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Díscolos, pero con voz, voto y cabida

Polonia, junto a Hungría, Eslovaquía y la República Checa, forma parte del grupo de Visegrado, la principal espada de Damocles para la UE en estos momentos
Alberto Carmena García
jueves, 5 de junio de 2025, 11:03 h (CET)

La que sigue es una reflexión que bien merece una respuesta. Una cuestión de desesperación y perplejidad, elevada al cubo, y que me asedia cada vez que, en una fase electoral o de negociaciones en la Unión Europea (UE), aparecen los famosos «anti-Bruselas».


El de Polonia es el ejemplo más reciente y paradigmático de que la democracia es frágil, vulnerable, y de que, aunque algunos sigan sin creerlo, sí: la calidad democrática de un Estado está directamente vinculada a su rendimiento económico.


El confeso ultranacionalista Karol Nawrocki se alzó este pasado fin de semana con la victoria en las elecciones presidenciales a la República polaca y, como si de una broma de mal gusto se tratase, lo hizo inopinadamente, cuando todos los sondeos ya arrojaban una clara victoria sobre su rival, Rafal Trazskowski, un hombre más cercano a los postulados proeuropeos. 


Si estos comicios son más trascedentes de lo que parece es, principalmente, por la potestad que ejercerá el sucesor del actual presidente, Andrzej Duda. En el país de los voivodatos (nuestras comunidades autónomas), el jefe del Estado ostenta la potestad de veto en la legislación. Es decir, que de la voluntad de Nawrocki dependerá la aprobación de prácticamente cualquier ley que salga del parlamento eslavo. De ahí que se deduzca fácilmente que se avecina, nuevamente, una «cohabitación complicada», como llegó a expresar el propio primer ministro, Donald Tusk. 


Precisamente, el caso de Polonia muestra que, hoy día, la política, la democracia y el Estado de derecho penden de un hilo sedoso, susceptible y vulnerable de ser desgarrado en cualquier momento. 


Las instituciones de la UE aplaudieron en 2023 la victoria de Plataforma Cívica, el partido liderado por Tusk (exvicepresidente del Consejo Europeo en la etapa de Charles Michel) del regreso a la senda «proeuropea».


Y eso, en un país en el que la impronta religiosa está muy calcada en sus políticas, muchas de las cuales pueden ser consideradas regresivas, fue un hito loable.


Desde entonces, Tusk ha tenido una oportunidad dorada para demostrar que la sexta economía de la UE puede jugar un rol inconmesurable en el trazo sociopolítico y económico de los 27, algo que ha tratado de reivindicar especialmente estos primeros seis meses de 2025, con motivo de la presidencia rotatoria del Consejo de la UE. 


Las políticas del partido PiS (Ley y Justicia), - al que se adscribe Nawrocki - en el poder durante dos legislaturas, no han dejado duda alguna al respecto: limitaciones draconianas al aborto, declaración de «zonas libres de ideología LGTB» en varios municipios y numerosas tentativas por controlar al cuarto poder, la prensa. 


Polonia, junto a Hungría, Eslovaquía y la República Checa, forma parte del grupo de Visegrado, la principal espada de Damocles para la UE en estos momentos. 


La cuestión a la que sigo buscando respuesta es: ¿por qué hay países, como Ucrania o Montenegro (o más recientemente, en el 2013, Croacia) que se afanan por cumplir con los llamados Criterios de Copenhague para acceder a la membresía de la Unión, mientras otros, como el cuarteto de Visegrado, obran con tesón para hacer implosionar a la UE?


Es curiosa su postura: tras la desastrosa experiencia del Brexit, ningún partido extremista osa últimamente definirse como euroescéptico (aunque, arremeten, de todas formas, contra las políticas de Bruselas), al tiempo que sus agricultores sacan provecho de la PAC y sus ciudadanos de numerosos fondos sociales, como el FEDER.


El caso de Polonia es, cuando menos, paradójico. Aunque es cierto que las votaciones del pasado domingo fueron ganadas por la mínima (1.78 puntos porcentuales de diferencia entre ambos candidatos – lo que muestra, una vez más, una polarización sociopolítica enrocada), el 80% de los polacos creen, según un eurobarómetro realizado en 2024, que su país se ha beneficiado por pertenecer a la UE. 


Como contraste, en Francia y Alemania, pioneras del proyecto europeo, ese porcentaje se sitúa, respectivamente, en el 58 y 69%.


Además, Polonia es, actualmente, la sexta economía del club comunitario y uno de los países que más ha salido ganando con la inyección financiera millonaria inoculada desde instancias europeas. 

Las previsiones de crecimiento de esta primavera, desveladas por la Comisión, arrojan que la gran llanura de Centroeuropa crecerá más de un 3%. Es prácticamente el único Estado Miembro que alcanza esa cifra, superando holgadamente al eje francoalemán, que tímidamente llega al 1%.  


