “la fuerza de la desesperación impresiona mucho pero la fuerza de voluntad dura más”, y esta última sólo cabe en un individuo que considera su existencia una llama que supera la temporalidad y la contingencia del mundo terrenal, obviamente, siendo una historieta, Escobar suaviza el drama de la vida y en particular de la contradistinguida por la penuria, lo hace dejando de lado la idea de armar un cuento ético y en su lugar utiliza el humorismo, el sentimiento de lo contrario puesto en marcha por la especial actividad de la reflexión que no se oculta, así como espléndidamente lo definió Pirandello, que le permite convertir estrechez y austeridad en una serie di aventuras en que el hambre es protagonista y antagonista a la vez, terminando por pelear contra si misma, porque no sólo ella está fuera de Carpanta, representada por la comida que a menudo se le presenta y que no puede comprar, sino también dentro de él, como tara atávica de una voracidad inapagable. Está claro que el ejercicio intelectual no puede apartarse de su objeto, o sea, no se puede separar Carpanta del ayuno sin destrozar el personaje y la narración. El autor presentó su creación al publico con la editora Bruguera, de principio el protagonista fue dibujado con un sobretodo negro y un largo sombrero, que es una evidente filiación del atuendo de Pete the Tramp (Pete el Vagabundo), el cómic estadounidense realizado por Clarence D. Russell, en que un pícaro metropolitano vive el periodo de la Gran Depresión (a partir de 1929 y durante la década de los 30') apañandoselas como pueda, dedicándose esencialmente a pedir limosna y evitando trabajar salvo en algunas ocasiones cuando no puede evitarlo, una circunstancia anómala dentro de una nación en que la cultura laboral, típica de la religión protestante, es muy radicada y los pordioseros considerados desagradables y desprestigiados, aun así, Pete tuvo mucha fama, tal vez porque su mala reputación, como la acuñaría el cantautor George Brassen, nunca produjo acciones criminales, actos de violencia o robos de objetos de gran valor. Su presencia en una sociedad donde la miseria es valorada como culpable fracaso individual, fue tolerada hasta los años 60', cuando las tiras cómicas se acabaron. El mito de Carpanta – con su vestuario que cambia con el paso de los años determinando una transformación gráfica relevante y confiriéndole su propia identidad – es muy distinto, y además, emblemático de la magnanimidad de la sociedad europea donde marxismo y catolicismo con su diferente perspectiva doctrinal, ideológica e histórica, se enfocaban en la miseria cuestionando la estructura social y su entorno. En la teología se abrió el largo debate si la iglesia tenía que ser pobre, (principalmente) de pobres o para los pobres, en sustancia, el clero seguiría necesitando a los desamparados con una disputa a su interior que estalló públicamente con la aparición de la teología de la liberación (Conferencia de Medellín en 1968), en cambio, los intelectuales comunistas que deseaban acabar con la pobreza, denunciaban en sus obras las injusticias del sistema económico capitalista, en este sentido, Carpanta con su búsqueda espasmódica de una ocupación que le consienta nada más que comer, se vincula idealmente con el cine neorrealista italiano, el séptimo arte que mejor interpretó sentimientos y necesidades básicas del pueblo. Se decía que sus personajes hablaban como comían, o sea, que platicaban fundamentalmente el dialecto, lenguaje autentico y esencial que revelaba la parquedad y la simplicidad de su cocina o, mejor dicho, de su hambre casera y callejera. El movimiento cultural se inspiraba en obras literarias que anteriormente habían investigado la menesterosidad y la falta de recursos en el universo campesino y obrero, a este respecto, no se puede olvidar