Situada a 220 Km. de El Cairo y a 550 de Luxor, Minia es una luminosa ciudad donde el Nilo hace un pequeño meandro y sus aguas corren más tranquilas entre algún islote cubierto de vegetación. Entornando los ojos es posible imaginar cómo fueron sus riberas en tiempos antiguos: extensos palmerales, juncales, abundante flora con fértiles zonas de cultivo, donde aún hoy día se ve a los fellahin (agricultores) abonando los campos o haciendo surcos con la yunta de bueyes; o a unos niños, vara en mano, enderezando la ruta de un paciente burrito que lleva en su grupa una enorme carga de paja; o a un viejo nudoso y alto, casi tan oscuro como la tierra que pisa, extrayendo agua de uno de los numerosos canales de riego, para lo que emplea un sistema directamente heredado de los tiempos faraónicos: la pértiga con un punto de apoyo, cuyo extremo opuesto al del cubo va lastrado con una gran piedra que hace de contrapeso… Y de pronto, el sonido de un claxon, seguido de otro al que de inmediato se unirán varios más, hace que la ensoñación desaparezca: la cacofonía nos devuelve a este mundo, avisándonos de que nos acercamos al ferry con el que cruzaremos a la orilla oriental del río, camino de Tell El Amarna.
Muy pocos son los turistas que se adentran en el Egipto Medio. Los lugares arqueológicos son abundantes (las tumbas de los nomarcas de Beni Hassan; Speos Artemidos, templo erigido por Hatshepsut; Tihna El Gebel, necrópolis y templo grecorromanos; e incluso una pequeña pirámide de la III Dinastía, la llamada Kom El Ahmar) pero quizá estos carezcan de la espectacularidad que esperan quienes se apuntan a un tour organizado de nueve días para recorrer todo el país. Por otra parte, influye el hecho de que esta zona cercana a Asyut, concentra al mayor grupo de integristas islámicos de todo Egipto. Durante los tres días de nuestra visita, tuvimos en todo momento un vehículo de escolta policial, que no se separó de nosotros ni cuando decidimos ir a cenar a un restaurante próximo al hotel ETAP Nefertiti, donde nos alojamos en Minia.
Componen la expedición varios miembros de la excavación española en la tumba del visir Amen Hotep Huy, en Luxor: sus directores, Francisco Martín Valentín y Teresa Bedman, el vicepresidente de la Fundación Gaselec de Melilla (patrocinadora del proyecto), Gustavo Cabanillas, el egiptólogo José María Saldaña y quien esto escribe. Abu el Naga, que ha trabajado para la misión española desde hace más de diez años, condujo con paciencia y tino el vehículo.
En menos de diez minutos nos encontramos en la otra orilla. Nos comentan que este vetusto medio de cruzar el río, desaparecerá en cuanto terminen de construir uno de esos puentes que han ido desdibujando la línea divisoria entre la parte donde nacía el sol y se solían edificar las ciudades, y la tierra de poniente, lugar de los muertos y del silencio. Dos mundos separados por el curso de Hapy, el río que durante miles de años reguló la vida de Egipto.
Pocos sitios habrá más desolados que la enorme explanada de Tell El Amarna, enclave que ocupó la capital del “faraón hereje”, Ajenaton. El “Horizonte de Atón” (Ajetaton) debe su nombre a una depresión en la pared montañosa que flanqueaba la ciudad en su parte oriental y que contemplada en la distancia evoca la figura del signo jeroglífico “ajet” (horizonte), por donde se elevaba el disco solar al amanecer. Una gigantesca extensión de nada que parezca contener vida. Arena, piedras, montículos… Una urbe que surgió del vacío, en un lugar nunca antes habitado, y que en poco más de tres lustros nació, llegó a albergar a más de treinta mil habitantes y desapareció tan rápidamente como fue construida. Tras la súbita y misteriosa caída del artífice del primer culto monoteista de la Historia (el culto al Atón eclipsó a las demás deidades del panteón egipcio) la ciudad fue desmantelada piedra a piedra, implacablemente. Los “talatats” (bloques de piedra tallada) con que fueron edificados los templos, se reutilizaron para construir en lugares tan alejados de Tell El Amarna como el mismo templo de Karnak, más de cuatrocientos kilómetros al sur. Las casas y los palacios de adobe fueron arrasados.
Según parece fue el faraón Seti I, a comienzos de la Dinastía XIX, quien ordenó la aniquilación total de la memoria de Akhenaton y su familia. Sus cuerpos momificados, nunca han sido hallados, y es probable que fueran execrados, como lo fueron sus efigies, sus nombres y títulos, sistemáticamente borrados. De la tumba real, situada en uno de los wadis que forman parte de la depresión por donde se alzaba Atón, sólo queda la imponente estructura del sepulcro excavado en la roca y las paredes torturadas por los golpes de maza y escoplo de quienes cumplieron el cometido de eliminar todo vestigio de la existencia del “faraón hereje”. Es probable que Seti I mandara arrojar sal de manera simbólica y ritual, para impedir que volviera a brotar la vida. Por si esto fuera poco, el nombre del monarca de Amarna, así como el de algunos faraones inmediatamente anteriores y posteriores a él, fueron excluidos de las “listas reales”.
Hemos empleado casi ocho horas en recorrer algunas de las más importantes tumbas de nobles excavadas en la parte norte del farallón. Del Palacio Real y del pequeño templo de Atón apenas quedan unos restos. Una de las llamadas “tumbas del Sur” –parte final de nuestro recorrido- perteneció a Ay, edecán de varios faraones, entre ellos del propio Akhenaton, y que llegó a ocupar el trono de las Dos Tierras, desposando a Anjesenamon, viuda del efímero sucesor del faraón de Amarna, Tutankhamon. Nadie sabe a ciencia cierta si este oscuro personaje fue un conspirador y traicionó a su señor, pero resulta por lo menos intrigante que lograra sobrevivir a la caída de Amarna y que finalmente llegara a ocupar el trono.
Cuando las sombras comienzan a envolver la gigantesca explanada de lo que en tiempos tan remotos fuera una bulliciosa ciudad, pienso que esa aparente falta de vida no equivale a una ausencia de belleza y que de la soledad de aquel yermo, el arqueólogo Luwig Borchardt rescató, en 1910, un busto que contenía toda la belleza y la majestad que el escultor Thutmes supo plasmar de su señora, la Gran Esposa Real, “la Bella que Viene”, Nefertiti.
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