Ella Grigsby Williams nació en octubre de 1865, en Cross Hill, Carolina del Sur, en un país que acababa de abolir la esclavitud por decreto, pero no en la práctica.

Hija de exesclavos, creció en los márgenes de un mundo que apenas sabía qué hacer con las mujeres negras libres y menos aún con una que acabaría midiendo más de dos metros. Lo que no cambia es su sombra larga en la historia del espectáculo.
De joven, trabajó como cocinera en Columbia. Al principio se negó a firmar contrato con promotores de circos y ferias. La miraban como rareza, ella quería ser una mujer libre. Dijo no, más de una vez. Pero en 1896, Frank C. Bostock, un nombre importante en el mundo del freak show, la convenció. Le ofreció algo más que un sueldo, le ofreció un personaje, un mito y un nombre nuevo.
Nace Madame Abomah
Bostock la vendió al mundo como una princesa guerrera, una amazona del antiguo reino de Dahomey. De ahí su nombre artístico, Mme. Abomah, como la ciudad africana de Abomey. Alta, regia, imponente. Vestía con encajes, faldas largas y sombreros con plumas. No se disfrazaba de bárbara, se presentaba como realeza africana. Su guardarropa era un espectáculo en sí mismo y llevaba siempre a una ayudante para colocarle cada botón, cada joya. No era una rareza, era una visión, que cantaba canciones populares y también piezas minstrels, que hoy darían escalofríos, pero entonces era la única forma de entrar en ciertos escenarios. Movía su cuerpo descomunal con una gracia que desarmaba al público. En un mundo que esperaba torpeza, ella ofrecía presencia.
Pero qué eran los minstrels. Juglares… y… ¿Quiénes eran los juglares? Los juglares —conocidos en inglés como minstrels— fueron artistas ambulantes de la Edad Media, activos aproximadamente entre los siglos XI y XV. Su oficio consistía en cantar, recitar poemas, contar historias y tocar instrumentos musicales para entretener al público. Madame Abomah era una juglar en su época.
Las funciones principales eran de entretenimiento, pues actuaban en plazas, castillos, ferias y cortes. Eran la “voz del pueblo” y los portadores de noticias, leyendas y sátiras. Versatilidad, ya que algunos juglares también hacían acrobacias, juegos de manos o teatro breve. Eran también instrumentistas, tocaban instrumentos como laúd, cítola, flauta, zanfoña o arpa.
Había juglares cortesanos, algunos trabajaban de forma estable para reyes o nobles. Estos juglares cortesanos eran mejor tratados y a veces recibían pensión o vestido; y componían canciones de alabanza o amor, y actuaban en banquetes, bodas, fiestas religiosas y campañas militares. Una mezcla de todo esto parecía ser Madame Abomah.
Pero existía otra versión, los trovadores o troveros. Los trovadores (en Occitania) y troveros (en el norte de Francia) eran generalmente poetas-músicos y muchos pertenecían a la nobleza. El juglar, por lo general, no componía sus propias obras, sino que interpretaba las de otros. Era más popular, más cercano al pueblo y de origen más humilde.
Tanto juglares como trovadores tienen una importancia cultural. Los juglares fueron fundamentales para transmitir oralmente la cultura, antes de que la imprenta existiera. Gracias a ellos se difundieron romances, cantares de gesta (como el Cantar de mio Cid), historias de santos, y leyendas como las del rey Arturo o Carlomagno. Su legado se puede rastrear en la música popular, el teatro medieval, e incluso en los inicios del periodismo oral.
Una gira sin fin
Durante más de tres décadas, Madame Abomah cruzó continentes. Estuvo en Inglaterra, Escocia, Australia, Nueva Zelanda, Sudamérica, Cuba y todos los rincones de los Estados Unidos.
En Dunedin (Nueva Zelanda) causó sensación y un periódico la describió como una mujer de 2,29 metros, de movimientos suaves y voz firme. Interpretó canciones como “My Honolulu Bell”, que dejó boquiabiertos a hombres de sombrero y mujeres de corsé.
Actuó con Reynold’s Waxworks, con Barnum & Bailey y en Coney Island, donde el espectáculo era una mezcla de asombro y marketing. En 1921, se anunciaba su llegada a París. Madame Abomah no paraba, trabajaba sin cesar.
Pero en 1914, cuando Gran Bretaña declaró la guerra a Alemania, el telón empezó a cerrarse. Ella volvió a América, dejó atrás los teatros de variedades y pasó a trabajar en espectáculos más pequeños, hasta que finalmente se retiró del escenario en los años 20.
¿Y después? El silencio
Tras su salida del mundo del espectáculo, desaparece de los registros oficiales. No hay fotos de su vejez, ni entrevistas, ni ceremonias. Solo quedan postales, recortes, programas de mano donde su imagen emerge como la de una reina olvidada.
Dicen que siguió ligada al mundo circense hasta pasados los sesenta, quizás como entrenadora, quizás como recuerdo vivo de otra época.
Lo que queda de Madame Abomah no es solo su estatura. Es la forma en que se presentó al mundo, no como monstruo, porque no lo era, sino como una soberana, que tampoco lo era en el sentido extricto de la palabra, pero era soberana de sí misma, la mujer libre que quiso ser, en la forma en la que el mundo le permitió.
En un tiempo donde el cuerpo negro era mercancía, ella lo convirtió en espectáculo, pero en sus propios términos. Fue, en muchos sentidos, más grande que su tiempo, no solo de estatura, sino en su capacidad para adelantar el mundo femenino a su tiempo y, más mérito aún, el mundo negro a su tiempo.
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