la novela Los Malavoglia (1881) de Giovanni Verga, adaptada por el director Luchino Visconti en la película La Tierra Tiembla (1948), en que la supervivencia de un familia depende de un cargo de altramuz o lupino blanco, genero botánico de leguminosas que entra de derecho en el listado de aquellos alimentos que representaban la dieta de los menesterosos, siendo un producto con alto contenido en proteínas y albumina, superior a la del huevo, pero con bajísimo valor energético y generador de molesta flatulencia, y además, ya conocido en la antigüedad dado que su consumo era muy frecuente entre los egipcios y los mayas. La referencia histórica nos relaciona de manera inmediata con la manduca típica de los indigentes, como, por ejemplo, la polenta volcada en una mesa de madera, sin mantel ni platos, alrededor de la cual hincaban los dientes ennegrecidos los labradores con sus familias bajo los órdenes de un señor todopoderoso, que incluía entre sus privilegios, según lo que relata la legendaria tradición europea, el de aprovechar sexualmente de las campesinas vírgenes (derecho de pernada o ius primae noctis o droit du seigneur). A menudo se trataba, particularmente en los latifundios de América Latina dominados por los colonialistas blancos, de comunes prácticas de violencia o servidumbre sexual, atestadas por numerosas fuentes que relatan sobre una costumbre socialmente aprobada sin que fuera necesaria una ocasión ritual como la boda, es decir, que el patrón ejercía impunemente en virtud de un derecho consuetudinario informal. La vida de los trabajadores de la tierra era difícil y sin alivio, el largometraje Novecento (1976) dirigido por Bernardo Bertolucci narra con lucidez el miedo de aquellos míseros que no podían ni comer sin el permiso del capataz del patrón, su caras amarillentas y apergaminadas, con la piel manchada y quemada por el sol, se parecían a las de Los comedores de patatas (1885), la famosa pintura de Van Gogh en que unos campesinos con sus artríticos y arrugados dedos, los mismos que han rascado el campo, ingieren papas alrededor de una mesa exhibiendo sus rostros oscuros casi “pintados con la tierra que siembran”, mientras la luz cegadora de una lámpara les alumbra destacando el cansancio de los que “merecen comer lo que honestamente se han ganado”, los sucesivos lienzos homónimos (La comida frugal) de Josef Israëls (1900) y Picasso (1904) inspirados a ese cuadro, no alcanzan el nivel de expresividad de las figuras del genio holandés. Hay que decir que Van Gogh empezó su carrera artística desarrollando una pintura realista que retrataba a la gente humilde, con sus rasgos salvajes, porque, según su parecer, la desesperanza y el agobio no dejaban espacio a manipulaciones y adornos. Durante el auge del fascismo, las camisas negras pegaban y apiolaban a los proletarios a sangre fría y cada huelga terminaba en una matanza, a los opositores del régimen no les quedaban que dos opciones, alimentarse con aceite de ricino o conformarse, así que en Italia delante de una cacerola había muchas bocas y aún más manos con un sólo tenedor intercambiable, situación muy similar a la que pasaba en España donde se comía paella sin volcarla, y con el gruñido en el estomago y falta de cubiertos se ponía como brutos el pan y el dedo gordo en la única, deteriorada olla. La propaganda franquista, como todos los totalitarismos, intentó encubrir la realidad, el lema que más se utilizaba era “Con Franco llegó el pan blanco” pero sólo duró una semana, después de que volvió el pan de sorgo mezclado con lo que parecía más aserrín que harina integral, de manera que en el pueblo se difundió clandestinamente una canción popular cuya letra era: “Aserrín aserrán, los maderos de San Juan, piden pan, no les dan, piden queso, les dan huesos y les cortan el pescuezo”.
