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Dejad que los muertos descansen en paz

Estamos en un momento de la vida social y política, en el que determinados sectores, tienen el empeño de desenterrar muertos o perturbar su tranquilidad.
Manuel Ibañez Ferriol
martes, 20 de septiembre de 2016, 00:25 h (CET)
Los cementerios están concebidos para el descanso de los que han pasado de una vida a la otra, y no son ni lugares turísticos ni tampoco espacios para la recreación artística pública y manifiesta. Los restos mortales, piden tan solo paz y silencio, tranquilidad y no ser molestados en su última morada. Visitarlos alegremente, simplemente por el mero hecho de tener una determinada ruta, creada para el solaz turístico, me parece harto macabro. Perturbar su descanso en las horas nocturnas o diurnas, es una falta no solo de respeto, sino de misericordia.

La oración es el mejor tributo que podemos brindar a los restos fallecidos y depositados con amor y veneración en un camposanto. Acudir de ruta, como si se fuera de excursión, es algo que puede repugnarnos a más de uno. Las autoridades, deberían controlar y garantizar el descanso silencioso de los que han sido depositados en un cementerio, y lo que buscan es la tranquilidad para sus cuerpos, que se van transformando en polvo, volviendo así, al origen de la Creación. Pero, ¿por que molestarles? Al final de la visita, ¿se sirve algún agape para celebrar la “cena de los muertos” como en el acto tercero de Don Juan Tenorio?

Lejos de éstas macabras visitas, hay otras que pueden preocuparnos quizás más si cabe. En cualquier país, no se desentierra a políticos, de cualquier signo político. Es como si fueramos al cementerio de París, y por imperativo legal, quisieramos desenterrar a Marat, Robespierre, Newton o Jean Paul Sartre. ¿A nadie se le pasaría por la cabeza verdad? Son personas ilustres, con un determinado concepto de la vida y la política progresistas, pero a ninguno de los gobiernos franceses, se les pasaría por la cabeza, desenterrar a hombres y mujeres ilustres, solo porque piensen de forma diferente al partido en el poder. Claro es París y Francia, que es como decir Berlín y Alemania, Viena y Austria o Roma e Italia. Con eso, lo tenemos todo dicho.

Pero, hay que decirlo claro: estamos en España. El país de la pandereta, del torito y la manola, del abanico y la reja, de Frascuelo y de María. Aunque nos duela y nos pese, somos así. Un país que fue capaz de crear el bandolerismo y la guerra de guerrillas, la novela picaresca y por supuesto el mito de Don Juan Tenorio, ese misterioso casanova, que se paseaba por Sevilla, y que no temía a nadie, incluso en el asalto a los conventos, donde alguna moza casadera, recluida en la tranquilidad conventual, ayudada por alguna “alcahueta”, sería pasto del amor cortés del fulano de turno.

Ahora, queremos desenterrar a difuntos ilustres, que dieron su vida por la causa española en la que creían. Amparándonos en la libertad, cada uno puede defender su pertenencia a su país, defendiéndolo como ellos quieran o crean más conveniente. No podemos hacer tabla rasa, y decir que unos no son iguales que los otros, solo porque defiendan algo distinto a nuestro pensamiento. Eso provoca revanchismo, odios y enfrentamientos. ¿No son suficientes el millón y pico de muertos que provocó el enfrentamiento entre hijos de la misma Patria? ¿Por que continuar fomentando odios y rencillas, que deberían estar enterrados? Vamos a verlo con un ejemplo. Si ustedes visitan en la ciudad de Roma, el mausoleo de Agripa, aparte de poder admirar una gran obra arquitectónica con unas esculturas impresionantes, en uno de los laterales, se encuentra la tumba del rey italiano Victorio-Emanuelle II, llena de flores y velas, y siempre custodiada por sus partidarios, los monarquicos romanos. El último rey de Italia, apoyó a Benito Mussolini en su gobierno y no por eso, se tiene que profanar su tumba. Al dictador, ya le llegó su momento: su cuerpo inerte, junto a la de su amante Clara Petachi, fueron paseados de malas maneras por las calles de Roma. Pero a ningún legislador, se le ha ocurrido la tremenda locura de dictar una ley, que haga desenterrar a Victorio-Emanuelle II, solo porque el dictador lo manejara a su antojo.

Creo que hay que tener altura de miras. Decía don José Ortega y Gasset, sobre el progreso: El progreso no consiste en aniquilar hoy el ayer, sino, al revés, en conservar aquella esencia del ayer que tuvo la virtud de crear ese hoy mejor. Es quizás un pensamiento demasiado elevado para las mentes obtusas que a veces asientan sus ilustres posaderas en las poltronas de los poderosos, pero como siempre, Ortega y Gasset, acierta en sus pensamientos filosóficos. ¿Desenterrar o visitar turísticamente un camposanto, es una actitud progresista? ¿No sería mucho mejor, dejar las cosas tal cual son? Quizás la practica del respeto, sea la mayor de las virtudes que podemos poner en acción los hombres y mujeres que todavía vivimos en éste lado de la orilla existencial.

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