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Ser escritor, poeta, artista no es cosa de voluntarismos

Durante años me he cansado de oír a profesionales probos que opinan que una novela, un relato o un poema lo escribe cualquiera
Paula Winkler
lunes, 7 de julio de 2025, 09:36 h (CET)

La noción del afuera vinculada al arte deriva del concepto filosófico de Godofredo Leibniz, quien considera a las mónadas como la energía agente de las invenciones y al continuo, como el organizador del desarrollo. Este concepto barroco, luego ampliado por las estéticas y la crítica contemporáneas, puede decirse que ayuda a comprender hasta hoy cómo las sociedades, algunas más que otras, viven las Letras, la Poesía, el Arte.                                                                   


A menudo, personas dedicadas a profesiones o actividades académicas de resultado consideran como “arte”, “literatura” aquello dado a bien conocer por la prensa y la gestión cultural. Por lo tanto, si no se trata de un artista consagrado por las grandes ligas, de honorable prestigio académico o que ocupa las listas de las obras más vendidas, o de autores exhibidos en museos, instalaciones o que forman parte de bibliotecas locales o internacionales, su arte, para ellos, se reduce a una práctica inapreciable y efímera. El conocimiento requiere divulgación, y toda obra debe salir fuera del ámbito de su creador para ser vista, leída. El conflicto, sin embargo, no radica en su imprescindible recepción sino en confundir calidad e inventiva con el valor agregado que le otorga la gestión cultural, la curaduría, su puesta a la venta o exhibición.

            

Durante años me he cansado de oír a profesionales probos que opinan que una novela, un relato o un poema lo escribe cualquiera. Los más temerarios por enamorados de sus improvisados y pretenciosos textos se muestran ansiosos, incluso, por publicar, ser leídos, mostrar(se). Y si no inventan, crean o publican, suelen sentenciar algo así como “si yo tuviera tiempo, hace rato que sería conocido por mis policiales, tengo muchas ideas”. A lo que siempre, con la paciencia que me dan los años, respondo que personajes y acciones las imaginan hasta los niños. El imaginario infantil, en efecto, es poderoso. Pero narrar, hilar una historia, pintar o terminar una escultura no se trata solamente de poner voluntad y ser creativo. Hay que estudiar, releer, tener autocrítica, tachar. Para ser buen médico, excelente abogado o mejor economista hay que tener tiempo. ¿Para el arte, no? 


No vendría mal dejar el solitario oficio de escritor, poeta o artista, pues, a quienes están dispuestos a aprender primero el cómo (lo que lleva años), reunirse con gente que sabe más y recién después buscar apoyo o financiamiento. La escritura catártica, la poesía surrealista y el neobarroco o el arte conceptual no son nunca una cosa menor.


Nadie niega que las personas suelen emocionarse gratamente cuando visitan museos o bibliotecas locales o extranjeras. Es que la organización sintáctica engalana la exposición en una galería o en un museo y el esfuerzo de publicar no proviene de ninguna alquimia extraña, de un soplo de suerte, solo de estar bien posicionado en la crítica. Requiere de responsabilidad cuando menos para conocer el cómo. (El arte es un proceso, que involucra su aceptación por el público, pero el mercado es insuficiente si el arte es banal, copiado o de mal gusto). El afuera del arte necesita de la intervención de curadores, agentes literarios y editores, lecturas en festivales. También, de la visibilización que no aporta únicamente el canon.


La experiencia estética muta en cada época, carga con nuestra racionalidad, con nuestros gustos y prejuicios. Tal estética puede extralimitarse como cuando Marcel Duchamp o Andy Warhol invierten el sentido y ponen sus obras-artefactos, sus ironías “a disponibilidad” de los espectadores o con los hiperrealistas, que abusan de la literalidad. Lo propio se puede ejemplificar con las distopías literarias, los cuentos de terror; con un exceso de la denotación, propia del hoy. Se contrae la forma, en cambio, con los minimalismos y sus derivas. Es cuestión de gustos.


Todo lo cual no quita el rechazo que produce que un lector o espectador se refiera a las Letras, a la Poesía y al Arte, subestimándolos, como una práctica menor o un adorno de entretenimiento. Esta actitud transforma los significantes en meros significados, más parecidos al signo de la Comunicación que a los procesos de recodificación simbólica de un texto escrito, una escultura, una instalación, una muestra o una pintura.


Nadie es buen abogado ni médico de la noche a la mañana. Tampoco, un artista. ¿O me equivoco?

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