La hambruna llega hasta más adelante no temiendo profanar lo sagrado, es lo que pasa en la película Viridiana (1961) de Luis Buñuel, basada en la novela Halma (1895) de Benito Pérez Galdós, en que la dueña de casa Viridiana (Silvia Pinal), que conforme a su filantrópico espíritu cristiano ofrece acogida a los mendigos, al final será atacada, violada y robada sin piedad por un grupo de asquerosos vagabundos, que se mofa de la última cena convirtiéndola en una gran comilona y emborrachada colectiva, e incluso se toma una foto como Jesús y los doces apóstoles con una mujer que utiliza su sexo como cámara para inmortalizar el inolvidable momento. En el largometraje se detecta un mensaje bien claro que diferencia la posición de Buñuel respecto a los exponentes del movimiento neorrealista, para el director no todos los pobres merecen ayuda y comprensión, hay algunos que son tremendamente feos, vagos, resentidos, mentirosos y torpes, y que aprovechan de las injusticias sociales y los dramas personales y familiares para justificar su conducta criminal, su desprecio por la vida ajena, su trayecto lumpen, como el ciego andrajoso que interpreta al hijo de Dios riéndose de la Biblia o el leproso con su comportamiento blasfemo y colérico. No fue intención del director, como se afirmó, estigmatizar la misericordia cristiana como inútil, al contrario, le importaba destacar que la pobreza es una condición que puede convertirse peligrosamente en posición (abuso), en este caso la inedia tan terrenal y abrumadora se vuelve feroz y no tiene ni tiempo ni ganas de ocuparse de las cosas del espíritu, mostrándose refractaria tanto a las pretensiones progresistas y laicistas del igualitarismo izquierdista cuanto al ecumenismo caritativo de la iglesia. Igual irreverencia es perpetrada por Pier Paolo Pasolini en La Ricota (1963), episodio dentro del largometraje Ro.Go.Pa.G, en que Orson Welles aparece como actor en el papel del director de la película. La historia es sencilla y grotesca al mismo tiempo, en un descampado rodeado de degradados suburbio se graba una escena sobre la pasión de Cristo, la gente del lugar se somete a las extravagancias y humillaciones de la compañía de producción con tal de ganar algo de comida, entre ellos el personaje principal, un desgraciado, Stracci, que interpreta uno de los dos ladrones (San Dimas, el buen ladrón que le pide al hijo de Dios llevarlo al paraíso con él) crucificados juntos al Nazareno. Durante la pausa para el almuerzo, Stracci coge la manduca distribuida por la producción y se la da a su necesitada familia, luego, disfrazado con traje de mujer y una peluca pilladas en el ropero, se pone otra vez en la cola y consigue engañosamente otra canasta de comida que decide ocultar, de momento, en una cercana cueva debiendo reponer la prenda en su sitio antes de que se den cuenta del robo, pero al volver a la caverna descubre que el perro de la primera actriz se ha comido su almuerzo dejándolo hambriento y enfadado. Mientras tanto un periodista llega para entrevistar al realizador de la película que con palabras corrosivas define la sociedad italiana como “el pueblo más analfabeta, la burguesía más ignorante de Europa”, la muerte “un acontecimiento al que un marxista no le da importancia”, y el catolicismo “algo profundo y arcaico” en la vida personal y general. Esta última declaración revela la idea del mismo Pasolini, que, a pesar de ser anticlerical y estar en contra del monopolio del bien de la iglesia, considera su religiosidad profundamente influenciada por dos mil años de imitación cristiana, tratándose de un fenómeno que ha producido en nuestra civilización unas sobrevivencias culturales que no se pueden borrar, opinión compartida en sus investigaciones por el etnólogo italiano Ernesto De Martino, que llega a comprender la importancia de elementos idólatras dentro de numerosos ritos católicos que define “catolicismo pagano” y que, humanamente, siguen operando de manera irracional en la conciencia individual y colectiva. El reportero terminada la entrevista, encuentra a Stracci acariciando su verdugo, el perro comilón, el cachorro le gusta hasta tal punto que decide comprárselo por un billete de mil liras, con ese dinero el protagonista corre a comprar una cuajada de queso (ricota) y pan casero en una vivienda campesina y ávidamente los esconde para regresar al trabajo en que se le llama. El pobrecito sigue crucificado durante largo tiempo sufriendo calambres de estomago y aguantando los caprichos del director que no se decide a filmar, cuando, al final, lo desatan, puede comer con una perniciosa voracidad que lo afecta en la sucesiva reanudación del rodaje, en que la innatural posición en la cruz le produce una congestión gástrica que lo lleva de manera inesperada a la muerte. Con respecto al triste acaecimiento Welles mantiene una postura indiferente – “Pobre Stracci, no tenía otra forma de recordarnos que estaba vivo” – declaración que recuerda lo que antes le había dicho al periodista: “Si usted muriera aquí ahora sería bueno para el lanzamiento de la película, pues, usted no existe, el capital no tiene en cuenta a los trabajadores excepto cuando los necesita para producir...”.
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