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Es esa mera idea,
de querer ser aquel viejo karma,
de querer ser el único dueño de ese tic-tac de tu corazón tardío y algo acostado en su silencio.
Es esa mera idea,
de querer ser el plagiador de tu buen alma,
de querer ser simplemente ser...
En una casona antigua y desolada, en el centro de la sala se encontraba un espejo de un metro de alto y cincuenta centímetros de ancho, montado y sostenido por una linda mesita antigua. En él convergían las articulaciones de todos los espacios.
Cuenta Irene Vallejo que San Agustín se quedó absolutamente perplejo al ver al obispo de Milán leyendo para sí mismo, al ver cómo “sus ojos transitaban por las páginas, pero su lengua callaba”. La anécdota la usa la escritora —siempre elegante, delicada y tensa— para argumentar que, hasta bien entrada la Edad Media, la lectura se hacía solo en voz alta, de ahí la extrañeza del filósofo, que veía, por primera vez, un lector tal como nosotros lo imaginamos.
Me veo en el espejo y veo el tiempo, que en el silencio, ya no muere. Mi rostro lleno de quebrantos, arrugas en mis ojos, en mis labios.
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