Desde su adhesión a la UE en 2004 (al igual que la mayoría de los países orientales que habían quedado bajo la órbita de la URSS) y hasta marzo de 2024, Polonia ha recibido aproximadamente 250.000 millones de euros en fondos europeos.  


Las cifras pueden variar, dependiendo de si, para su cálculo, se tienen en cuenta únicamente los fondos estructurales y de cohesión, o si se incluyen también las ayudas agrícolas. 


¿Entonces, por qué no irse?


Porque fuera de la UE, como ya ha demostrado el Brexit, hace un clima helador, mucho más llevadero con el sol que reina bajo el paraguas bruselense. 


En cualquier caso, igual que las formaciones políticas afines al PiS polaco (Rassemblement Nacional, Fidesz o Fratelli d’Italia) se han congratulado de la victoria de Nawrocki, alegando {siempre con un tono aleccionador y bobalicón que echa para atrás} que hay que respetar la voz del pueblo polaco en su mero ejercicio de un derecho inalienable y de la soberanía nacional, también hay que recordar que, el Estado polaco es precisamente soberano para – tal y como establece el Tratado de Lisboa en su artículo 50 -, «decidir retirarse de la UE conforme con sus propias normas constitucionales», comunicándolo al Consejo Europeo. 


Dudo mucho de que Polonia o Hungría vayan a adoptar tal senda, principalmente por dos motivos.

En primer lugar, porque las cuantías económicas que han sido (y son) regadas a los países comunitarios han catalizado un desarrollo inaudito en materia infraestructural y agropecuaria.

En segundo lugar, por una cuestión de experiencia. Como ya ocurriera con el caso de Reino Unido en 2016, dicha decisión de abandono debe emanar del pueblo (por ejemplo, a través de un referéndum) y, aunque, a día de hoy, polacos, húngaros, checos, eslovacos, neerlandeses o italianos se decanten por opciones políticas que exacerban un nacionalismo paroxista y bastante excluyente, muy probablemente acudirían en masa para evitar una hipotética retirada de la UE. 


Esto último es, más o menos, lo que sucedió en Rumanía, hace escasas semanas. El candidato populista, pro-trumpista y eurófobo, George Simion, se hizo con la primera vuelta de los comicios, que terminó conquistando Nicusor Dan, centrista y proeuropeísta.


Aclárese que, de todos modos, no son exclusivamente los ciudadanos quienes ostentan la última palabra. Los gobiernos también pueden implosionar una vez alcanzan el poder. Si la convivencia entre Tusk y Nawrocki se encona y enquista (algo que, aunque no es descabellado, no sería deseable), bien podría el tándem implosionar.  


Hace pocas horas, ha ocurrido precisamente eso en los Países Bajos, donde, tras desavenencias sobre la política migratoria, el populista y ultra Geert Wilders ha hecho saltar por los aires la coalición ejecutiva, cuya formación, tras los comicios de 2023, fue, ya de por sí, engorrosa.


Pero, aunque la iniciativa de abandonar el barco europeo no parta de los Estados, la UE les puede reprender por sus actuaciones. Es lo que ocurre con la llamda “Cláusula de suspensión” (contemplada en el artículo 7 del Tratado de la Unión Europea).  


Esta prerrogativa institucional europea permite suspender derechos inherentes a la membresía de un Estado tan relevantes como la congelación del derecho de voto en el Consejo de la UE. Para ello, previamente, ha de demostrarse que el susodicho país ha infringido reiteradamente principios como la democracia, igualdad o el Estado de derecho. 


Añade dicho artículo que, a propuesta de 9 países de la UE, o del Parlamento o Comisión Europea, el Consejo, por mayoría de 22 Estados miembros, tras la aprobación del Parlamento, podrá constatar que “existe un riesgo claro de violación grave de estos principios fundamentales por parte de un Estado miembro y presentarle recomendaciones apropiadas”.


Estos mecanismos implican, vebrigracia, la famosa congelación de fondos europeos. 


Sea como fuere, creo que no es muy apropiado funcionar únicamente a golpe de multa. Blandir la amenaza sancionadora como un revulsivo que estimule la disuasión de implementar políticas anti-UE no es suficiente para encarrilar en la senda europeísta a un país díscolo.


Del mismo modo que, si uno conduce transgrediendo el código de circulación, se puede enfrentar a sanciones e incluso la retirada del permiso, me parece que un Estado solo puede ser miembro de la UE si está plenamente convencido de ello y actúa en consecuencia. 


Cualquiera que no conduzca por ese carril, no merece pertenecer al proyecto europeo, pues actúa como kamikaze, colisionando y tratando de torpedear contra todos aquellos que trabajan en pro de una Unión Europea más fuerte, unida y segura para que, precisamente, ni pierda su esencia ni se diluya.  

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