Exquisita mirada a un corazón atormentado. A Quiet Passion constituye uno de los mejores y más depurados trabajos del realizador inglés Terence Davies. Un delicado monumento a la perfección formal (no hay otro cineasta en el panorama fílmico actual más minucioso en la construcción de sus imágenes que el autor de Voces distantes) que ahonda en el interior de una personalidad, la de la poetisa Emily Dickinson (1830-1886), rebelde, irreverente y provocadora; libre de los encorsetamientos y ataduras que la religión y las convenciones sociales imponían a las mujeres de su época.
En una de las elipsis más memorables del cine de los últimos años, Davies muestra el paulatino envejecimiento de cada uno de los miembros de la familia Dickinson, situados frente a una cámara que pretende retratarlos para la posteridad. Mediante esta elipsis, como digo magistral, el director nos traslada a la etapa adulta de la poetisa, que pasó casi toda su vida voluntariamente recluida en la mansión familiar de Amherst (Massachusetts), tras unos minutos de introducción a los personajes que arrancan en el Seminario de Mount Holyoke, donde Emily (interpretada aquí por Emma Bell) ya deja constancia de su particular carácter con respecto al resto de compañeras de estudios. Es el paso del tiempo uno de los motivos esenciales de esta obra en particular, y de la filmografía de Davies en general: un autor obsesionado por el pasado y por lo efímero de la existencia humana. Encontramos en A Quiet Passion otros temas como el inconformismo, la infelicidad, la soledad, la enfermedad (con ecos del Bergman de Gritos y susurros) o la muerte.
La película, que cuenta con un literario guión escrito por el propio Davies en el que los versos de Dickinson sirven de acompañamiento a la narración, es un crescendo dramático que desemboca en un último tercio crudo y brillantísimo, coincidiendo con los años de enclaustramiento de Emily en su habitación y con el agravamiento de su degenerativa enfermedad renal.
Destacan en Historia de una pasión su sobrio y distinguido acabado formal (preciosa fotografía de Florian Hoffmeister), el trabajo de cámara (con elegantes desplazamientos, elaborados planos con grúa y bellos planos cenitales), el uso de la música y la excelente interpretación de Cynthia Dixon.
Sin duda, uno de los grandes estrenos del año. Una oda a Dickinson, a la poesía, al cine y al arte del buen gusto.