La reciente controversia en torno a la falsificación del currículum de una diputada ha encendido un debate necesario —y, desde el ámbito universitario, urgente— sobre la relación entre mérito académico, integridad personal y legitimidad institucional. No se trata únicamente de un caso aislado de vanidad o ambición desmedida; se trata, más bien, de una afrenta al pacto social implícito que otorga valor al esfuerzo, a la formación rigurosa y a la acreditación profesional como pilares de la vida pública.
Desde mi rol como docente universitaria, he sido testigo del empeño, sacrificio y, en muchos casos, la precariedad que enfrentan estudiantes que construyen con honestidad su camino académico. Ver cómo una figura pública engrosa su currículum con títulos no cursados, másteres inexistentes o estancias inventadas no solo daña su credibilidad personal: erosiona la confianza colectiva en las instituciones educativas, tanto públicas como privadas y agravia a quienes sí han recorrido ese camino con integridad.
Educación como capital simbólico y responsabilidad pública
En nuestras sociedades, los títulos universitarios son más que certificados: son símbolos de conocimiento, esfuerzo y, sobre todo, responsabilidad pública. Que una representante política se vea envuelta en la falsificación de esos símbolos no es un error menor, ni debe ser tratado como una simple falta administrativa, ni debe ser motivo de giras televisivas como si de una premiada con el Nóbel se tratase. Supone la apropiación ilegítima de un capital simbólico que pertenece, en última instancia, al bien común.
Falsificar un currículum o engrosarlo, equivale a falsificar la base de la confianza ciudadana, sobre todo si eres político o tienes que defender los intereses de los ciudadanos, porque quienes ejercen cargos públicos deben ofrecer más que competencias técnicas; deben representar una ética del servicio y del mérito. Y en un contexto donde la universidad se ve constantemente desfinanciada, precarizada y puesta en duda, estos casos dinamitan los cimientos de la educación como institución social, porque sacarse una carrera universitaria, yo que lo vivo todos los días, no es tarea fácil ni barata.
Un crimen sin víctimas directas… pero con daños sistémicos
Cuando un estudiante comete plagio, el castigo es inmediato: suspensión, pérdida del curso, e incluso la expulsión de la institución universitaria donde cursa. Es prácticamente el equivalente a un robo. Pero cuando una autoridad falsea su currículum, el castigo es, a menudo, difuso, politizado o inexistente. Esta doble vara es un insulto a la comunidad académica y un grave síntoma de la impunidad que debilita a las democracias. No hay que equivocarse: la víctima no es solo la ciudadanía engañada; también lo es la universidad, cuyos títulos pierden valor; lo es el docente, cuyo trabajo queda despreciado; y lo es, sobre todo, el estudiante honesto, que compite en desigualdad con quien hace trampas desde la posición de poder.
Quienes hemos participado y participamos de la vida universitaria sabemos que, detrás de cada título, hay historias de esfuerzo silencioso, renuncias personales y jornadas interminables. Muchos de nuestros estudiantes no solo enfrentan la exigencia académica, sino que además trabajan para costear sus estudios, sostener a sus familias o abrirse un futuro digno en contextos de precariedad. Sacarse una carrera en esas condiciones no es un privilegio, es una conquista diaria, quijotesca podríamos decir, hecha de noches sin dormir, fines de semana dedicados al estudio y sacrificios que rara vez son reconocidos fuera del ámbito académico. Por eso, cuando alguien simula ese esfuerzo con títulos falsos o currículos inflados, no solo miente: traiciona la dignidad de quienes luchan por alcanzar, con honestidad, aquello que otros se adjudican con engaño.
Exigir transparencia no es revancha, es justicia
Desde el ámbito universitario, tenemos la obligación ética y profesional de alzar la voz ante estos atropellos. No en tono de revancha, sino en defensa de la verdad como valor fundamental. El conocimiento que impartimos exige rigor, verificación y honestidad intelectual. Y lo mismo debe exigirse de quienes representan a la ciudadanía.
Por ello, es necesario que las instituciones públicas y partidos políticos implementen mecanismos de verificación estrictos de los méritos académicos de sus candidatos. Lo que en una universidad se comprueba con expedientes, apostillas de la haya si eres extranjera o extranjero, convalidaciones u homologaciones, actas y registros, no puede dejarse al “corta y pega” de un perfil de LinkedIn, Instagram o Facebook, o a la declaración voluntaria del “erudito” o “erudita” en cuestión, que pretende con su acción, llegar a la meta sin pasar las curvas vertiginosas, aunque maravillosas del estudio y de la investigación académica.
Restituir el valor del mérito
En una época de desinformación, títulos exprés y “expertos” de ocasión, la universidad debe ser un baluarte de la verdad verificable y del mérito como camino legítimo. Y cuando se falsifica ese mérito, se abre la puerta al cinismo, a la desconfianza institucional, a la mentira, a la trampa absoluta, a la tomadura de pelo a los ciudadanos y al desprestigio de la educación como bien público.
No pedimos privilegios para los académicos. Pedimos, simplemente, que el esfuerzo honesto no sea pisoteado por la trampa y que la sociedad valore, como corresponde, a quienes construimos nuestra trayectoria con verdad, aunque esa verdad no venga con títulos rimbombantes ni “másteres internacionales” inventados.
Epílogo: La verdad como bien común
La integridad no es un adorno curricular ni una cuestión privada: es un compromiso público con la verdad que nos concierne a todos. En tiempos donde se erosiona la confianza en las instituciones, lo que está en juego no es solo la reputación de una persona, sino el valor mismo del conocimiento como bien común. ¿Qué sentido tiene educar, investigar o legislar si la falsedad se normaliza y la meritocracia se subvierte? La universidad, como espacio de formación crítica, debe ser también un bastión de ejemplaridad ética. Y la ciudadanía, lejos de resignarse, tiene derecho —y deber— de exigir transparencia, rendición de cuentas y responsabilidad a quienes ocupan cargos públicos.
Que este episodio no quede sepultado por el olvido o el cinismo, sino que nos convoque a construir una cultura donde el mérito real, el esfuerzo honesto, el estudio, la investigación responsable y la verdad verificada sean los pilares irrenunciables de toda vida pública digna. La integridad no se hereda: se construye cada día, con actos que resisten la tentación del atajo y la impunidad. --------------------------------
Referencias recomendadas para profundizar: - Sutherland-Smith, W. (2008). Plagiarism, the Internet, and Student Learning: Improving Academic Integrity. Routledge.
- Fishman, T. (Ed.). (2014). The Fundamental Values of Academic Integrity. International Center for Academic Integrity.
- UNESCO. (2021). Strengthening Academic Integrity: Policy Brief. París: UNESCO Publishing.
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