Era un venerable maestro. En sus ojos había un reconfortante destello de paz permanente. Sólo tenía un discípulo, al que paulatinamente iba impartiendo la enseñanza mística. El cielo se había teñido de una hermosa tonalidad de naranja-oro, cuando el maestro se dirigió al discípulo y le ordenó:
—Querido mío, mi muy querido, acércate al cementerio y, una vez allí, con toda la fuerza de tus pulmones, comienza a gritar toda clase de halagos a los muertos.
El discípulo caminó hasta un cementerio cercano. El silencio era sobrecogedor. Quebró la apacible atmósfera del lugar gritando toda clase de elogios a los muertos. Después regresó junto a su maestro.
—¿Qué te respondieron los muertos? —preguntó el maestro. —Nada dijeron. —En ese caso, mi muy querido amigo, vuelve al cementerio y lanza toda suerte de insultos a los muertos.
El discípulo regresó hasta el silente cementerio. A pleno pulmón, comenzó a soltar toda clase de improperios contra los muertos. Después de unos minutos, volvió junto al maestro, que le preguntó al instante:
—¿Qué te han respondido los muertos? —De nuevo nada dijeron —repuso el discípulo.
Y el maestro concluyó:
—Así debes ser tú: indiferente, como un muerto, a los halagos y a los insultos de los otros.
El Maestro dice: Quien hoy te halaga, mañana te puede insultar y quien hoy te insulta, mañana te puede halagar. No seas como una hoja a merced del viento de los halagos e insultos. Permanece en ti mismo más allá de unos y de otros.
Este breve relato nos invita a cultivar una profunda estabilidad interior. A través de una parábola sencilla pero poderosa, el maestro transmite una lección vital: la verdadera libertad comienza cuando dejamos de depender de la opinión de los demás.
Vivimos en una era en la que la validación externa es constante: los “me gusta”, los elogios en redes sociales, la aceptación del grupo… pero también lo es la crítica.
Y muchas veces, nuestra paz se convierte en una hoja que va y viene al compás de esos vientos. Cuando nos alaban, nos sentimos valiosos; cuando nos critican, nos hundimos. El relato propone soltar ese vaivén emocional.
El ejemplo de los muertos en el cementerio es una imagen radical pero clara: solo cuando dejamos de reaccionar compulsivamente a lo que nos dicen, ganamos poder sobre nuestra mente. No se trata de volverse frío o insensible, sino de cultivar un estado interno de ecuanimidad: ni los halagos nos engrandecen ni los insultos nos disminuyen.
Aplicaciones prácticas para la vida diaria
No busques aprobación en todo lo que haces. Haz lo correcto, aunque no recibas aplausos. El verdadero valor está en tu integridad, no en el reconocimiento.
No reacciones impulsivamente a las críticas. Detente antes de responder. Pregúntate: ¿Esta crítica tiene algo que enseñarme? ¿O solo es una emoción proyectada de otro?
Practica la observación interna. Cuando alguien te elogie o te critique, nota tu reacción emocional sin dejarte llevar. Con el tiempo, ganarás libertad frente a esos estímulos.
Rodéate de personas que te digan la verdad con respeto. El halago constante puede alimentar el ego; la crítica destructiva, minarte. Busca relaciones sinceras y equilibradas.
Recuerda tu valor esencial. No está en lo que dicen los demás, sino en tu capacidad de vivir con autenticidad, propósito y serenidad.
Conclusión
La enseñanza del maestro es más actual que nunca: permanece en ti mismo, en tu centro, donde no alcanzan ni el ruido de los elogios ni el veneno de las críticas. Ser como un muerto no es renunciar a la vida, sino renunciar a las ataduras que nos impiden vivirla con verdad y libertad.
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